Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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Tunc. El centinela ni siquiera grita. Dormía. Sin pararse a pensar en el bulto oscuro sobre el que acaba de descargar un sablazo, Mojarra sigue camino hasta el cobertizo, busca la puerta, la abre de una patada. Ninguno de los cuatro dice una palabra. Casi empujándose unos a otros se precipitan en el interior, donde la débil claridad que se filtra de afuera sólo permite distinguir cinco o seis formas oscuras tendidas en el suelo. Huele a cerrado, sudor, tabaco rancio, ropa húmeda y sucia. Tunc, chas. Tunc, chas. Sistemáticamente, como si estuvieran podando ramas de árbol, los salineros empiezan a dar tajos y hachazos. A los últimos bultos, ya despiertos, les da tiempo a gritar. Uno llega a revolverse con violencia, intentando escapar a gatas hacia la puerta mientras emite un alarido de terror desesperado que suena a protesta. Tunc, tunc, tunc. Chas, chas, chas. Mojarra y sus compañeros se ceban en él, deseando acabar pronto. No saben quién estará cerca. Quién puede haber oído los gritos. Luego salen al exterior, respirando con avidez el aire del viento sucio que les clava agujas de arena. Limpiándose en la ropa húmeda la sangre que les pringa las manos y les salpica la cara.

Corren hacia el muellecito de tablas sin mirar atrás. La lancha francesa se mece en el viento, todavía a flote. La vaciante fluye ahora con más fuerza, descubriendo márgenes fangosas de caños y canalizos en la luz casi franca del amanecer. Si las cosas no se tuercen, queda tiempo. Justo, se repite Mojarra, pero queda.

- ¡Tráete las armas que encuentres, hormiguilla!

Currito Panizo sale disparado como una bala, de regreso al cobertizo, mientras su padre, el cuñado Cárdenas y Mojarra saltan del muelle a la cañonera, destrincan la entena y tiran de la ostaga para levantar aquélla después de tomarle rizos al tercerol de la lona. Se despliega ésta en el viento con un crujido, haciendo escorar la embarcación hacia el lado del caño, justo en el momento en que Currito regresa cargado con cuatro fusiles y dos correajes con sus cartucheras, bayonetas y sables.

- ¡Deprisa, niño!… ¡Que nos vamos!

Un sablazo a proa y otro a popa mientras el chico salta a bordo, con estrépito de su carga al dar sobre los bancos de la embarcación. Ésta es larga, ancha y de poco calado, perfecta para la guerra de cañoneras en el laberinto de canales que circunda la Isla. La eslora debe de andar por los cuarenta pies, confirma Mojarra. Es una hermosa barca. Monta un cañón a proa -parece de a 6 libras, muy buena pieza- sobre cureña corrediza, y dos pequeños pedreros de bronce a popa, uno en cada banda. Eso garantiza los veinte mil reales del premio, puestos uno encima de otro. Por lo menos. Y tal vez más. Siempre y cuando, claro, lleguen para cobrarlos.

Libre de amarras, impulsada por el viento y con la vela henchida por el lado bueno, la embarcación se aparta del muelle, derivando primero despacio y luego con inquietante rapidez por el centro del caño Alcornocal. A popa, gobernando la barra del timón para mantenerse en la parte honda del cauce cada vez más estrecho -varar sería la perdición de todos-, Mojarra calcula la intensidad de la vaciante y la forma en que debe tomar el recodo en la embocadura con el caño grande, buscando siempre el agua profunda. Currito y el cuñado Cárdenas se ocupan de la escota y el davante de la vela mientras Panizo, a proa, orienta la maniobra. Ya hay luz para verse las caras: sin afeitar, ojeras de insomnio, pieles grasientas con rastros de barro y de sangre gabacha. Crispados por lo que han hecho, pero sin tiempo para pensar en ello, todavía.

- ¡La tenemos! -exclama Cárdenas, exultante, como si acabara de darse cuenta.

- ¡Una jartá de lana! -corea Panizo desde la proa.

