Arturo Pérez-Reverte - El Asedio
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Un estampido sordo, amortiguado por la distancia y las casas interpuestas, llega hasta el gabinete un instante después de que una leve ondulación del aire haga vibrar los cristales de la puerta abierta a la terraza. Interrumpe Fumagal la tarea de coser con punto de espada la base de la cola del macaco y permanece atento, inmóvil, en alto la mano que empuña la aguja enhebrada con bramante. Ésa sí estalló, concluye mientras reanuda la tarea. Y no demasiado lejos: hacia la iglesia del Pópulo, seguramente. A quinientos pasos de distancia. La posibilidad de que una bomba acabe alcanzando la casa, y a él mismo, le pasa a veces por la cabeza. Cualquiera de sus palomas puede traer un día, de vuelta, un mensaje peligroso, o letal. Entre los planes que el taxidermista tiene para su vejez -probable o improbable-, no cuenta inmolarse como Sansón en el templo de los filisteos; pero todo juego tiene normas, y éste no es una excepción. De cualquier modo, no le importaría que alguna bomba cayese más cerca: exactamente sobre la vecina iglesia de Santiago, acallando la campana que, día a día, con especial insistencia los domingos y fiestas de guardar, acompaña sus horas domésticas. Si algo sobra en Cádiz -España en miniatura, con lo peor de sí misma-, son conventos e iglesias.
Pese a sus afinidades con quienes asedian la ciudad -o más bien con la tradición ilustrada del siglo viejo francés, que la Revolución y el Imperio heredaron-, hay detalles que Gregorio Fumagal encaja con dificultad: la restauración napoleónica del culto religioso es uno de ellos. El taxidermista sólo es un comerciante y artesano modesto, que ha leído libros y estudiado a seres vivos y muertos. Pero estima que, a falta de conocer la Naturaleza y de coraje para aceptar sus leyes, el hombre renunció a la experiencia a cambio de sistemas imaginarios, inventando dioses, sacerdotes y reyes ungidos por éstos. Sometiéndose sin reservas a seres iguales a él, que aprovecharon para convertirlo en esclavo desprovisto de razón y ajeno al hecho clave: todo está en el orden natural, e incluso el desorden es tan corriente como su opuesto. Después de leer sobre esto a la luz de los filósofos y estudiar la muerte de cerca, Fumagal opina que la Naturaleza no puede actuar de forma distinta. Es ella, y no un Dios imposible, la que distribuye orden y desorden, placer y dolor. La que extiende el bien y el mal por un mundo donde ni gritos ni plegarias alteran las leyes inmutables de la vida y la destrucción. Las necesidades terribles. Está en el orden de las cosas que el fuego queme, pues tal es su propiedad. Está en ese mismo orden que el hombre mate y devore a otros animales cuya sustancia necesita. Y también que el hombre haga el mal, pues su condición incluye el daño. No hay ejemplo más edificante que la muerte acompañada de sufrimiento, bajo un cielo incapaz de ahorrar un gramo de éste. Nada resulta más educativo sobre el carácter del mundo; nada más reconfortante ante la idea de una inteligencia superior cuyos propósitos, de existir, serían injustos hasta la desesperación. Por eso el taxidermista opina que hay una certeza moral consolatoria, casi jacobina, incluso en los mayores desastres y atrocidades: terremotos, epidemias, guerras, matanzas. En los grandes crímenes que, poniendo las cosas en su sitio, devuelven al hombre a la realidad fría del Universo.
- Es a la física y la experiencia donde hay que acudir -dice Hipólito Barrull-. Buscar lo sobrenatural es absurdo, en nuestro tiempo.
Rogelio Tizón escucha atento mientras camina despacio, baja la cabeza, mirando el empedrado de la plaza de San Antonio. Sostiene bastón y sombrero entre las manos cruzadas a la espalda. El paseo le despeja la cabeza después de tres partidas de ajedrez en el café del Correo: dos ganadas por el profesor, y la tercera en tablas.
- Interrogar a la razón -resume Barrull.
- La razón se parte de risa cuando la interrogo.
