Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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Sabe que lo ha oído todo. Ella lo mira en silencio, con ojos fatigados. Su piel marchita y las arrugas prematuras en torno a los ojos y la boca muestran los estragos del tiempo, las fatigas domésticas, la continua pobreza, siete partos de los que tres se malograron con pocos años. Mientras llena el porrón con vino de una damajuana forrada de mimbre, el salinero adivina en esa mirada lo que no dicen las palabras. Es irse muy lejos, marido, con los gabachos ahí, casi hasta el fin del mundo, y nadie nos pagará si te matan. Nadie traerá comida a casa si te quedas para siempre en los caños. Demasiado te juegas ya, cada día, como para andar tentando la suerte de esa manera.

- Cinco mil reales -insiste él.

Aparta la vista la mujer, inexpresiva. Tan fatalista como su tiempo, su condición, su asendereada raza. El cuñado Cárdenas, que sabe escribir y hacer cuentas, lo ha calculado hace rato: tres mil panes candeales de dos libras, doscientos cincuenta pares de zapatos, trescientas libras de carne, ochocientas de café molido, dos mil quinientos cuartillos de vino… Esas son algunas de las cosas, entre muchas, que podrían comprarse si Felipe Mojarra trae a remolque, a remo o como Dios lo socorra, esa lancha cañonera francesa desde el molino de Santa Cruz a través de media legua de caños, esteros y tierra de nadie. Comida, aceite para el candil, leña para cocinar y calentar la casa en invierno, ropa para las chiquillas medio desnudas, un tejado para la casa, mantas nuevas para el jergón del cuarto de paredes ahumadas donde duermen todos juntos, padres e hijas. Un desahogo para aquella miseria que sólo distraen un pez atrapado en los canalizos o un ave de las salinas abatida a escopetazos, cada vez con más dificultad: hasta la caza furtiva, que antes permitía ir tirando, se ha ido al diablo a causa de la guerra, con todo un ejército atrincherado en la Isla.

Vuelve el salinero al exterior, entornados los ojos ante el resplandor del sol en las láminas de agua quieta de los caños y esteros. Pasa el porrón al compadre y al cuñado, que echan atrás la cabeza mientras se dirigen el chorro de vino a la garganta. Chasquean las lenguas, satisfechas. Las facas abiertas pican tabaco en las palmas callosas de las manos. Lían más cigarros. Sobre el contraluz, en larga fila por el camino que discurre junto al caño Sapo-rito y lleva al arsenal de la Carraca, se mueven lentamente las siluetas de los presidiarios que vuelven de trabajar en las fortificaciones de Gallineras, escoltados por infantes de marina.

- Iremos de aquí a cinco días -dice Mojarra-. Con el oscuro.

Desde el muelle de la Jarcia de Puerto Real, Simón Desfosseux observa la cercana costa enemiga. Su ojo profesional, habituado a calcular distancias reales o en la escala de los mapas, actúa con la precisión minuciosa de un telémetro: tres millas justas a la punta de la Cantera, una y seis décimos a la punta de la Clica, una y media a la Carraca y a la imponente batería que defiende el ángulo noroeste del arsenal, la de Santa Lucía, situada en torno al antiguo cuartel de presidiarios, bien artillada por los españoles con veinte bocas de fuego, incluidos cañones de 24 libras y obuses de 9 pulgadas. Todo ese despliegue, que se prolonga cruzando ángulos de tiro con otras baterías, hace inexpugnable la línea enemiga en aquel sector, pues enfila los caños por los que podrían navegar las fuerzas de ataque francesas y permite, además, apoyar las incursiones de las cañoneras que hostigan periódicamente a las tropas imperiales. Es lo que ocurrió hace tres días, cuando una flotilla de embarcaciones fondeadas ante Puerto Real, muy cerca del muelle, fue atacada por lanchas que se habían arrimado durante la noche desde la costa enemiga. El amanecer descubrió diez cañoneras, cuatro obuseras y tres bombillos españoles desplegados en línea de combate; y mientras duró la marea favorable, antes de replegarse a sus bases, éstos dispararon más de veinte granadas y doscientas balas rasas, haciendo mucho daño en barcas, tripulaciones y edificios próximos a la marina. Sólo la llamada casa Grande o de los Rosa, inmediata al muelle y destinada a almacén de pertrechos y cuerpo de guardia, recibió once impactos. Un pequeño desastre, en suma. Con muertos y heridos. Esa es la razón de que el mariscal Víctor, furioso hasta los rizos de las patillas, haya abroncado en su recio estilo cuartelero al general Menier, jefe actual de la división responsable de Puerto Real, poniéndolo de inútil para arriba, y haya hecho venir a Simón Desfosseux a toda prisa desde el Trocadero, con plenos poderes y orden de estudiar la situación y prevenir que algo así no vuelva a repetirse -son palabras literales del mariscal, transmitidas verbalmente- en la puta vida.

