Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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Camina un buen trecho, balanceando el bastón. En una plazuela frente a la torre de la Merced hay un farolito de cartón y papel verde, y a su luz se pasea una mujer: lleva la cabeza descubierta y un mantoncillo sobre los hombros. Al pasar el policía por su lado se detiene, provocativa, con un movimiento para reacomodarse el mantón tras mostrar un momento el corpiño escotado y la cintura. La luz verde ilumina sus facciones. Es joven. Mucho. Dieciséis o diecisiete años. Tizón no la conoce; sin duda se trata de una chica que ha llegado a la ciudad entre el flujo de refugiados, empujada por el hambre y la guerra. Lo útil de ser mujer en tiempos como éstos, se dice cínico, es que siempre hay con qué comer.

- ¿Quiere pasar un buen rato, señor?

- ¿Tienes papeles?

Cambia la expresión de la muchacha: en el tono y las maneras intuye al policía. Con gesto fatigado mete una mano entre la ropa y saca una carta de seguridad con tampón oficial, mostrándola a la luz del farolito. Tizón ni la mira. La observa a ella: tez clara, más bien rubia, formas agradables. Cercos de cansancio bajo los ojos. Lo más probable es que él mismo, o uno de sus subordinados, haya sellado el documento, previa percepción de la tarifa adecuada o en pago de algún servicio de su alcahueta o su chulo. Vive, cobra y deja vivir, es la norma. La muchacha guarda el papel y mira a un lado de la calle esperando que el policía se quite de en medio. Éste la mira con calma. Parece todavía más joven, de cerca. Y frágil. Posiblemente no tenga más de quince años.

- ¿Dónde te ocupas?

Un gesto de resignación. Hastiado. La muchacha sigue mirando al extremo de la calle. Señala con desgana un portal próximo.

- Ahí.

- Vamos. Rogelio Tizón no paga a putas. Se acuesta con ellas cuando le parece. Gratis. Ese es uno de los privilegios de su posición en la ciudad: la impunidad oficial. A veces se deja caer por la mancebía de la viuda Madrazo -una casa elegante de la calle Cobos-, por la de doña Rosa o por la de una inglesa madura que tiene abierto local a espaldas del Mentidero. También hace incursiones esporádicas, según su humor, por lugares más sórdidos de la ciudad, Santa María y alguna calle oscura frente a la Puerta de la Caleta. El comisario no es, en absoluto, hombre gentil con esa clase de hembras. Ni con ninguna otra. Toda la carne de alquiler disponible en Cádiz sabe que Rogelio Tizón está lejos de contarse entre los que dejan buen sabor de boca. Cuantas mujeres tienen trato con él, sean putas o no, lo miran suspicaces cuando se cruza en su camino. Pero maldito lo que le importa. Las putas están para serlo, piensa. O para descubrir que lo son, las que no lo saben. También hay diversos modos de imponer respeto. El temor suele ser uno de ellos. A menudo, buen aliado de la eficacia.

Un cuarto sórdido, en planta baja. Una vieja enlutada en la puerta, que desaparece como un trasgo cuando reconoce -ella sí, en el acto- al policía. Un jergón, almohada y sábanas, una palangana con jarro de agua, un mal candelabro con una sola vela encendida. También un obsceno olor a lugar cerrado. A cuerpos desnudos que precedieron a esta visita.

- ¿Qué quiere que haga, señor?

Tizón está de pie, inmóvil, estudiándola. Sigue con el sombrero puesto y el bastón en la mano, fumando el chicote del cigarro que se consume entre sus dedos. Una vez más intenta comprender, sin conseguirlo. Su actitud recuerda la de un músico atento a captar una nota ajena y disonante, fuera de lugar. Un cazador mirando el paisaje donde intuye un aleteo cercano, o el agitarse de un matorral. Permanece así el comisario sin apartar los ojos de la joven. Intentando leer en ella claves y horrores a los que ni siquiera él mismo es capaz de asomarse. Apoyado una vez más, impotente, en el muro de misterio y de silencio.

Ella se quita la ropa, desenvuelta. Mecánica. Salta a la vista que su juventud extrema no está reñida con la práctica. Lazos del corpiño, saya, medias, camisa larga que se prolonga en lugar de las enaguas que no lleva. Permanece al fin inmóvil, desnuda a la luz de la vela que ilumina lateralmente su cuerpo menudo y bien formado, el volumen gemelo de los senos pequeños y blancos, la curva de una cadera y las piernas delgadas. Más frágil, todavía. Mira al policía cual si esperase instrucciones. Como si tanta pasividad y silencio la desconcertaran. Tizón advierte sospecha y alarma en sus ojos. Un tipo raro, válgame Dios, parecen concluir. Uno de ésos.

