Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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Se insinúa en la penumbra el dorado de los libros y herbarios que contienen plantas secas. Al otro lado de la habitación, en la pared opuesta a la ventana que da a la calle, los helechos empañan con gotitas minúsculas los cristales del mirador cerrado que, a modo de invernadero, da al patio interior. Y sigue en silencio la ciudad, afuera. Ni siquiera el estampido más o menos lejano de una bomba francesa -los tiros desde el Trocadero se acercan cada vez más al barrio- rompe la calma cálida de la tarde. Hace cuatro días que los sitiadores no disparan; y sin bombas, la guerra parece de nuevo demasiado remota. Ajena, casi, al pulso cotidiano y pausado de la Cádiz de siempre. El último atisbo bélico se dio ayer por la mañana, cuando la gente subió a las terrazas y miradores con telescopios y catalejos para presenciar el combate de un bergantín francés y un falucho corsario de esa bandera, salidos de la ensenada de Rota, con un pequeño convoy de tartanas que venía de Algeciras escoltado por dos cañoneras españolas y una goleta inglesa. El azul del mar se llenó de humo y estampidos; y durante casi dos horas, con la brisa de poniente que movía despacio las velas en la distancia, la multitud pudo gozar del espectáculo, aplaudiendo o mostrando su desolación cuando las cosas pintaban mal para los aliados. También ella, acompañada por la mirada sagaz del viejo Santos -«La tartana de barlovento está perdida, doña Lolita; se la van a llevar como a una oveja del rebaño»-, siguió desde su torre vigía las evoluciones de los barcos, el estrépito distante y la humareda del cañoneo; hasta que los franceses, favorecidos por el poniente que sotaventaba a la goleta inglesa e impedía acercarse a una corbeta española que levó ancla del fondeadero, pudieron retirarse con dos presas tomadas bajo los cañones mismos del castillo de San Sebastián.

Tres semanas atrás, desde la misma torre, con el catalejo inglés apoyado en el portillo y sola en esa ocasión, había visto Lolita Palma abandonar la bahía a la Culebra, que empezaba nueva campaña. Ahora, en la penumbra del gabinete, recuerda muy bien el viento estenordeste que rizaba la pleamar hacia afuera mientras la balandra corsaria, pegada a las piedras de las Puercas y al bajo del Fraile para mantenerse lejos de las baterías francesas, navegaba primero a un largo y luego con viento de través, rodeando las murallas de la ciudad hasta el arrecife de San Sebastián. Y una vez allí, largando más lona -parecía llevar la escandalosa arriba y el tercer foque sobre el largo bauprés-, la vio poner proa al sur, alejándose en la distancia inmensa y azul: una mota blanca de velas diminutas empequeñeciéndose hasta desaparecer en la lente del catalejo. Algo después, la caída de la tarde con sus tonos violetas en el cielo remoto de levante había encontrado a Lolita todavía en la torre, contemplando el horizonte vacío. Inmóvil como lo está ahora en su gabinete. Absorta en la última imagen de la balandra alejándose, y sorprendida ella misma de seguir allí. Sólo recuerda haber estado así otra vez en su vida, mirando de ese modo el mar vacío: la tarde del 20 de octubre del año cinco, cuando los últimos navíos de la escuadra de Villeneuve y Gravina abandonaron el puerto tras una penosa, lentísima salida de infinitos bordos y falta de viento, mientras una multitud de padres, hijos, hermanos, esposas y parientes, agrupada en las terrazas, las torres y las murallas, permanecía silenciosa con los ojos fijos en el mar, incluso después de que se perdiera de vista la última vela de las que navegaban rumbo a la cita funesta del cabo Trafalgar.

Sigue recordando Lolita Palma, apoyada en la pared del gabinete. La torre vigía, el mar. El mismo latón forrado de cuero del catalejo entre sus dedos. El arañazo de una vaga ausencia, por completo inexplicable, y la desolación insólita de extraños presentimientos. Luego, al instante, molesta consigo misma, se pregunta qué tiene que ver todo eso con la Culebra. Y de golpe, como el destello de un disparo, la sonrisa cauta y reflexiva de Pepe Lobo la sacude hasta el sobresalto. Sus ojos de gato cauteloso estudiándola serenos, como pensamientos. Acostumbrados a mirar el mar, y también a las mujeres. Hay quien dice que no es usted un caballero, capitán Lobo. Eso fue lo que dijo ella, aquel día; y nunca olvidará la respuesta sencilla, tranquila, sin apartar la mirada. No lo soy. Ni pretendo serlo.

