Arturo Pérez-Reverte - El Asedio
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Pepe Lobo admira, ecuánime, el mentón bien rasurado a tales horas de la noche, el bigote trigueño y las patillas a la moda. Un chico de buena planta, concluye una vez más. Capitán de ingenieros, nada menos. Alguien con instrucción y futuro en la guerra y fuera de ella, de los que van por el mundo con la mitad del camino hecho. Un caballero, que diría Lolita Palma. O que dijo. Perfecto para ofrecer un pañuelo perfumado y limpio a una señora, o agua bendita a la salida de misa.
- Eso me pareció. Usted era de los que estaban en Gibraltar, mano sobre mano, esperando un cómodo canje…
Lo deja en el aire. Parpadea ligeramente el otro, irguiéndose un poco en la silla. Como era de esperar, entre los demás oficiales ya no sonríe nadie. Bocas abiertas, los españoles. Los ingleses, de momento, no se enteran de nada. What.
- Me encontraba allí bajo palabra, señor. Como usted.
Virués recalca las dos últimas palabras, altanero. El corsario sonríe con descaro.
- Sí. Bajo palabra y en buena compañía de estos señores ingleses… A los que observo sigue teniendo afición.
Arruga ceño el militar. Su desconcierto inicial empieza a transformarse en irritación. A Pepe Lobo no se le despista la breve mirada que dirige a su sable, apoyado en la silla. Pero él no lleva armas. Nunca en tierra, y menos cuando bebe. Ni siquiera su cuchillo marinero. Aprendió esa lección muy joven, de puerto en puerto, viendo ahorcar a gente.
- ¿Me está buscando querella, señor?
Medita un momento el corsario, casi poniéndole buena voluntad. Una pregunta interesante, de cualquier modo. Oportuna, dadas las circunstancias. Al cabo, tras considerarla en serio, encoge los hombros.
- No lo sé -responde, sincero-. Lo que sé es que no me gusta cómo me mira. Ni lo que dice, o insinúa, cuando no estoy presente.
- Nunca he dicho a sus espaldas nada que no pueda decirle a la cara.
- ¿Por ejemplo?
- Que en Gibraltar no se comportó como es debido… Que su fuga, quebrantando las reglas, nos puso a todos en situación vergonzosa.
- Se refiere, supongo, a usted y a los tontos como usted.
Rumor indignado en torno a la mesa. Un golpe de sangre sofoca el rostro de Virués. Al instante se pone en pie como el hombre educado que es: despacio, sereno, aparentando calma. Pero Lobo observa sus manos crispadas. Eso le causa un gozo interno feroz. Los otros oficiales siguen sentados y se miran entre ellos. En especial los ingleses: es obvio que no entienden una palabra de español, pero no lo necesitan. Ahora la escena es internacional. Se traduce sola.
Virués se toca el corbatín negro que lleva en torno al cuello inmaculado de la camisa, como para ajustarlo. Es patente su esfuerzo por controlarse. Estira los faldones de la casaca, apoya una mano en la cadera y mira desde arriba al corsario. Le lleva por lo menos seis pulgadas.
- Eso es una bellaquería -dice.
Pepe Lobo no abre la boca. Las palabras ofenden según y cómo, y él es perro de aguas, viejo. Se limita a estudiar al otro de abajo arriba con ojo atento -como si llevara encima el cuchillo que no lleva-, calculando dónde pegar en cuanto Virués mueva un dedo, si es que lo hace. Como si adivinara la intención, el militar permanece inmóvil, mirándolo inquisitivo. Mundanamente amenazador. Lo que significa sólo hasta cierto punto.
- Exijo una solución honorable, señor.
Lo de honorable hace torcer el gesto al corsario. Casi se ríe. Con el honor militar hemos dado, piensa. Venga y tóqueme la flor, corneta.
- Déjese de cuentos y posturitas. Esto no es la Corte, ni una sala de banderas.
En la mesa, los oficiales no se pierden palabra. Pepe Lobo tiene desabotonada la casaca y los brazos separados del cuerpo, como los luchadores. Es lo que parece en este momento: recio de hombros, manos fuertes. Su instinto de marino, combinado con larga experiencia de antros portuarios e incidentes asociados, lo mantiene alerta previendo movimientos probables e improbables. Calculando riesgos. Ese mismo hábito le hace advertir a su espalda la presencia silenciosa de Ricardo Maraña. El Marquesito, olfateando problemas, se ha acercado y se mantiene en facha y a punto, por si hay refriega. Peligroso como suele. Y ojalá, piensa Lobo, no se le ocurra meter mano a lo que carga al costado izquierdo, bajo el faldón de la chaqueta. Porque el aguardiente gasta bromas pesadas. Como la que me está gastando a mí, por ejemplo. El impulso idiota que ahora me tiene ante este fulano, incapaz de ir hacia adelante si él no da el paso, ni hacia atrás sin envainármela, infringiendo una norma básica: nunca tocar zafarrancho a deshoras, ni en el sitio equivocado.
