Arturo Pérez-Reverte - El Asedio
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- ¡Cuidado! -grita Curro Panizo.
Ahora sí, confirma Mojarra. La lancha está justo enfrente del puesto, allí ajustan el tiro, y los balazos crepitan como granizo mientras el viento se lleva rápido en la orilla el humo blanco de los disparos. Menudean los ziaaang y los pluc, y a ellos se suma una sucesión de chasquidos aún más siniestros: impactos en la tablazón de la lancha. Un balazo levanta astillas en la regala, a tres palmos de Mojarra. Otros atraviesan la vela o pegan en el palo, encima de los cuerpos acurrucados de Panizo, Cárdenas y Currito. Pendiente de gobernar la embarcación e impedir que las rachas de viento la desvíen de la ruta segura, el salinero no puede hacer otra cosa que apretar los dientes, encogerse cuanto puede -los músculos de todo el cuerpo le duelen, contraídos a la espera de un balazo- y confiar en que ninguna de esas pesetas de plomo lleve su nombre escrito.
Clac, clac, clac, clac. Los tiros gabachos llegan ahora casi en descarga cerrada. Bien espesos. Mojarra se asoma un momento para comprobar la distancia a la margen derecha y la altura del agua, corrige un poco el rumbo, y cuando vuelve a mirar dentro de la cañonera ve al cuñado Cárdenas sosteniéndose la cabeza entre las manos mientras un chorro de sangre corre entre los dedos y gotea por sus brazos, hasta los codos. Ha soltado la escota de la vela, ésta se atraviesa con una racha de viento, y la lancha da una guiñada que está a punto de llevarla hasta la orilla misma.
- ¡La escota!… ¡Por Dios y su madre!… ¡Coged la escota!
Repiquetean balazos por todas partes. Saltando por encima del herido, Currito intenta atrapar el cabo suelto, que azota el aire entre los zapatazos de la lona. Mojarra apoya todo el peso del cuerpo en la caña, primero hacia un lado y luego al otro, en intento desesperado por mantenerse lejos de los bancos de fango. Al fin, desde la proa, Curro Panizo logra sujetar la escota, la trae a popa, y la vela -que tiene ya ocho o diez agujeros de tiros- toma viento de nuevo.
Los últimos disparos llegan por la aleta y quedan atrás, con la embarcación alejándose del puesto francés y a punto de internarse en la suave y doble curva que lleva al caño de San Pedro. Un postrer balazo pega en la contrarroda, sobre la caña del timón, y arroja astillas que golpean el cuello y la nuca de Mojarra, sin consecuencias. Aunque el susto es tremendo. Con Napoleón y todos sus muertos, masculla el salinero sin soltar el timón. Mosiús cabrones. De pronto le viene a la memoria el chasquido de sables y hachas en el cobertizo, el olor de la carne abierta a tajos, la sangre que todavía lleva en costras secas en las manos y entre las uñas. Decide pensar en otra cosa. En los veinte mil reales para los cuatro. Porque al final, si nada se tuerce ya, serán cuatro: los Panizo atienden al cuñado Cárdenas, tumbado boca arriba en la cureña del cañón, blanca la piel y la cara cubierta de sangre. Un refilón, informa Panizo padre. No parece muy grave. La lancha se desliza ahora por el centro del caño, cogiendo de nuevo velocidad, y se divisan a lo lejos las isletas de fango que la marea baja empieza a descubrir en la desembocadura. En cosa de cien varas más, la embarcación será visible desde la batería inglesa que hay al otro lado, así que Mojarra le dice a Currito que prepare la bandera. No nos vayan ahora, añade, a achicharrar los salmonetes de San Pedro.
Las isletas todavía dejan paso ancho, observa de lejos. Todavía no harán falta los remos. De manera que mueve la caña para apuntar la proa al espacio de agua libre rizada por el viento y la corriente entre las dos superficies planas de barro negro que emergen pulgada a pulgada a medida que baja la marea. Con un último vistazo, el salinero observa entre las turbonadas de polvo y arena el paisaje llano, las bocas de los caños y canalizos que van quedando atrás, por una y otra banda. Varias avocetas -este año tardan en irse al norte, como si también ellas recelaran de los gabachos- agitan las franjas negras de sus alas paseándose por la orilla enfangada, al socaire de un caballón cubierto de arbustos, con sus zancudas y finas patas.
- Arriba esa bandera, hormiguilla… Que la vean los salmonetes.
