Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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Curra Vilches no se deja amilanar.

- Y los otros van a la catedral vieja -responde con desparpajo- porque allí se predica contra los liberales.

- No irás a comparar, criatura.

- Pues a mí me parece bien lo del teatro patriótico -opina Julia Algueró-. Es bueno que se eduque al pueblo en las virtudes ciudadanas.

Doña Concha cambia en dirección a su nuera el tren de batir. Así empezaron las cosas en Francia, rezonga, y ya vemos el resultado: reyes guillotinados, iglesias saqueadas y el populacho sin respetar nada. Y de postre, Napoleón. Cádiz, añade, ya vio de primera mano de qué es capaz el pueblo sin freno. Acordaos del pobre general Solano, o de incidentes parecidos. La libertad de imprenta no ha hecho sino empeorar las cosas, con tanto panfleto suelto, liberales y antirreformistas tirándose los trastos a la cabeza, y los periódicos azuzando a unos contra otros.

- El pueblo necesita instrucción -interviene Lolita Palma-. Sin ella no hay patriotismo.

La mira largamente doña Concha, como suele. Con una mezcla singular de afecto y desaprobación al oírla hablar de esas cosas. Lolita sabe que, pese al transcurrir del tiempo y a la realidad de cada día, su madrina no acepta la idea de que siga soltera. Una lástima, suele comentar a sus amigas. Esta chica, a su edad. Y nada fea que era. Ni es. Con esa cabeza estupenda y esa sensatez con que lleva su casa, el negocio y lo demás. Y ahí sigue. Se queda para vestir santos, la pobrecilla.

- A veces hablas como esos botarates del café de Apolo, hija mía… Lo que el pueblo necesita es que se le dé de comer, y que le metan en el cuerpo el temor de Dios y el respeto a su rey legítimo.

Sonríe Lolita con extrema dulzura.

- Hay otras cosas, madrina.

Doña Concha ha dejado la almohadilla de los bolillos a un lado y se abanica repetidamente, como si la conversación y el calor del brasero hubiesen acabado por sofocarla.

- Puede -concede-. Pero de ésas, ninguna es decente.

Las astillas de pino que arden a un lado de la gallera despiden un humo resinoso y sucio que irrita los ojos. Sus llamas iluminan mal el recinto y hacen relucir en tonos rojizos la piel grasienta de los hombres agrupados en torno al redondel de arena donde combaten dos gallos: plumas cortadas hasta los cañones tallados a bisel, espolones armados con puntas de acero, picos manchados de sangre. Gritan los hombres de júbilo o despecho a cada acometida y picotazo, apostando dinero en los lances, según el vaivén de la lucha.

- Apueste al negro, mi capitán -aconseja el teniente Bertoldi-. No podemos perder.

Con la espalda apoyada en la empalizada que rodea el palenque, Simón Desfosseux observa la escena, fascinado por la violencia que despliegan los dos animales enfrentados, uno de color bermejo y otro negro con collar de plumas blancas, erizadas por el combate. Los jalean una veintena de soldados franceses y algunos españoles de las milicias josefinas. Más allá del cercado de tablas, desprovisto de techo, se extienden el cielo estrellado y la cúpula sombría, fortificada, de la antigua ermita de Santa Ana.

- El negro, el negro -insiste Bertoldi.

Desfosseux no está seguro de que sea buen negocio. Hay algo en la expresión impasible del propietario del gallo bermejo que le aconseja ser prudente. Es un español magro y canoso, agitanado, de piel oscura y mirada inescrutable, puesto en cuclillas a un lado del redondel. Demasiado indiferente, para su gusto. O el gallo y el dinero de las apuestas le importan poco, o tiene trucos en la manga. El capitán francés no es experto en peleas de gallos; pero en España ha visto algunas, y sabe que un animal sangrante y debilitado puede rehacerse de pronto, y en un picotazo certero poner patas arriba a su adversario. Algunos, incluso, están entrenados para eso. Para que se finjan acorralados y a punto de expirar hasta que las apuestas suban a favor del otro, y entonces atacar a muerte.

Aúllan de gozo los espectadores cuando el bermejo retrocede ante un ataque feroz de su enemigo. Maurizio Bertoldi se dispone a abrirse paso a fin de añadir unos francos más a su apuesta, pero Desfosseux lo retiene por un brazo.

- Apueste al bermejo -dice.

El italiano mira desconcertado el napoleón de oro que su superior acaba de ponerle en la mano. Insiste Desfosseux, muy grave y seguro.

- Hágame caso.

Bertoldi asiente tras un titubeo. Decidiéndose, añade media onza suya al napoleón y lo entrega todo al encargado del palenque.

