Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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- Me hago cargo, señor.

- ¿Se lo hace?… ¿De veras?… Escuche lo que le digo. Si los periódicos exigen responsabilidades, lo echaré a usted a los perros.

Los periódicos tienen otros asuntos de que ocuparse, lo tranquiliza con flema el comisario. Los últimos casos de calenturas pútridas han alarmado a la población, que teme ver repetirse la epidemia de fiebre amarilla. Hasta en las Cortes se habla de un posible traslado fuera de la ciudad, que el hacinamiento de gente y los calores del verano hacen insalubre. También las noticias de la guerra distraen a la opinión pública. Entre el descalabro del general Blake en Niebla, la rendición de Tarragona, el miedo a la pérdida de todo Levante y la subida de precio del tabaco habano, en los cafés y corrillos de la calle Ancha hay materia de sobra para mantener ocupadas las lenguas. Además, está lo de la próxima expedición contra los franceses, bajo el mando del general Ballesteros.

- ¿Cómo sabe eso? -García Pico casi ha dado un salto en la silla-. Es altísimo secreto militar.

El comisario mira a su jefe con genuina sorpresa. Por el respingo.

- Lo sabe usted, señor intendente. Lo sé yo. Es normal. Pero además lo sabe todo el mundo… Esto es Cádiz.

Se quedan callados, mirándose. García Pico no es un mal tipo, reflexiona ecuánime el comisario. O no peor que otros, incluido él mismo. El intendente sólo pretende seguir donde está y adaptarse a los nuevos tiempos. Sobrevivir a esos lechuguinos y filósofos visionarios de San Felipe Neri, que sin ningún sentido de lo posible pretenden poner el mundo patas arriba. Lo malo de esta guerra no es la guerra en sí. Es el desmadre.

- Dejando a esas pobres muchachas aparte -dice García Pico-, hay otra cosa que me preocupa. Demasiada gente yendo y viniendo entre Cádiz y la costa enemiga… Demasiado contrabando y de lo otro.

- ¿Lo otro?

- Ya sabe. Espionaje.

Encoge los hombros el comisario, entre resignado y seguro de sí.

- Eso es normal en una situación de guerra. Y aquí, más.

Abre el intendente de nuevo un cajón del escritorio, pero no llega a sacar nada. Lo cierra despacio, pensativo.

- Tengo un informe del general Valdés… Sus fuerzas sutiles de la bahía han capturado a dos espías en las últimas tres semanas.

- También nosotros, señor. No sólo los marinos y los militares se ocupan de eso.

García Pico hace un ademán impaciente.

- Lo sé. Pero hay un detalle curioso en el informe. Por dos veces se habla de un negro, o mulato, que se mueve demasiado entre las dos orillas.

Rogelio Tizón no necesita recurrir a la memoria: tiene presente al Mulato. Es otro de los asuntos que lleva entre manos desde que el montañés de la calle de la Verónica lo puso sobre la pista. Nada en limpio hasta ahora: sus hombres sólo han podido confirmar que pasa a gente de un lado a otro. La palabra espionaje es nueva en la historia, pero no es Tizón quien va a admitirlo ante su superior.

- Puede referirse a un botero que vigilamos desde hace tiempo -responde con cautela-. Ha sido mencionado alguna vez por confidentes nuestros como poco de fiar… Que contrabandea es seguro. Lo de espiar, estamos en ello.

- Pues no descuide al sospechoso. Y téngame informado… Lo mismo que cuanto se refiera a las muchachas muertas, claro.

- Por supuesto, señor intendente. A todo le dedicamos nuestro arte.

Lo estudia el otro como si buscara alguna sorna oculta en la última palabra, y Tizón sostiene el análisis con impávida inocencia. Al cabo, García Pico parece relajarse un poco. Conoce bien al hombre que tiene delante. O cree conocerlo. Él mismo lo confirmó en el cargo cuando accedió hace dos años a la intendencia general, y nunca lo ha lamentado. Hasta hoy, al menos. Los métodos del comisario constituyen un dique que mantiene a los superiores a salvo de situaciones incómodas. Eficaz, discreto, sin que la política figure entre sus ambiciones, Rogelio Tizón resulta hombre útil en tiempos difíciles. Y en España todos los tiempos lo son. Difíciles.