- Quiero una satisfacción -insiste Virués.
Mira el corsario hacia el arrecife que se prolonga ¡más allá del castillo de Santa Catalina. Es el único lugar próximo que ofrece discreción razonable, pero por suerte faltan dos horas para que la marea baja lo descubra por completo. Siente unas ganas enormes de tumbar al capitán a puñetazos, pero no de batirse de modo formal, con padrinos y todo cristo jugando a protocolos ridículos. La idea es absurda. El duelo está prohibido por la ley. En el mejor de los casos, podría perder la patente de corso y el mando de la Culebra. Descontando lo mal que iban a tomárselo los Sánchez Guinea. Y Lolita Palma.
- Salgo a la mar dentro de dos días -comenta, neutro.
Lo ha dicho en el tono adecuado, alzada la cara. Como si lo pensara en voz alta. Nadie puede decir que se echa atrás. El otro mira a sus compañeros. Uno de ellos, capitán de artillería con bigote gris y aspecto respetable, niega ligeramente con la cabeza. Ahora Virués vacila, y el corsario lo advierte. Lo mismo hay suerte, se dice. Igual lo dejamos para otro día. Más discreto.
- Don Lorenzo entra de servicio mañana temprano -confirma Bigote Gris-. Esta madrugada volvemos a la isla de León. Él, yo mismo y también estos caballeros.
Imperturbable en apariencia, Pepe Lobo sigue mirando fijo a Virués.
- Difícil lo tenemos, entonces.
- Eso parece.
Indecisión por ambos lados, ahora. Desahogo disimulado por parte del corsario. Tiempo al tiempo, concluye, y luego ya veremos. Se pregunta si el adversario estará tan aliviado como él. Aunque su olfato le dice que sí. Que lo está.
- Aplazamos la conversación, en tal caso.
- Confío en vernos pronto, señor -señala Virués.
- Ahórrese lo de señor. Le traba la lengua… Y yo también confío en eso, amigo. Para borrarle esa sonrisa de la boca.
Otro golpe de calor en el rostro del militar. Por un instante, Lobo cree que se le va a echar encima. Si intenta abofetearme, piensa, rompo una botella y le abro la cara. Y que salga el sol por donde se tercie.
- Nunca fui su amigo -responde Virués, indignado-. Y si esta noche no fuera…
- Ya. Si no fuera.
Ríe el corsario, grosero. Desvergonzado. Mientras lo hace, mete los dedos en un bolsillo del chaleco, saca dos monedas de plata que arroja al dueño del colmado y da la espalda a Virués, alejándose de allí. Detrás suenan los pasos irregulares de Ricardo Maraña, primero sobre las tablas del suelo y después sobre la arena.
- Increíble… Me sermoneas predicando prudencia, y a los cinco minutos te buscas un duelo.
Pepe Lobo se echa a reír otra vez. De sí mismo, sobre todo.
- Es el aguardiente, supongo.
Caminan por el chirrasco rojizo de la orilla, hacia los botes varados junto a la pasarela del arrecife de San Sebastián. Maraña ha alcanzado a su capitán y cojea a su lado, observándolo a la luz imprecisa de las antorchas clavadas en la arena. Lo hace con curiosidad, como si esta noche lo viera por primera vez.
- Será eso -insiste Lobo, al rato-. El aguardiente.
8
Falta poco para el alba. El viento de levante corre violento, sin obstáculos, por el paisaje bajo de las salinas, arrastrando torbellinos de polvo y arena que ocultan las estrellas. Eso clava miles de alfilerazos invisibles en los cuatro hombres -tres adultos y un muchacho- que desde hace varias horas se mueven en la oscuridad, chapoteando en el fango. Van armados con sables, hachuelas, navajas y cuchillos, y avanzan despacio, cubierto el rostro con trapos o pañuelos para protegerse de las picaduras despiadadas del viento. Sopla tan fuerte que, cada vez que caminan un trecho a pie enjuto fuera de un caño o un canalizo, el aire seca en un momento el agua salitrosa y el barro sobre sus ropas.
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