Se acerca el sargento Labiche, a quien Desfosseux ha traído consigo para que eche una mano. El suboficial no resulta un prodigio de eficacia ni de espíritu combativo, pero es el único de quien el capitán puede disponer en este momento. Labiche, al menos, cubre las apariencias. Como si el cambio de aires le hubiese insuflado energía -o tal vez desahoga en subordinados ajenos el tedio y el malhumor acumulados en el Trocadero-, el auvernés lleva desde ayer dando órdenes a gritos como un capataz de obra, blasfemando de la guarnición local y de la madre que la engendró.

- Ya están aquí los cañones, mi capitán.

- Despeje entonces, por favor. Que vayan preparando las cureñas.

Huele a bajamar. Las manchas blancas de gaviotas posadas junto a las embarcaciones varadas en el fango -de alguna sólo quedan cuadernas quemadas- salpican la lengua de limo y verdín descubierta por la marea baja, frente al muelle por donde pasea Desfosseux entre un hormigueo de soldados que van y vienen con carros y carretones. El capitán hizo su estudio de situación ayer por la mañana, recién llegado al pueblo; por la tarde puso a la gente a trabajar, y ha continuado haciéndolo toda la noche y el día de hoy, sin descanso. Ahora pasan de las cuatro de la tarde, y una sección de zapadores, asistidos -muy a regañadientes, con este calor- por infantes y artilleros de marina, acaba de situar los últimos cestones rellenos de fango y arena para proteger el nuevo baluarte: una media luna desde la que seis cañones de 8 libras podrán cubrir todo el frente marino del pueblo. En principio.

Desfosseux se acerca a echar un vistazo a los tubos de hierro que aguardan en la plaza, sobre carros tirados por muías. Son viejas piezas de artillería de seis pies de longitud y más de media tonelada de peso, traídas desde El Puerto de Santa María y destinadas a encajarse sobre las cureñas de sistema Gribeauval que están siendo colocadas y trincadas en sus emplazamientos. Las prisas del duque de Bellune obligan a colocar los cañones a barbeta, sin troneras ni otra protección para los artilleros que el muro de cestones y fango estribado por tablas y puntales clavados en tierra, de tres a cinco pies de altura, que forma el baluarte. Eso bastará para mantener alejadas las cañoneras españolas, estima Desfosseux, por lo menos a la luz del día; aunque le preocupan, y así lo ha manifestado a sus superiores, algunas novedades en las disposiciones artilleras del enemigo. Un oficial inglés, que a resultas de un duelo acaba de pasarse a las líneas francesas, ha puesto al día los informes: cañones de mayor alcance en la batería del Lazareto, refuerzo de los reductos británicos de Sancti Petri y Gallineras Altas, más portugueses en Torregorda y artillado de esta posición con piezas de 24 libras y carronadas de a 36, inglesas. Todo eso queda fuera del territorio de Desfosseux y no lo inquieta demasiado; pero sí una nueva amenaza directa sobre el Trocadero: el proyecto de usar el pontón del navío Terrible como batería flotante para tirar por elevación contra Fuerte Luis y la Cabezuela, a fin de acallar los fuegos de Fanfán sobre Cádiz. O intentarlo. En esta combinación de juego de las cuatro esquinas, castillo de naipes y fichas de dominó que es el asedio de la bahía, cada novedad o movimiento, por mínimo que sea, puede arrastrar consecuencias complicadas. Y la artillería imperial, con Simón Desfosseux en el centro de la madeja, hace el triste papel de quien debe afrontar un incendio con un solo balde de agua, acudiendo aquí y allá, sin dar abasto.

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