Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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- ¿También sabe dónde van a caer? ¿O lo imagina?

- No lo sé. Puede.

Demasiado bueno para ser verdad, piensa el comisario. Un tiro a ciegas, con pistola ajena. Humo, seguramente. Sin duda el profesor Barrull soltaría una carcajada antes de irse de allí a grandes zancadas, muerto de risa. Conjeturas de ajedrez, comisario. Como de costumbre, construyendo en el aire. Demasiado cogido con alfileres, todo esto.

- Dime su nombre, camarada.

Lo ha sugerido con suavidad casual, como si realmente un nombre fuese lo de menos. Los ojos oscuros del prisionero están fijos en los suyos. Al cabo se apartan, indecisos de nuevo.

- Mira, Mulato… Has dicho que utiliza palomas mensajeras. Me basta con averiguar quiénes tienen palomares, y eso lo resuelvo en dos días. Pero si tengo que apañarme sin tu ayuda, no te deberé nada…

Traga el otro saliva, dos veces. O lo intenta. Quizá porque se trata de una saliva inexistente. Tizón ordena que le traigan agua y uno de los esbirros va a buscarla.

- ¿Y qué diferencia hay? -pregunta el Mulato, al fin.

- Muy poca. Sólo que yo te deba un favor, o que no te lo deba.

El otro lo piensa, tomándose de nuevo su tiempo. Aparta un momento los ojos del comisario para mirar al esbirro que regresa con una jarra de agua. Después ladea la cara, tuerce la boca como antes, y esta vez Tizón ve aflorar la sonrisa que antes no llegó a cuajar del todo. Parece que el Mulato estuviera apreciando, en sus adentros, una broma desesperada y secreta, especialmente divertida.

- Se llama Fumagal… Vive en la calle de las Escuelas.

Una libra de jabón blanco, dos de verde, otras dos de jabón mineral y seis onzas de aceite de romero. Mientras Frasquito Sanlúcar envuelve el pedido en papel de estraza y dispone el aceite aromático en una botellita, Gregorio Fumagal aspira con agrado los olores de la tienda. Huele intenso a jabones, esencias y pomadas, y entre las cajas de productos vulgares alternan los colores agradables de los artículos finos, protegidos en tarros de cristal. En la pared, el barómetro largo y estrecho señala tiempo variable.

- Este verde no llevará sal de cobre, ¿verdad?

La cara pecosa del jabonero se arruga en una mueca ofendida, bajo el pelo ralo de color zanahoria.

- Ni gota, don Gregorio. No se preocupe. Trata usted con una casa seria… Está hecho con extracto de acacia, que le da este color tan bonito. Es un artículo de mucha salida, y a las señoras les encanta.

- Imagino que, con tanta gente en Cádiz, el negocio seguirá de perlas.

Responde el otro que él no se queja. La verdad es que, mientras sigan ahí afuera los gabachos, añade, no parece que vaya a faltar clientela. Es como si la gente cuidara más su aspecto. Hasta las pomadas para caballeros se las quitan de las manos: clavel, violeta, heliotropo. Huela ésta, hágame el favor. Finísima, ¿verdad? Por no hablar de los jabones de señora y las aguas de tocador. Insuperables.

- Ya veo. No le falta de nada.

- ¿Cómo va a faltar?… Con los ingleses aliados nuestros, llegan géneros de todas partes. Mire esta raíz de ancusa para teñir jabón: antes la traían de Montpellier, y ahora de Turquía. Y más barata.

- ¿Sigue viniendo mucho mujerío?

- Uf. No se hace idea. De todas clases. Lo mismo vecinas de barrio que señoras de mucho rimpimpín. Y emigradas con posibles, a montones.

- Parece mentira, en estos tiempos.

- Pues lo he pensado mucho, y a lo mejor es por eso. Se diría que la gente tiene más ganas de vivir, de relacionarse y tener buen aspecto… Yo, como digo, no me quejo. También es verdad que vigilo el negocio. Los productos de tocador no sólo deben gustar al olfato y ser agradables al tacto, sino tener buena vista. Eso lo cuido.

