Arturo Pérez-Reverte - El Asedio
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- Cúbrase, capitán. Por favor.
Permanece destocado el otro, como si considerase hacerlo o no, y al cabo se pone el sombrero. Lleva la misma casaca de siempre, rozada en las mangas, pero la camisa es nueva y limpia, de batista fina, con un corbatín blanco anudado en dos puntas. Ahora es ella quien sonríe para sus adentros. La incomodidad que adivina en él llega a enternecerla un poco, casi. Esa difusa torpeza, tan masculina, junto a la mirada tranquila que a veces la intriga. Y no veo la razón, se dice al fin. O en realidad sí la veo. Un sujeto de su oficio, hecho a mujeres de otra clase. Supongo que no acostumbra a tratarnos como jefas o asociadas. A que seamos nosotras quienes le demos empleo, o se lo quitemos.
- ¿Conoce usted la lengua inglesa?
- Me defiendo, señora.
- ¿La aprendió en Gibraltar?
Lo ha dicho sin pensarlo. O apenas. De cualquier modo, se pregunta por qué. Él la observa pensativo. Curioso, tal vez. Los ojos verdes, tan parecidos a los de un gato, sostienen ahora los suyos. Alerta. Un gato cauto.
- Ya hablaba inglés antes. Un poco, al menos. Pero sí. En Gibraltar mejoré el uso.
- Claro.
Todavía se miran un momento, de nuevo en silencio. Estudiándose. En el caso de Lolita, más a sí mismo que al hombre que tiene delante. Es la suya una singular sensación de curiosidad mezclada con recelo, fastidios y grata al mismo tiempo. La última vez que se vio frente al corsario, el tono de la conversación era distinto. Profesional y ante terceros. Ocurrió hace una semana, durante una reunión de trabajo en el despacho de ella. Asistían los Sánchez Guinea, y se trataba de firmar la liquidación del místico francés Madonna Diolet, que tras dos meses de trámites en el Tribunal de Marina -dejando algún dinero entre las uñas codiciosas de los funcionarios judiciales- había sido declarado, al fin, buena presa con su carga de cueros, trigo y aguardiente. Satisfecha la parte del rey a la Real Hacienda, Pepe Lobo se hizo cargo del tercio correspondiente a la tripulación; del que, además de los 25 pesos que cobra al mes como anticipo de presas, le tocan a él siete partes. También se encargó de las sumas debidas a las familias de los tripulantes muertos o inválidos durante las capturas: dos partes por cada uno, además de una cantidad del monte común destinado a mutilados, viudas y huérfanos. En el despacho, la actitud del capitán corsario fue rápida y eficiente, muy atento al estado de las cuentas: ni una sola cifra debida a sus hombres pasó por alto. Lo revisaba todo, metódico, antes de estampar su firma hoja por hoja. No era la suya, advirtió Lolita Palma, la actitud de un hombre receloso de que los armadores defraudaran su confianza. Se limitaba a comprobar minuciosamente el resultado; la suma por la que él y su gente se jugaban la vida hacinados en los estrechos límites de la balandra: viento, olas y enemigos fuera, promiscuidad, olores y humedad dentro, con una pequeña cabina a popa para el capitán, una camareta con literas separadas por una cortina para teniente, contramaestre y escribano, coys de lona compartidos por el resto de la tripulación según los cuartos de guardia, nula protección del viento y el mar en la cubierta rasa y oscilante, fortuna de mar y guerra sin poder descuidarse nunca, según el viejo dicho marino: «Una mano para ti y otra para el rey». Así, observando al corsario mientras leía y firmaba papeles en el despacho, Lolita confirmó que un buen capitán no lo es sólo en el mar, sino también en tierra. Comprendió también por qué los Sánchez Guinea estiman tanto a Pepe Lobo, y por qué, en tiempos de escasez de tripulaciones, como son éstos, nunca faltan marineros apuntados en el rol de la Culebra. «Es de esa clase de hombres -eso dijo hace tiempo Miguel Sánchez Guinea- por los que las mujerzuelas de los puertos se vuelven locas y los hombres dan hasta la camisa».