- Túmbate en la cama. Boca abajo.

Casi es audible el suspiro que ella emite. De imaginar, o saber, lo que le espera. Obediente, va hasta el jergón y se tumba encima, las piernas juntas y los brazos extendidos a uno y otro lado. Hundiendo la cara en la almohada. No es la primera vez que la hacen gritar, deduce Tizón. Y no de placer. Cuando tira la colilla del cigarro y se aproxima, observa que hay huellas violáceas, magulladuras en un muslo y una cadera. Algún cliente ardoroso, sin duda. O su rufián poniendo las cosas en su sitio.

« Sujeta con una correa de atar caballos, golpea con un l á tigo doble, con insultos que el diablo, y no los hombres, pone en su boca » Las palabras de Ayunte discurren con precisión siniestra por la mente del policía. Así es como ocurre, se dice, mirando el cuerpo desnudo de la muchacha. Así las tiene cuando las azota hasta descarnar los huesos, y las mata. Ha levantado el bastón, y con su contera recorre la espalda de la puta desde la nuca. Lo hace muy despacio, atento a cada pulgada de piel. Intentando comprender, salvando el abismo del horror, lo que mueve el pensamiento del hombre al que pretende dar caza.

- Abre las piernas.

Obedece la joven, estremeciéndose. El bastón sigue su lento recorrido. Hasta las nalgas. La madera transmite al puño de bronce la vibración cada vez más violenta que sacude el cuerpo de la muchacha. Ésta sigue con el rostro hundido en la almohada. Tiene crispadas las manos, que arrugan la sábana entre los dedos. Ahora tiembla de miedo.

- No, por favor -gime al fin suplicante, sofocada la voz-… ¡Por favor!…

Una extraña sacudida de horror alcanza a Tizón, erizándole la piel, y lo conmueve de la cabeza a los pies como si acabara de asomarse al borde de un abismo. Es algo semejante a recibir un golpe que lo aturdiese; una visión de negrura insondable, aterradora, que lo trastorna y hace retroceder, tambaleándose. Tropieza con la palangana y el jarro, y ruedan éstos por el suelo, salpicando agua con estrépito. El ruido lo vuelve en sí. Por un instante permanece inmóvil, el bastón en la mano, mirando con estupor el cuerpo desnudo a la luz de la vela. Al cabo, saca del bolsillo del chaleco un doblón de dos escudos -tiene los dedos más fríos que el oro de la moneda- y lo arroja sobre las sábanas, junto a la muchacha. Después, moviéndose casi con sigilo, da media vuelta, sale de la casa y se aleja despacio en la noche.

Columnas de humo negro se alzan desde el Trocadero hasta Puntales, circunvalando el saco de la bahía Hace treinta y dos horas que Simón Desfosseux apenas levanta la cabeza por encima de los parapetos, pues se combate en toda la línea. No se trata esta vez de bombarderos precisos sobre Cádiz o posiciones avanzadas como Puntales, la Carraca y el puente de Zuazo, sino de un duelo artillero de todos los calibres que enfrenta las baterías y baluartes españoles y franceses. Un furioso intercambio donde tanto recibe el que da como el que toma. Empezó ayer muy temprano, cuando, para rematar una semana de rumores adversos que incluyen un desembarco español en Algeciras y la actuación de partidas irregulares entre la costa y Ronda, las guerrillas cruzaron en varios puntos el caño grande de la isla de León, atacando las posiciones avanzadas francesas próximas a Chiclana. La acción, dirigida sobre todo a la venta del Olivar y la casa de la Soledad, fue apoyada por las lanchas cañoneras de Zurraque, Gallineras y Sancti Petri, que se internaron por los caños haciendo un fuego muy vivo. Corriose éste por la línea a medida que uno y otro lado tiraban de contrabatería sobre las posiciones enemigas, y acabó todo en bombardeo generalizado, incluso después del repliegue de los españoles; que, tras destrozar y matar cuanto pudieron, se llevaron consigo armamento y prisioneros, clavando cañones y volando depósitos de material y munición. Las guerrillas, según cuentan los batidores que van y vienen con órdenes a lo largo del frente, han vuelto a pasar el caño grande esta madrugada, atacando los parapetos avanzados de la salina de la Polvera y los molinos de Almansa y Montecorto; y allí combaten aún mientras toda la parte oriental de la bahía arde a cañonazos. Tan cruda es la situación que el propio capitán Desfosseux, siguiendo órdenes superiores, ha tenido que ocuparse de dirigir los fuegos de las baterías convencionales de la Cabezuela y Fuerte Luis hacia el castillo español de Puntales, que se encuentra a menos de mil toesas de distancia, en el espigón de arrecife que cierra la bahía en su parte más angosta, frente al Trocadero.

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