Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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- Tienen derecho -termina el joven, mostrando en alto el cartel-. Porque nuestro comercio pagará, como lo paga ya, el precio insoportable de las claudicaciones en América.

Sus palabras arrancan aplausos en la galería y entre algunos invitados. También Lolita siente deseos de aplaudir, aunque se contiene, felicitándose por su prudencia cuando el presidente, agitando la campanilla, llama al orden y amenaza con desalojar las galerías.

- Mira la cara de sir Henry -susurra Miguel Sánchez Guinea.

Lolita observa al embajador inglés. Wellesley está inmóvil en su asiento, hundidas las patillas en el cuello de la casaca de terciopelo verde, inclinada la cabeza hacia el intérprete que le traduce en voz baja las expresiones que no comprende bien. Tiene avinagrado el rostro, como suele; aunque esta vez con razón, supone ella. No es plato de gusto verse cuestionar por los aliados, a cuya rama conservadora, opuesta a las reformas políticas y a la idea de la regeneración patriótica, dedica bajo cuerda todo su esfuerzo y el oro de su gobierno. El boicot de Londres a cualquier iniciativa de las Cortes que refuerce la soberanía nacional en España, su influencia exterior o el control de la insurrección americana, roza con frecuencia el descaro.

- No los ha podido comprar a todos.

Intervienen ahora algunos diputados americanos, y entre ellos Jorge Fernández Cuchillero. Lolita, que nunca había visto a su amigo intervenir en público, sigue con interés la exposición. Defiende éste con elocuencia la urgencia de variar el sistema comercial de las Américas ante una triple necesidad: contentar a los aliados británicos, satisfacer a quienes reclaman reformas urgentes en ultramar, y reforzar con argumentos a los que, leales a España, se oponen allí a la insurgencia independentista. Por eso es necesario, añade, revocar algunas leyes de Indias incompatibles con las libertades que los tiempos reclaman.

- Si estas Cortes -añade el rioplatense- proclaman el principio de igualdad entre españoles europeos y americanos, algo resulta evidente: a los europeos se les permite el libre comercio con Inglaterra, y por la misma razón debe permitírsenos a los americanos… No se trata, señorías, sino de respaldar con leyes lo que allí es práctica diaria y clandestina.

Toma la palabra para apoyar a su compañero otro diputado americano, el representante del virreinato de Nueva Granada José Mexía Lequerica -bien parecido, ilustrado y perspicaz, etiqueta de masón-, quien traza un sombrío panorama de cómo la intransigencia de la metrópoli frente a los intereses criollos alienta el estado de guerra que se vive en su tierra, como en el Río de la Plata, Venezuela y México, donde la captura del cura rebelde Hidalgo -de un día para otro se espera en Cádiz la noticia de su ejecución- no garantiza, a su juicio, el fin de los disturbios. Ni mucho menos.

- El remedio para impedir o aplazar que se deshaga el lazo -concluye- está en aflojar la cuerda, y no en tirar de ella hasta que se rompa.

- Y nosotros, a pudrirnos -murmura irritado Miguel Sánchez Guinea.

Se abanica Lolita Palma, interesadísima, sin perder una palabra del debate. Encuentra natural que Fernández Cuchillero, Mexía Lequerica y los otros americanos barran para casa. Y también que los diputados reaccionarios o tibios en materia de soberanía nacional apoyen sin condiciones a los ingleses, a quienes consideran garantía de la autoridad real y la religión frente a desvaríos revolucionarios. Pero sabe también que, desde el punto de vista gaditano, Miguel Sánchez Guinea tiene razón: la igualdad comercial traerá la ruina a los puertos españoles de la Península. Reflexiona sobre eso mientras escucha a otro diputado, el aragonés Mafias, que interviene para preguntar si tales propuestas incluyen acceso libre de los ingleses al comercio americano y filipino, recordando de paso la competencia que las sedas chinas pueden hacer a las valencianas, pese a ser éstas de mejor calidad. Pide la palabra Fernández Cuchillero, e insiste con mucho desparpajo en que ingleses y norteamericanos ya están allí, negociando clandestinamente, desde hace mucho.