Lolita abre la boca como un pez que diese una boqueada, y aspira el aire tibio. Una, dos, tres veces. Introduciendo una mano por el escote húmedo de la bata hasta posarla sobre su pecho desnudo, reconoce el mismo latir en las venas de sus muñecas que aquel día, durante el encuentro en la plaza de San Francisco. La conversación sobre el árbol drago del abanico y las palabras propias, que en su memoria parecen pronunciadas por boca ajena. Por una desconocida. Tiene que contarme todo eso, capitán. Cualquier otro día. Quizás. Cuando regrese del mar. Lolita no olvida las manos morenas y fuertes, el mentón donde, pese al afeitado reciente, despuntaba ya de mañana la barba negra y cerrada. El pelo de apariencia dura, las patillas bajas, espesas y bien cortadas. Masculinas. La sonrisa como un trazo blanco en la piel atezada. Lo imagina de nuevo, ahora, en este preciso instante, de pie en la cubierta escorada de la balandra corsaria, revuelto el pelo por el viento, entornados los ojos bajo el resplandor del sol. Buscando presas en el horizonte.

Sigue la mujer junto a la ventana, escuchando el silencio de la ciudad. Incluso con la persiana baja, el aire cálido de afuera se filtra por las rendijas. Los días de levante fuerte han terminado, y Cádiz parece un navío adormecido en el agua tibia y quieta, recalmado en su propio mar de los Sargazos. Un barco fantasma donde Lolita Palma fuese única tripulación. O última superviviente. Así se siente ahora, en el silencio y el calor que la rodean, apoyada la espalda en la pared, pensando en Pepe Lobo. Tiene el cuerpo empapado, húmeda la piel de la nuca. Minúsculas gotas de sudor se deslizan por el arranque de sus muslos desnudos, bajo la seda.

La mole alta y maciza de la Puerta de Tierra se destaca en la noche, bajo espesa bóveda de estrellas. Siguiendo los muros encalados del convento de Santo Domingo, Rogelio Tizón tuerce a la izquierda. Un farol de aceite alumbra la esquina de la calle de la Goleta, cuyo ángulo interior está sumido en sombras. Cuando los pasos del policía resuenan en el lugar, un bulto asoma entre ellas.

- Buenas noches, señor comisario -dice la tía Perejil.

Tizón no responde al saludo. La partera acaba de abrir una puerta, mostrando la claridad de una candelilla encendida que arde al otro lado. Entra, seguida por Tizón, coge la candelilla e ilumina un corredor estrecho, de paredes desconchadas, que huele a humedad sucia y a pelo de gato. Pese al calor de la calle, la sensación es de frío. Como si el pasillo penetrase en otra estación del año.

- Mi comadre dice que hará lo que pueda.

- Eso espero.

La vieja descorre una cortina. Hay al otro lado un cuartucho cuyas paredes están cubiertas por mantas jerezanas de las que penden imágenes religiosas, estampas de santos, exvotos de cera y hojalata. Sobre un aparador de madera tallada, insólitamente elegante, hay un altarcito con una reproducción del Cristo de la Humildad y la Paciencia, metido en una urna de cristal e iluminado por mariposas de luz que flotan en un plato de aceite. El centro del cuarto está ocupado por una mesa camilla sobre la que hay una palmatoria de azófar, con una vela cuyo pábilo encendido traza luces y sombras en las facciones de la mujer que aguarda sentada, las manos sobre la mesa.

- Aquí la tiene, señor comisario. La Caracola.

Tizón no se quita el sombrero. Ocupa sin ceremonias una silla vacía frente a la mesa, el bastón entre las rodillas, mirando a la mujer. Ésta, a su vez, lo observa inmóvil. Inexpresiva. Tiene una edad indefinida entre los cuarenta y los sesenta años: pelo teñido en rojo cobrizo, rostro agitanado, piel tersa. Uno de los brazos que apoya en la mesa, desnudos y regordetes, está cubierto de pulseras de oro. Una docena larga, calcula el policía. Sobre el pecho luce un enorme crucifijo, un relicario y un escapulario con una Virgen bordada que no logra identificar.

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