A estas alturas, calcula, la vela tiene que distinguirse desde la batería, donde también habrán oído los tiros. Pero más vale prevenir. En un santiamén, Currito Panizo, que ya tenía amarrado el trapo bicolor a una driza, lo sube por encima de la entena, al extremo del palo. Un instante después, con movimiento firme del timón, Mojarra hace pasar la lancha entre las isletas y mete luego a una banda embocando el ancho caño grande hacia el norte.
- ¡Arriad!… ¡A los remos!
Apoyado en la cureña, taponándose la herida con una mano, el cuñado Cárdenas se queja a ratos. Ay, madre, gime. Ay, ay, ay. Curro y Currito Panizo sueltan la escota, hacen bajar la entena y aferran la vela de cualquier manera, con parte de la lona gualdrapeando en el viento y el agua. Después cogen un remo cada uno, se sientan mirando a popa y empiezan a bogar desesperadamente, apoyados los pies en los bancos. Entre sus cabezas, a lo lejos, Mojarra distingue ya, en el gris sucio del paisaje, los parapetos de pitas, los muros bajos y las troneras artilladas del baluarte inglés. En ese momento, una racha de levante descorre la bruma polvorienta; y un primer rayo de sol horizontal, rojizo, ilumina el trapo rojo y blanco que flamea con violencia en el palo de la cañonera capturada.
El sexo masculino o fluido esperm á tico deb í a existir dentro del mismo ú tero femenino en contacto con los embriones para fecundarlos clandestinamente; porque de otro modo es imposible explicar la fecundidad de las semillas, que supone siempre el concurso de los dos sexos…
Permanece inmóvil Lolita Palma, releyendo esas líneas. Luego cierra la Descripci ó n de las plantas de Cavanilles y se queda mirando las cubiertas de piel oscura del libro, puesto sobre la mesa de trabajo del gabinete botánico. Muy quieta y pensativa. Al cabo se levanta, devuelve el volumen a su estante y baja del todo la persiana de la ventana abierta por la que entraba la luz de la calle. Sólo viste la ligera bata doméstica de seda china, larga hasta las sandalias sin tacón, y lleva recogido el pelo con horquillas. No hay manera de concentrarse con este calor, y la claridad necesaria para trabajar o leer deja paso, también, al aire cálido y húmedo del exterior. Es la hora de la siesta; que, a diferencia de casi toda Cádiz, ella no duerme nunca. Prefiere dedicar el rato a las plantas, o a la lectura, aprovechando la paz de la casa silenciosa. Su madre reposa entre almohadones y vapores de láudano. Hasta los criados descansan. Éste es, junto con la noche, el momento que Lolita reserva para sí misma, en una jornada que desde que gobierna Palma e Hijos viene regulada por los usos locales del comercio: despacho de ocho a dos y media, comida, aseo de dientes con polvo de coral y agua de mirra, cepillado de pelo y peinado a cargo de la doncella Mari Paz, vuelta al despacho de seis a ocho, paseo antes de la cena por la calle Ancha, plaza de San Antonio y Alameda, con algunas compras y refresco incluido en la confitería de Cosí o en la de Burnel. A veces, pocas, una reunión en casa conocida, o en el patio o el salón de la suya. La guerra y la ocupación francesa terminaron con los veraneos en la casa familiar de Chiclana, cuyo paisaje añora Lolita con mucha melancolía: los pinares, la playa cercana, los huertos y los árboles bajo los que pasear al atardecer, las meriendas en la ermita de Santa Ana y las excursiones en calesa a Medina Sidonia. Los tranquilos paseos por el campo, identificando y recogiendo plantas con el anciano magistral Cabrera, que fue su profesor de Botánica. Y al llegar la noche, la luna inundándolo todo por las ventanas abiertas, tan clara y plateada que casi se podía leer o escribir a su luz, mientras sonaban el trino incesante de grillos en el jardín y el croar de ranas en las acequias próximas. Pero aquel mundo entrañable, con sus largos veranos de infancia y juventud, desapareció hace tiempo. Quienes han estado en Chiclana cuentan que la casa y sus alrededores se ven hoy devastados de manera terrible, convertido en cuarteles y baluartes cuanto no está en ruinas, y que los franceses lo han saqueado todo a conciencia. Sabe Dios qué quedará de ese viejo mundo feliz, tan distante ya, cuando este tiempo incierto acabe.
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