Arturo Pérez-Reverte - El Asedio
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- ¿Y cree usted que me quedaré?
Chasquea el otro la lengua de nuevo, indiferente Está parado ante un tenderete donde hay, revueltos, pajarillas habanas, jabones de afeitar, fósforos de lumbre, espejos de bolsillo y otras baratijas.
- Lo que haga no es cosa mía, señor. Cada uno tiene sus deseos. El mío es salir de aquí antes de verme con un collar de hierro al cuello.
- Sin palomas no puedo comunicar. Cualquier alternativa es lenta y peligrosa.
- Veré de arreglarlo. Por ese lado no creo que haya dificultad.
- ¿Cuándo piensa irse?
- En cuanto pueda. Dejando atrás la plaza, los dos hombres se detienen en la esquina de la calle Sopranis, bajo la torre de la Misericordia. En la puerta del Ayuntamiento, un centinela de la milicia urbana con la bayoneta calada en el fusil, sombrero redondo y polainas blancas, se apoya en una de las columnas de los arcos, el aire poco marcial, conversando con dos mujeres jóvenes.
- Bien -dice el Mulato-. Esto es una despedida.
Observa con insólita atención al taxidermista, y a éste no le resulta difícil averiguar lo que piensa. Cuestión de ideas, supone. De lealtades, vaya usted a saber a qué. Desde el punto de vista del Mulato, práctico y mercenario, no hay dinero que pague eso.
- Si fuera usted, me iría sin dudarlo -añade súbitamente el contrabandista-. Cádiz se vuelve peligrosa. Y ya sabe el refrán: tanto va el cántaro a la fuente… El peor peligro no es que lo pillen a uno los militares, o la policía. Acuérdese del pobre carajote al que aviaron hace poco, dándole los tres agobios del pulpo antes de colgarlo por los pies.
El recuerdo, reciente, le seca la boca al taxidermista. Un infeliz forastero fue acusado a gritos en la calle de ser espía francés. Perseguido por la multitud, sin hallar donde refugiarse, fue muerto a palos y expuesto su cadáver delante de los Capuchinos. Ni siquiera llegó a saberse el nombre.
Calla ahora el Mulato. La media sonrisa que le tuerce la boca ya no es insolente, como suele. Más bien pensativa. O curiosa.
- Usted verá lo que hace. Pero si quiere mi opinión, lleva demasiado tiempo rifándosela.
- Dígales que seguiré aquí, de momento.
Por primera vez desde que se conocen, el otro mira a Fumagal con algo parecido al respeto.
- Bien -concluye-. Se trata de su pescuezo, señor.
Solemne, es la palabra. Tras la mesa presidencial, flanqueado por dos impasibles soldados de Guardias de Corps y sobre un sillón vacío, el joven Fernando VII preside la asamblea -con inquietante displicencia, es la impresión de Lolita Palma- desde el lienzo colgado bajo el dosel del oratorio de San Felipe Neri, entre columnas jónicas de escayola y cartón dorado. El altar mayor y los laterales están cubiertos con velos. En las dos tribunas situadas en el anfiteatro, rodeadas por bancos y sofás dispuestos en dos semicírculos, se suceden los diputados en sus intervenciones. Aunque alternan seda y paño, sotana e indumento seglar, vestuario a la moda y cortes de ropa supervivientes del tiempo viejo, predomina la sobriedad del negro y el gris, propios de la gente respetable que representa, en las Cortes constituyentes de Cádiz, a la España peninsular y ultramarina.