- Sólo se trata -resume- de convertir el contrabando existente en actividad legal. De normalizar lo inevitable.

Apoyan al rioplatense, en sucesivas intervenciones, más diputados americanos y el conservador catalán Capmany, a quien se considera portavoz oficioso en las Cortes del embajador inglés. Interviene otro diputado para sugerir que podría autorizarse a Inglaterra a comerciar en América sólo durante un período de tiempo limitado, y responde Mañas, mirando con intención hacia la tribuna de los diplomáticos, que las palabras tiempo limitado son desconocidas por los ingleses. Ahí está Gibraltar, sin ir más lejos. O el recuerdo de Menorca.

- Nuestro comercio -afirma, rotundo-, nuestra industria, nuestra marina, nunca se repondrán si se permite a los extranjeros conducir géneros en buques propios a nuestros dominios de América y Asia… Cada cesión en ese aspecto es un clavo en el ataúd de los puertos españoles… Recuerden lo que digo, señorías: ciudades como Cádiz quedarán borradas del mapa.

Entre aplausos -esta vez Lolita Palma no puede evitar sumarse a ellos- añade Mañas que hay cartas de Montevideo probando que Inglaterra presta apoyo a los insurgentes de Buenos Aires -al oír eso, el embajador Wellesley se remueve incómodo en su asiento-, que en Veracruz exigen los ingleses un embarque de cinco millones de pesos fuertes en plata mejicana, y que, con guerra contra Napoleón o sin ella, el gobierno británico nunca dejará de alentar el desmembramiento de las provincias ultramarinas, cuyos mercados está resuelto a controlar. Al fin, entre murmullos de «sí, sí» y «no, no», concluye el aragonés su intervención calificando el asunto de chantaje intolerable, palabra que despierta un clamor en los bancos de los diputados y entre el público, y que roza el escándalo cuando el embajador inglés, con ademán arrogante, se levanta muy seco y se va. A todo pone término a campanillazos el señor presidente, que suspende la sesión para un descanso, advirtiendo que se reanudará a puerta cerrada. Salen público y diputados con vivo rumor de conversaciones, y los guardias cierran las puertas.

En la calle, entre los corros que comentan acaloradamente las incidencias del debate, Lolita y los Sánchez Guinea se acercan a Fernández Cuchillero, que está en compañía del quiteño Mexía Lequerica y otros diputados americanos. Discuten todos a favor y en contra de lo expuesto.

- Su nuevo sistema sería nuestra ruina, señor -le espeta al rioplatense un hosco Miguel Sánchez Guinea-. Si nuestros compatriotas americanos acuden directamente a los puertos extranjeros, los comerciantes españoles no podremos competir con sus precios. ¿No se da cuenta?… Eso nos obligaría a un rodeo ruinoso, con más riesgos y gastos… Lo que usted y sus compañeros proponen es el golpe de gracia para nuestro comercio, el final de la poca marina que nos queda, la ruina definitiva de una España en guerra, sin industria y sin agricultura.

Niega enérgico Fernández Cuchillero. A Lolita Palma le cuesta hoy reconocer al joven amable, casi tímido, de las tertulias en casa. El asunto le confiere un digno aplomo. Una gravedad desusada. Firme.

- No soy yo quien lo propone -responde-. Hablan ustedes con alguien que, pese a su lugar de nacimiento, es leal a la corona de España. No apruebo la rebeldía de la Junta de Buenos Aires, como saben… Pero son los tiempos y la Historia quienes lo determinan así. La América española tiene necesidades, pero se ve impotente para satisfacerlas. Los criollos exigen su legítimo y libre beneficio, y los pobres salir de la miseria. Pero nos tienen maniatados por un sistema peninsular que ya nada resuelve.

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