- Espero no arrepentirme -suspira al regresar.

Desfosseux no responde. Tampoco sigue ahora los pormenores de la pelea. Atraen su atención tres hombres entre la gente. Han visto el relucir de las monedas y la bolsa de piel que el capitán guarda en un bolsillo del capote, y lo observan con fijeza poco tranquilizadora. Los tres son españoles. Uno viste ropa de paisano, alpargatas y una manta rayada puesta sobre los hombros, y los otros usan las casacas de paño pardo ribeteadas de rojo, los calzones y las polainas de las milicias rurales que operan como auxiliares del ejército francés. A menudo se trata de gente de mala índole, mercenaria y poco fiable: antiguos guerrilleros, maleantes o contrabandistas -las diferencias nunca están claras en España- que han prestado juramento al rey José y ahora persiguen a sus antiguos camaradas, con derecho a un tercio de lo aprehendido a enemigos y delincuentes, sean reales o inventados. Y así, impunes, crueles, tornadizos, proclives a infligir toda suerte de abusos y vejaciones a sus compatriotas, los tales milicianos resultan a veces más peligrosos que los propios rebeldes, a los que emulan en estragos hechos en caminos, campos y cortijos, robando y saqueando a la población que dicen proteger.

Mirando los tres rostros serios y sombríos, el capitán Desfosseux reflexiona una vez más sobre los dos rasgos que considera propios de los españoles: desorden y crueldad. A diferencia de los soldados ingleses y su bravura continua, despiadada e inteligente, o de los franceses, siempre resueltos en el combate pese a estar lejos de su tierra y pelear, a menudo, sólo por el honor de la bandera, los españoles le siguen pareciendo un misterio hecho de paradojas: coraje contradictorio, cobardía resignada, tenacidad inconstante. Durante la Revolución y las campañas de Italia, los franceses, mal armados, mal vestidos y sin instrucción militar, se convirtieron rápidamente en veteranos celosos de la gloria de su patria. Mientras que los españoles, como si estuvieran atávicamente acostumbrados al desastre y a la desconfianza en quienes los mandan, flaquean al primer choque y se derrumban como ejército organizado desde el principio de cada batalla; y sin embargo, pese a ello, son capaces de morir con orgullo, sin un lamento y sin pedir cuartel, lo mismo en pequeños grupos o combates individuales que en los grandes asedios, defendiéndose con pasmosa ferocidad. Mostrando después de cada derrota una extraordinaria perseverancia y facilidad para reorganizarse y volver a pelear, siempre resignados y vengativos, sin manifestar nunca humillación ni desánimo. Como si combatir, ser destrozados, huir y reagruparse para combatir y ser destrozados de nuevo, fuese lo más natural del mundo. El general No Importa, llaman ellos mismos a eso. Y los hace temibles. Es el único que no desmaya nunca.

En cuanto a la crueldad española, Simón Desfosseux conoce demasiados ejemplos. La pelea de gallos parece un símbolo apropiado, pues la indiferencia con que estas gentes taciturnas aceptan su destino descarta la piedad hacia quienes caen en sus manos. Ni en Egipto tuvieron los franceses que soportar más angustias, horrores y privaciones que en España, y esto acaba empujándolos a toda clase de excesos. Rodeados de enemigos invisibles, siempre el dedo en el gatillo y mirando por encima del hombro, saben su vida en peligro constante. En esta tierra estéril, quebrada, de malos caminos, los soldados imperiales deben realizar, cargados como acémilas y bajo el sol, el frío, el viento o la lluvia, marchas que horrorizarían a caminantes libres de todo peso. Y a cada momento, al comienzo, durante la marcha o al final de ésta, en el lugar donde se esperaba descanso, menudean los encuentros con el enemigo: no batallas en campo abierto, que tras librarse permitirían al superviviente descansar junto al fuego del vivac, sino la emboscada insidiosa, el degüello, la tortura y el asesinato. Dos sucesos recientemente conocidos por Desfosseux confirman el cariz siniestro de la guerra de España. Un sargento y un soldado del 95.° de línea, capturados en la venta de Marotera, aparecieron hace una semana puestos entre dos tablas y aserrados por la mitad. Y hace cuatro días, en Rota, un vecino y su hijo entregaron a las autoridades el caballo y el equipo de un soldado del 2.° de dragones al que alojaban, asegurando que había desertado. Al fin se descubrió al dragón, degollado y oculto en un pozo. Había intentado violentar a la hija del dueño de la casa, confesó éste. Padre e hijo fueron ahorcados después de cortárseles las manos y los pies, y saqueada la casa.

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