Abre Mojarra la boca para decir no vendáis huevos antes de que ponga la gallina, cuando los enemigos le ahorran el trámite. Una voz grita en francés entre las sombras que todavía cubren el ribazo próximo, e inmediatamente relucen dos fogonazos casi seguidos. Pam, pam, hacen. Las balas no llegan hasta la embarcación, que alcanza la embocadura del caño de Chiclana. Suenan más tiros, ahora también desde la orilla opuesta -algunas balas sueltas, sin tino, levantan piques en el agua-, mientras Mojarra, ayudándose con el peso del cuerpo, mete la caña a una banda y hace que la lancha se dirija a poniente al entrar en el cauce del caño grande. El lastre del cañón delante del palo ayuda a mantener un rumbo fijo, pero estorba en las maniobras. Viento y vaciante coinciden al fin, y la embarcación se desliza rápida corriente abajo, a orza larga, con el viento de popa y la entena casi horizontal. Mojarra observa preocupado el paisaje llano y los caballones bajos de las orillas. Sabe que hay un puesto avanzado francés en la próxima boca; y que, cuando pasen frente a él, la claridad cenicienta que se filtra entre la polvareda ayudará a los tiradores enemigos a afinar la puntería. Pero eso no tiene otra solución que afrontarlo, confiando en que la turbiedad del levante moleste a los gabachos.

- Preparad los remos. Habrá que ayudarse con ellos al llegar al caño de San Pedro.

- No harán falta -objeta Panizo.

- Por si hacen. Allí tendremos mucho fango descubierto en las isletas. No quiero exponernos con la vela, la corriente y este viento. A lo mejor hay que pasar esa parte bogando… ¿Y la bandera?

Mientras Panizo padre y el cuñado Cárdenas colocan los remos en sus escálamos, Currito Panizo saca de la faja un trapo doblado, se lo muestra a Mojarra con un guiño y lo deja entre los bragueros y trincas del cañón. Lo cosió su madre hace dos noches, a la luz de un velón de sebo. Como no pudieron encontrar tela amarilla, la franja central es blanca, hecha con el retal de una sábana. Las dos bandas rojas proceden del forro grana de una capa vieja del cuñado Cárdenas. Mide cuatro palmos por tres. Izada en el palo de la lancha, esa bandera semejante a la que usan las cañoneras de la Real Armada impedirá que los españoles o los ingleses tiren sobre ellos al verlos asomar por el caño de Chiclana. De momento, lo mejor es mantener el trapo donde está, pues quienes tiran son los franceses. Y lo que van a tirar, se dice Mojarra, aprensivo, mientras observa cómo la boca del caño donde está la posición avanzada enemiga se acerca con rapidez por la banda izquierda. Después todavía quedarán quinientas varas de tierra de nadie antes de salir al caño principal, junto a las líneas españolas: la batería de San Pedro y la isla del Vicario. Pero eso, después. Antes, de aquí a nada, habrá que pasar un trecho por el quemadero. A estas horas, prevenidos por los tiros, los franceses del puesto avanzado estarán listos para fusilarlos a treinta pasos. Casi a bocajarro.

- ¡Agachaos!… ¡Ahí vamos!

La posición francesa apenas es visible desde esta parte del caño; pero en la luz gris que ya lo desvela todo, entre los remolinos de arena que corren por los lomos de la ribera izquierda, Mojarra advierte siluetas de mal agüero que se asoman a mirar. Apoyándose en la caña, el salinero procura mantener la lancha alejada de la orilla, llevándola hacia el otro lado del caño, con un ojo puesto en el lecho fangoso que la vaciante pone cada vez más al descubierto.

Los franceses ya están tirando. Las balas altas hacen ziaaang al pasar por encima de la lancha, y las cortas levantan nuevos piques en la corriente del caño. Pluc. Pluc. Chasquidos líquidos que parecen inofensivos, como cuan-

do se tiran piedras al agua. Agarrado a la barra del timón, Mojarra agacha cuando puede la cabeza, procurando no perder de vista el fango negro de la orilla. En el puesto gabacho, que él sepa, hay una veintena de soldados. Eso significa que, en el minuto largo que va a estar la lancha a tiro de fusil -si no embarranca y se queda allí hasta que los acribillen-, los franceses pueden hacerles medio centenar de disparos. Que ya es. Demasiado tiroteo, concluye el salinero, lúgubre. Así debe de sentirse, piensa, un pato azulón aleteando desesperado en plena partida de caza. Acojonado hasta para decir cuac.

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