Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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- ¡Nostramo!

- ¡Mande, capitán!

- ¡Dígales por la bocina que toda la gente vaya a proa!… ¡Y que si tiran algo más al agua, aunque sea un escupitajo, largamos otra andanada!

Mientras Brasero obedece la orden, escupitajo incluido, el capitán de la Culebra se asoma por la borda para comprobar cómo va la puesta en el agua de la chalupa. El trozo de presa ya está a bordo, y los hombres arman los remos en los escálamos mientras Maraña se descuelga por el costado. Pepe Lobo mira luego en dirección a la costa marroquí, invisible en la distancia pese a que el día es claro, con el horizonte limpio. Una vez marinado el chambequín tiene intención de acercarse un poco a tierra y echar un vistazo por si todavía cayese algo más -éstas son buenas aguas para la caza-, antes de cambiar el rumbo y escoltar la presa.

- ¡Cubierta!… ¡Vela por el través de estribor!

Mira arriba el corsario, contrariado. En la cofa, el vigía señala hacia el norte.

- ¿Qué barco?

- ¡Dos palos, parece! ¡Velas cuadras, grandes, con todo arriba!

Tras colgarse el catalejo del hombro, Lobo recorre inquieto media cubierta, bajo la botavara que oscila con la gran vela mayor parcialmente aferrada. Después, encaramándose a la regala, trepa un poco por los flechastes, extiende el catalejo y mira por él, procurando adaptar el pulso y la vista al movimiento que la marejada impone a la lente.

- ¡Es un bergantín! -advierte el vigía, sobre su cabeza.

El grito llega sólo un segundo antes de que Pepe Lobo identifique el aparejo de la embarcación que se aproxima con rapidez gracias al levante fresco que tensa su lona. Y es un bergantín, desde luego. Navega con foques, gavias, juanetes y sobrejuanetes, está a unas cinco millas y lleva buen andar, acercándose con el viento por la aleta de babor. Todavía resulta imposible distinguir su bandera, si es que la lleva izada; pero no hace falta. Lobo cierra los ojos, masculla una maldición, los abre de nuevo y mira otra vez por el catalejo. Cree reconocer al intruso. También le cuesta creer en su mala suerte, pero el mar hace esta clase de jugadas. A veces se gana y a veces se pierde. La Culebra acaba de perder.

- ¡Que vuelva el trozo de abordaje!… ¡Gente a la maniobra!

Grita las órdenes mientras se desliza abajo por un obenque, y apenas pone los pies en cubierta se dirige a popa sin prestar atención a los hombres que lo miran perplejos, o se detienen un momento en la borda para escudriñar el horizonte. De camino se cruza con Maraña, que ha regresado y lo interroga con una ojeada. Lobo se limita a señalar el norte con un movimiento del mentón, y a su teniente le basta un instante para comprender.

- ¿El bergantín de Barbate?

- Puede.

Maraña se lo queda mirando, inexpresivo. Después se inclina por la borda sobre la chalupa; cuyos tripulantes, las manos en los remos, se aguantan con un bichero en los cadenotes y levantan los rostros inquisitivos, sin saber qué ocurre.

- ¡Todos a bordo! ¡Sacadla del agua!

Podría tratarse también de un inglés, se dice Pepe Lobo, aunque no tiene noticia reciente de ninguno a esta parte del Estrecho. En todo caso, no está dispuesto a correr riesgos. La balandra corsaria es rápida; pero el francés, si de él se trata, lo es mucho más. Sobre todo con viento del través y a un largo, como será el caso si les pretende dar caza. También tiene mayor potencia de fuego: sus doce cañones de 6 libras superan en cuatro a la Culebra. Y lleva más tripulantes.

- ¡Cubierta! -grita el vigía-. ¡Es el bergantín francés!

Lobo no se lo hace repetir.

- ¡Larga mayor y larga todo a proa, amurado a babor!