- En lo que respecta al problema de esas jóvenes, debo reconocer que lo mantiene a buen recaudo, comisario. Bajo control… Es verdad que nadie relaciona todavía las cuatro muertes entre sí.

Se permite Tizón una sonrisa suave, respetuosa. Con la dosis de complicidad justa.

- Y quien las relaciona, se calla. O se le tiene callado.

El intendente se endereza en su silla, de nuevo próximo al sobresalto.

- Ahórreme el método.

Tras un titubeo dirige una mirada al reloj de pared que hay junto a la ventana. Interpretando el gesto, Tizón coge su cartapacio y se pone de pie. El superior se mira las manos.

- Recuerde lo que nos dijo el gobernador -apunta-. Si estalla un escándalo con las muertes, necesitaremos un culpable.

Se inclina ligeramente Tizón: un leve movimiento de cabeza y ni una pulgada más de lo justo. Cada cual es cada cual.

- En eso estamos, señor. En dar con él… Tengo a todos los cabos de barrio y rondines cribando padrones y matrículas; y a cuanta gente puedo movilizar, pateando la calle.

- Me refiero a un verdadero culpable. No sé si me explico.

Tizón ni siquiera parpadea. Parece un gato apacible, sentado junto a una jaula vacía. Limpiándose plumas de los bigotes.

- Por supuesto, señor. Un culpable de verdad. Está clarísimo.

- Que esta vez no se le fugue, ¿comprende?… Recuerde lo que acabo de leerle, maldita sea. Que no sea necesario que se fugue.

Hay hachones clavados en la arena, bajo la muralla, que iluminan a trechos la Caleta y permiten adivinar las formas próximas de los botes y embarcaciones menores que flotan en la marea alta, cerca de la orilla silenciosa lamida por el agua negra y tranquila. La noche es limpia. Todavía no ha salido la poca luna que dentro de un rato despuntará en la bóveda celeste, llena de estrellas. No hay un soplo de brisa ni una onda en el mar. Las llamas verticales de las antorchas alumbran con su resplandor rojizo los colmados y tablaos adosados al muro de piedra ostionera, que en esta época del año son figones de pescado y marisco durante el día y lugares de música y baile por las noches. En la media luna de arena firme y llana, abierta al Atlántico en la parte occidental de la ciudad entre el arrecife de San Sebastián y el castillo de Santa Catalina, las ordenanzas de policía se aplican con relajo. Al quedar la Caleta fuera del recinto amurallado, no rigen aquí las restricciones nocturnas: la puerta de la ciudad que da al arrecife y la playa es un trasiego continuo de gente con pasavante o dinero para contentar a los centinelas. En los cobertizos hay cachirulo, fandango y bolero, repicar de palillos, voces de cantaores y tonadilleras, marineros, militares, forasteros con bolsa que gastar o en busca de alguien que pague una botella, señoritos encanallados de la ciudad, ingleses, boteros que van y vienen. La proximidad de los navíos de guerra, fondeados cerca para protegerse de las bombas francesas, anima el lugar con grupos de oficiales y tripulaciones. Alborotan por todas partes conversaciones ruidosas, risa de hembras fáciles, bulla de guitarras, cante, murga de borrachos, rumor de peleas. En las noches de la Caleta se solaza, este segundo verano de asedio francés, la Cádiz noctámbula y canalla.

- Buenas noches… ¿Me conceden un momento de conversación?

Pepe Lobo, sentado ante una mesa hecha con simples tablas clavadas, cambia un vistazo rápido con Ricardo Maraña y luego mira al desconocido de facciones aguileñas que, sombrero redondo de bejuco blanco y bastón en mano, se ha parado junto a ellos, recortado a intervalos en los destellos lejanos del faro de San Sebastián. Viste levitón gris abierto sobre el chaleco, y pantalón arrugado que lleva sin elegancia y con desaliño. Patillas largas, espesas, unidas al bigote. Ojos que la noche torna muy oscuros. Quizá peligrosos. Como el puño del bastón, que no pasa inadvertido: una gruesa bola de bronce en forma de nuez, muy apropiada para abrir cabezas.

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