- Analice el mundo visible, entonces. Cualquier cosa antes que creer en abracadabras.
Mira el comisario alrededor. El sol se ha puesto ya, y la temperatura es más agradable a medida que oscurece el cielo sobre las torres vigía y las terrazas de los edificios. Hay algunos coches y sillas de manos estacionados frente a la confitería de Burnel y el café de Apolo, y mucha gente pasea por el lugar y la cercana calle Ancha con la última luz del día: familias acomodadas de las casas cercanas, vecinos de los barrios populares próximos, niños que corren y juegan al aro, clérigos, militares, refugiados sin recursos que buscan con disimulo puntas de cigarro en el pavimento. Se solaza la ciudad, tranquila y confiada, entre las medias columnas, los naranjos y los bancos de mármol de su plaza principal, disfrutando del lento anochecer de verano. Como de costumbre, la guerra parece muy lejana. Casi irreal.
- El mundo visible -protesta Tizón- me dice que cuanto le acabo de contar a usted es cierto.
- Así será, entonces. A menos que el mundo visible lo engañe, cosa que también puede ocurrir. Tenga en cuenta que a veces se dan coincidencias fortuitas. Efectos con causas aparentes que en realidad les son ajenas.
- Son ya cuatro casos concretos, profesor. O tres y uno. Los vínculos están a la vista y la relación es evidente. Pero no alcanzo a descifrar la clave.
- Pues tiene que haberla. No hay movimientos espontáneos en el orden de las cosas. Los cuerpos actúan unos sobre los otros. Cada alteración se debe a razones visibles u ocultas… Nada existe sin ellas.
Dejan atrás la plaza, siempre despacio, camino del Mentidero. Empiezan a encenderse luces tras las celosías de las ventanas y dentro de algunas tiendas que siguen abiertas. A Barrull, que vive solo y cena poco, se le antoja un bocado de tortilla de berenjena en el colmado de la calle del Veedor. Entran y se acodan un rato en el mostrador, junto a un candil encendido que humea aceite sucio, entre las cajas de productos ultramarinos y las botas de vino. El profesor con una chiquita de pajarete y el policía con una jarra de agua fresca.
- En términos generales, su asesino no es un hecho aislado -continúa Barrull mientras espera que le sirvan su plato-. Cada ser humano se mueve según la propia energía y la procedente de los cuerpos de los que recibe impulsos. Siempre hay una causa que mueve a otra. Eslabones.
Llega la tortilla, jugosa y humeante. El profesor le ofrece a Tizón, que niega con la cabeza.
- Piense en los hombres antiguos -añade Barrull-. Veían planetas y estrellas moviéndose en el cielo, y no sabían por qué. Hasta que Newton habló de la gravitación que los cuerpos celestes ejercen unos sobre otros.
- Gravitación…
- Sí. Atracciones o causas que durante siglos pueden escapar a nuestro entendimiento. Como la relación entre esas bombas y el asesino. Su gravitación criminal.
Mastica el profesor un trozo de tortilla con aire de reflexionar sobre sus propias palabras. Al cabo mueve vigorosamente la cabeza, afirmativo.
- Si un cuerpo tiene masa, cae -prosigue-. Si cae, golpea a otros cuerpos y les comunica movimiento. Si tiene analogía, actúa con ellos. Todo son leyes físicas. Incluyen a hombres y bombas.
Un sorbo de vino. Al trasluz del candil, Barrull estudia satisfecho el contenido de su copa y bebe otra vez. Al retirarla de los labios, su rostro caballuno sonríe a medias.
- Materia y movimiento, como pedía Descartes. Y constituiré el mundo… O lo destruiré.
- Ahora se produce el hecho -apunta Tizón- adelantándose a la bomba.
- Eso sólo ha ocurrido una vez. Y no sabemos por qué.
- Escuche. El asesino ha matado por cuarta vez. De manera idéntica. Y resulta que, al poco rato, la bomba llega al punto exacto. ¿De verdad cree que la casualidad tiene algo que ver?… Justamente es la razón la que me dice que la conexión existe.
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