La chalupa ya está a bordo, chorreando agua. Los del trozo de abordaje han dejado las armas y la estiban en sus calzos a popa del palo, bajo la botavara, mientras Maraña da órdenes a proa y el contramaestre Brasero empuja a sus puestos a los remolones. Un murmullo de decepción recorre el barco. Desconcertados al principio, conscientes al fin del peligro que se cierne sobre ellos, los hombres corren a largar las candalizas de la vela mayor, que se extiende con un sonoro batir de lona libre mientras, a proa, el foque grande y la trinqueta suben por los estays con las escotas sueltas, dando zapatazos.

- ¡Caza la mayor!… ¡Caza todo a proa!

Tiran los hombres de las escotas por estribor, y la balandra escora varias tracas hacia esa banda cuando el viento embolsa y tensa las velas. Pepe Lobo, que se ha quedado junto al timón, mueve él mismo la caña hasta situar la marca del compás que hay sobre el tambucho en sudoeste cuarta al oeste, y le repite el rumbo al Escocés, el primer timonel dejando la barra en sus manos. De un vistazo comprueba que las velas reciben bien el viento y que la balandra, impulsada como un purasangre por la lona que se despliega en torno a su único palo, responde hendiendo el mar mientras gana velocidad y la gente termina de cazar y amarrar escotas.

- Ahí se queda un dineral -masculla el timonel.

Dirige -como su capitán y como todos a bordo- miradas de frustración a la presa abandonada. El rumbo lleva a la Culebra a pasar a tiro de pistola del otro barco; distancia suficiente para que los corsarios puedan apreciar primero el estupor y luego la alegría de sus tripulantes, que al comprender lo que ocurre dedican a los fugitivos gritos burlones, ademanes obscenos y cortes de mangas. Y con un pellizco de amargura, mientras se alejan del chambequín, Pepe Lobo tiene una última visión del capitán enemigo agitando irónicamente su sombrero en el aire, al tiempo que en el pico de mesana se despliega de nuevo la bandera francesa.

- No se puede ganar siempre -comenta Ricardo Maraña, que ha regresado a popa y se recuesta en la regala de barlovento con su flema habitual, los pulgares en el cinto donde todavía lleva el sable y las dos pistolas.

Pepe Lobo no responde. Tiene los ojos entornados para protegerlos del sol y observa atento la superficie del mar y la grímpola que, en el tope del palo, indica la dirección del viento aparente. El corsario se halla absorto en cálculos de rumbo, viento y velocidad, trazando en su cabeza, con la misma claridad que si lo hiciera sobre una carta náutica, el zigzag de rectas, ángulos y millas que se propone recorrer en las próximas horas, a fin de poner la mayor cantidad posible de agua entre la balandra y el bergantín que, sin duda, apenas identifique la presa liberada y asegure la recompensa, continuará la caza. Si es, como parece, el que los franceses tienen entre Barbate y la broa del Guadalquivir, se trata de una embarcación rápida de ochenta pies de eslora y doscientas cincuenta toneladas. Eso supone diez y tal vez once nudos de velocidad con viento fresco a un largo o por la aleta; andar superior al de la balandra, que con el mismo rumbo y viento no pasa de los siete u ocho nudos. La única ventaja de ésta es que navega mejor de bolina: su gran vela áurica permite, llegado el caso, ceñir más el viento de lo que es capaz el bergantín con sus velas cuadras, y superarlo así en velocidad. Al menos, un par de nudos.

- Se mantendrá el levante -suspira Ricardo Maraña observando el cielo-. Hasta mañana, por lo menos… Es la parte positiva.

- Alguna tenía que haber, maldita sea mi sangre.

Tras el desahogo entre dientes -Maraña ha sonreído un poco al oírlo, sin más comentarios-, Pepe Lobo saca el reloj del bolsillo del chaleco. Sabe que su teniente está pensando lo mismo que él. Quedan menos de cinco horas de luz. La idea es huir hasta el anochecer con rumbo sudoeste, adentrándose en el Atlántico para dar más tarde un bordo al noroeste ciñendo el viento y despistar al bergantín en la oscuridad. En teoría. De cualquier modo, el arte del asunto consiste en mantenerse lejos hasta ese momento.

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