Frasquito Sanlúcar termina el paquete, lo pasa a Fumagal por encima del mostrador y se sacude las manos en el guardapolvo gris. Son diecinueve reales, dice. Mientras el taxidermista abre el bolsillo y saca dos duros de plata, el jabonero lleva con los nudillos, sobre la madera del mostrador, el compás de una alegría. Tirititrán, tran, tran, hace. El golpeteo se interrumpe al escucharse un estampido lejano, apagado. Apenas audible. Los dos miran hacia la puerta, frente a la que pasan transeúntes que no se inmutan. Ésa cayó al otro lado de la ciudad, deduce Fumagal mientras el jabonero le devuelve el cambio y reanuda el compás, tirititrán, tran, tran, con los nudillos en el mostrador. No es raro que aquí vivan despreocupados de la artillería francesa. El barrio del Mentidero permanece fuera del alcance de lo que viene desde la Cabezuela. Y según los cálculos del taxidermista, seguirá así durante un tiempo. Demasiado, lamentablemente.

- Tenga cuidado, don Gregorio. Aunque los gabachos tiran al buen tuntún, nunca se sabe… ¿Qué tal su barrio?

- Alguna cae. Pero, como dice, al tuntún.

Tirititrán, tran, tran. Sale Fumagal a la calle con su paquete bajo el brazo. Es temprano, y el sol todavía deja el lugar en sombra. El relente escarcha el empedrado del suelo, las barandillas, las rejas y las macetas. A pesar del estampido que acaba de oírse, la guerra parece tan lejana como de costumbre. Pasa hacia el Carmen y la Alameda un aceitunero con el borriquillo cargado de tinajuelas, voceando que las lleva verdes, negras y gordales. Se le cruza un aguador con su tonelete a la espalda. En el balcón de un primer piso, una sirvienta joven, desnudos los brazos, sacude una estera de esparto, observada desde la esquina por un hombre alto que fuma apoyado en la pared.

Avanza el taxidermista por la calle del Óleo en dirección al centro de la ciudad, ocupado en sus pensamientos. Que en los últimos días no son tranquilizadores. Cuando pasa junto a una carbonería, se aparta de la acera para esquivar a la gente que hace cola para comprar picón: el invierno está en puertas, la humedad es cada vez mayor, y bajo los faldones de las mesas camilla empiezan a encenderse los braseros. Al desviarse a un lado, Fumagal echa una mirada a su espalda y comprueba que el hombre que fumaba en la esquina camina detrás de él. Puede tratarse de una coincidencia, y lo más probable es que lo sea; pero la sensación de peligro se acentúa, desazonadora.

Desde que la guerra llegó a la ciudad y él inició sus relaciones con el campo francés, la incertidumbre ha sido una constante natural, tolerable; pero en los últimos tiempos, sobre todo tras la última conversación con el Mulato en la plaza San Juan de Dios, el desasosiego es continuo. Gregorio Fumagal ya no recibe instrucciones ni noticias. Ahora trabaja a ciegas, sin saber si los mensajes que envía son útiles; sin orientación ni otro vínculo que las palomas que suelta en dirección al Trocadero, y cuya provisión disminuye en el palomar sin que él sepa cómo reponerla. Cuando eche a volar la última mensajera, el lazo inseguro que todavía lo une con el otro lado quedará roto. Su soledad, entonces, será absoluta.

En la plazuela que hay al final de la calle del Jardinillo, Fumagal se detiene con aire casual ante los cajones de una mercería y dirige otro vistazo atrás. El hombre alto pasa por su lado y sigue de largo mientras el taxidermista lo estudia de reojo: cierto desaliño, levita parda de mal corte y sombrero redondo, abollado. Podría ser un policía, pero también uno de los centenares de emigrados sin ocupación que pasean emboscados y a salvo, con un pasavante en el bolsillo que los libra de ser alistados para la guerra.

Lo peor es la imaginación, concluye caminando de nuevo, y el miedo que extiende por el organismo como un tumor maligno. Es momento de contrastar física y experiencia: la física dice a Fumagal que no sabe si realmente lo siguen, mientras que la experiencia afirma que se dan las circunstancias adecuadas para que eso ocurra. Interrogada la razón, todo resulta más que probable. Pero la conclusión no es dramática; hay una sombra de alivio en la eventualidad. Caer no es tan grave, después de todo. El taxidermista está convencido de que el destino de cada hombre depende de causas imperceptibles en el marco de reglas generales. Todo tiene que acabar alguna vez, incluso la vida. Como los animales, las plantas y los minerales, un día devolverá al almacén universal los elementos que le prestó. Ocurre a diario, y él mismo contribuye a ello. A ejecutar el efecto de la regla.

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