Siguen parados en la calle, junto a la librería de lance. Mirándose. El corsario se toca el sombrero, haciendo ademán de seguir su camino. De pronto, Lolita se descubre a sí misma deseando que no lo haga. No todavía, al menos. Desea prolongar esta sensación extraña. El desusado cosquilleo de temor, o de prevención, que excita suavemente su curiosidad.
- ¿Podría acompañarme, capitán?… Tengo que recoger unos paquetes. Son libros, precisamente.
Lo ha dicho con un aplomo que a ella misma la sorprende. Serena, o al menos eso es lo que confía en parecer. Pero una leve pulsación se intensifica en sus muñecas. Tump. Tump. Tump. El hombre la observa un instante con ligero desconcierto, y sonríe de nuevo. Una sonrisa súbita, franca. O que lo parece. Lolita se fija en la línea angulosa y firme de su mandíbula, donde la barba oscura, aunque rasurada sin duda muy temprano, empieza a despuntar. Las patillas bajas a la moda, que llegan hasta media mejilla, son de color castaño oscuro, espesas. Pepe Lobo no es un hombre fino, en absoluto. No del tipo capitán Virués o chico de buena familia que frecuenta cafés gaditanos y pasea por la Alameda. Ni de lejos. Hay algo en él de rústico, acentuado por la insólita claridad de los ojos felinos. Algo de tipo elemental, o quizá peligroso. Espalda ancha, manos fuertes, presencia sólida. Un hombre, en suma. Y sí. Peligroso, es la palabra. No es difícil imaginarlo con el pelo revuelto, en mangas de camisa, sucio de sudor y salitre. Gritando órdenes y blasfemias entre humo de cañonazos y viento que silba entre la jarcia, en la cubierta de la balandra con la que se gana la vida. Tampoco es difícil imaginarlo arrugando sábanas bajó el cuerpo de una mujer.
El último giro de sus pensamientos turba a Lolita Palma. Busca algo que decir para velar su estado de ánimo. Ella y el corsario caminan calle de San Francisco abajo, sin mirarse y sin hablar. A dos cuartas uno del otro.
- ¿Cuándo vuelve al mar?
- Dentro de once días. Si la Armada nos entrega los repuestos necesarios.
Ella sostiene el bolso entre las manos, ante el regazo. Pasan la esquina de la calle del Baluarte y la dejan atrás. Despacio.
- Sus hombres estarán contentos. El místico francés ha resultado negocio rentable. Y tenemos otra captura pendiente de resolución.
- Sí. Lo que pasa es que algunos vendieron por anticipado su parte de presa a comerciantes de la ciudad. Prefieren tener dinero en el acto, aunque sea menos, que esperar al juez de Marina… Ya se lo han gastado, naturalmente.
Sin esfuerzo, Lolita imagina a los marineros de la Culebra gastándose el dinero en las callejuelas del Boquete y en los tugurios de la Caleta. No es difícil imaginar a Pepe Lobo gastándose el suyo.
- Supongo que eso no es malo para la empresa -opina-. Estarán deseando volver al mar, para hacerse con más.
- Unos sí, y otros menos. No es una vida cómoda, allá afuera.
Hay macetas en cada balcón y rejas de hierro volado sobre sus cabezas. Como un jardín superior que se extendiera calle abajo. Delante de una juguetería, unos pilluelos sucios, cubiertos con cachuchas deshilachadas, miran codiciosos las figurillas y caballos de pasta, los tambores, peonzas y carricoches colgados en las jambas de la puerta.
- Temo haberlo distraído de sus ocupaciones, capitán.
- No se preocupe. Iba camino del puerto. Al barco. -¿No tiene casa en la ciudad? Niega el corsario. Cuando estaba en tierra necesitaba dónde vivir, cuenta. Pero ya no. Y menos, con los precios de Cádiz. Mantener una casa o una habitación fija cuesta mucho dinero, y cuanto él posee cabe en su camarote. A bordo.
- Bueno. Ahora es usted solvente.
De nuevo la brecha blanca en el rostro tostado por el sol.
- Un poco, sí. Como dice… Pero nunca se sabe. El mar y la vida son muy perros -se toca maquinalmente un pico del sombrero-. Si me disculpa la mala palabra.
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