Es la primera vez que Lolita Palma asiste a una sesión. Vestido violeta muy oscuro, chal fino de Cachemira, sombrero inglés de tela con alas bajas a los lados de la cara, sujeto con una cinta bajo la barbilla. El abanico es chino, negro, con país de flores pintadas. No suele permitirse en el oratorio la entrada de señoras; pero hoy es un día excepcional, y viene, además, invitada por diputados amigos: el americano Fernández Cuchillero y Pepín Queipo de Llano, conde de Toreno. La conmueve la apasionada solemnidad con que discurre todo, el tono vivo de quienes intervienen y la gravedad con que el presidente dirige los debates. No sólo se refieren éstos al texto constitucional que prepara la asamblea, sino también a la guerra y otros asuntos de gobierno; pues las Cortes son -pretenden serlo- representación del rey ausente y cabeza de la nación. Se debate hoy sobre el libre comercio que la corona británica exige en los puertos de América. Por eso resolvió Lolita aceptar la invitación y curiosear un poco; el asunto toca de cerca. La acompañan, entre otros conocidos del mundo gaditano de los negocios, los Sánchez Guinea, padre e hijo. Todos ocupan asientos en la tribuna de invitados, frente a la del cuerpo diplomático donde están el embajador Wellesley, el ministro plenipotenciario de las Dos Sicilias, el embajador de Portugal y el arzobispo de Nicea, nuncio del papa. No hay demasiado público en las galerías superiores del oratorio, destinadas al pueblo llano: vacía la superior y ocupada la principal por una treintena de personas, en su mayor parte gente de aspecto bajo y desocupado, algún forastero y redactores de periódicos que, atentos, con moderna y rápida escritura taquigráfica, toman nota de cuanto se habla.
Una cosa es la lealtad debida a aliados de buena fe, y otra entregarse ciegamente a intereses comerciales ajenos, se está diciendo en la sala. El uso de la palabra lo tiene el diputado valenciano Lorenzo Villanueva -Miguel Sánchez Guinea le apunta a Lolita los nombres que ella desconoce-: clérigo de ideas reformistas moderadas, corto de vista y amable de maneras. El eclesiástico dice compartir la preocupación, ya expresada por su compañero el señor Argüelles, ante las libertades del contrabando, que, a cambio de ayudar a España en la guerra contra Napoleón, y bajo pretexto de colaborar en la pacificación de las provincias rebeldes de América, practica Inglaterra desde hace tiempo en los puertos de ese continente. Teme Villanueva que los pactos comerciales exigidos por Londres perjudiquen de modo irreparable los intereses españoles de ultramar. Etcétera.
Lolita, que escucha atenta, confirma que hay numerosos eclesiásticos en la asamblea; y que muchos de ellos, pese a su estado religioso, son partidarios de la soberanía nacional frente al absolutismo real. De cualquier modo, toda Cádiz sabe que, fuera de un reducido número de uno y otro signo -reformistas radicales a un lado y monárquicos intransigentes al otro-, la posición del grueso de los diputados es flexible: según los asuntos a debatir, entre ellos surgen posturas diversas y mezcladas, a veces, en notables paradojas ideológicas. En líneas generales, la mayor parte se muestra a favor de las reformas, pese a su filiación original católica y monárquica. Por otro lado, en el ambiente liberal que es propio de Cádiz, los partidarios de la nación soberana gozan de más simpatías que los defensores del poder absoluto del rey. Eso permite a los primeros -más brillantes, además, en cuestión de oratoria- imponer con facilidad sus puntos de vista, y pone a sus adversarios bajo fuerte presión de la opinión pública, en una ciudad radicalizada por la guerra, cuyas clases populares pueden convertirse, fuera de control, en elementos peligrosos.
Tal es la razón, también, de que ciertos asuntos delicados se debatan en sesiones secretas, sin público. Lolita está al corriente de que el problema de los ingleses y América es de los que se tratan a puerta cerrada. Eso suscita hablillas e inquietudes a las que hoy se pretende, muy políticamente, poner coto con una sesión abierta. Sin embargo, todo resulta más polémico de lo previsto. Acaba de tomar la palabra el conde de Toreno para mostrar un cartel expuesto en algunos muros de la ciudad, cuyo título es Ruina de las Am é ricas ocasionada por el comercio libre con los extranjeros. En él se critican las facilidades dadas a los negociantes y barcos ingleses y se ataca a los diputados americanos presentes en las Cortes, que piden apertura de todos los puertos y libre comercio. Pero las ciudades españolas que serían las principales perjudicadas deben hacerse oír, dice. Sus intereses son otros.
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