Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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Tizón lo había tomado por el brazo de modo casi amistoso, haciéndolo caminar calle abajo para alejarlo de la gente agrupada cerca del portal. Una aparente deferencia, la del brazo, que no engañaba a nadie. Desde luego, a Zafra no lo engañaba en absoluto. Tras un par de intentos consiguió soltarse y se encaró con el policía.

- Pues fíjese que yo creo lo contrario. Que sí tiene que ver.

Lo miró Tizón desde arriba: bajo de estatura, medias zurcidas, zapatos sucios con hebillas de latón. Un topacio -seguramente falso- como alfiler de corbata. Sombrero arrugado puesto de través, tinta en las uñas y papeles asomando de los bolsillos de la levita verde botella. Ojos descoloridos. Quizás inteligentes.

- ¿Y en qué se basa para ese disparate?

- Me lo ha dicho un pajarito.

Ecuánime como suele, Tizón consideró con sangre fría el problema. Las distintas opciones del tablero. Alguien se había ido de la lengua, sin duda. Tarde o temprano tenía que ocurrir. Por otra parte, Mariano Zafra no resulta especialmente peligroso -su crédito como periodista es mínimo-, pero sí pueden serlo las consecuencias de lo que publique. Lo único que le falta a Cádiz es la confirmación de que un asesino de muchachas lleva tiempo actuando impunemente, y saber de qué manera lo hace. Cundiría el pánico, y algún desgraciado, sospechoso de esto o aquello, acabaría acogotado por la gente furiosa. Sin contar una previsible exigencia de responsabilidades: quién ha mantenido aquello oculto, quién es incapaz de descubrir al asesino, y algunos etcéteras más. Los periódicos serios no tardarían en ocuparse de la historia.

- Vamos a intentar ser responsables, amigo Zafra. Y discretos.

No era el tono, se dijo en el acto, observando la expresión altanera del interlocutor. Un error táctico por su parte. El Robespierre del Boquete era de los que se crecían con la flojera del adversario. Casi un palmo.

- No me tome el pelo, comisario. El pueblo de Cádiz tiene derecho a saber la verdad.

- Déjese de derechos y tonterías. Seamos prácticos.

- ¿Con qué autoridad me dice eso?

Miró Tizón a un lado y otro de la calle, como si esperase que alguien le trajese un certificado de su autoridad. O para comprobar que la conversación seguía desarrollándose sin testigos.

- Con la de quien puede romperle la cabeza. O convertir su vida en una pesadilla.

Un respingo. Medio paso atrás. Una mirada inquieta, rápida, a un lado y a otro, hacia donde Tizón había dirigido antes las suyas. Y un silencio.

- Me está amenazando, comisario.

- No me diga.

- Lo denunciaré.

Ahí se permitió Tizón una risita. Corta, seca. Tan simpática como el relucir de su colmillo de oro.

- ¿A quién? ¿A la policía?… La policía soy yo, hombre.

- Hablo de la Justicia.

- A menudo también soy la Justicia. No me fastidie.

Esta vez el silencio fue más largo. Expectante por parte del comisario, reflexivo por parte del publicista. Unos quince segundos.

- Vamos a razonar, camarada -dijo al fin Tizón-. Usted me conoce de sobra. Y yo a usted.

El tono era conciliador. Un arriero ofreciendo una zanahoria a la mula a la que ha molido a palos. O a la que va a moler. Así parecía interpretarlo Zafra, al menos.

- Hay libertad de imprenta -dijo-. Supongo que eso lo sabe.

El tono no estaba exento de firmeza. Aquella rata, se dijo Tizón, no era cobarde. Después de todo, concluyó, hay ratas que no lo son. Capaces de zamparse a un hombre vivo.

- Déjese de historias. Esto es Cádiz. Su periódico tiene el amparo del gobierno y las Cortes, como todos…

Yo no puedo impedir que publique lo que quiera. Pero puedo hacerle sentir las consecuencias.

Alzó el otro un dedo manchado de tinta.

- Usted no me da miedo. Otros antes quisieron silenciar la voz del pueblo, y ya ve. Día vendrá en que…

Casi se empinaba sobre la punta de sus zapatos sin lustrar. Tizón lo interrumpió con un ademán hastiado. No me haga gastar saliva para nada, dijo. Y no la gaste usted. Quiero proponerle un trato. Al escuchar la última palabra, lo miró el publicista como si no diera crédito. Luego se llevó una mano al pecho.

- Yo no hago tratos con instrumentos ciegos del poder.

- No me toque los huevos, oiga. Lo que ofrezco es razonable.

En pocas palabras, el comisario expuso lo que tenía en la cabeza. En caso necesario, estaba dispuesto a proporcionar al editor de El Jacobino Ilustrado la información conveniente. Sólo a él. Le contaría puntualmente cuanto estuviese en su mano contar, reservándose detalles que entorpecerían la investigación, de hacerse públicos.

- A cambio, usted me cuidará. Un poquito.

Lo estudiaba el otro, receloso.

- ¿Qué significa eso exactamente?

- Ponerme por las nubes: nuestro comisario de Barrios es sagaz, necesario para la paz ciudadana, etcétera. La investigación va por buen camino y pronto habrá sorpresas… Qué sé yo. Quien escribe es usted. La policía vigila día y noche, Cádiz está en buenas manos y cosas así. Lo corriente.

- Me toma el pelo.

- Para nada. Le digo cómo vamos a hacer las cosas.

- Prefiero mi libertad de imprenta. Mi libertad ciudadana.

- Con su libertad de imprenta no pienso meterme. Pero si no llegamos a un acuerdo, la otra va a pasar un mal rato.

- Explíquese.

Miraba el policía, pensativo, el puño de bronce de su bastón: una bola redonda, en forma de gruesa nuez. Suficiente para abrir un cráneo de un solo golpe. El publicista seguía la dirección de esa mirada, impasible. Un sujeto duro, concedió mentalmente Tizón. Había que reconocerle que, si bien cambiaba de principios según las necesidades del mercado, mientras sostenía unos u otros era capaz de defenderlos como gato panza arriba. Casi parecía respetable, para quien no lo conociera. La ventaja de Tizón era que él sí lo conocía.

- ¿Se lo digo con rodeos, o mato por derecho?

- Por derecho, si no le importa.

Una pausa breve. La justa. Después, Tizón movió su alfil.

- El morito de catorce años, criado de su casa, al que usted le rompe el ojete de vez en cuando, puede costarle un disgusto. O dos.

Parecía que un émbolo hubiese extraído, de golpe, toda la sangre del cuerpo del publicista. Blanco como una hoja de papel antes de meterla bajo el tórculo de la imprenta. En los ojos descoloridos, las pupilas se empequeñecieron hasta casi desaparecer. Eran dos puntos negros diminutos.

- La Inquisición está suspendida -murmuró al fin, con esfuerzo-. Y a punto de abolirse.

Pero ya no había firmeza de por medio. Rogelio Tizón sabía mucho de eso. El tono de su interlocutor era el de quien no ha desayunado, ni comido nada sólido, y está a punto de quedarse sin cenar. Alguien con el estómago vacío y la cabeza repentinamente llena. Rozando el desmayo. En ese punto, el diente lobuno emitió otro destello. A mí la Inquisición me importa una mierda, dijo Tizón. Pero hay varias opciones, figúrese. Una es expulsar de Cádiz al muchacho, que tiene menos papeles que un conejo de monte. Otra es detenerlo con cualquier pretexto, y procurar que en la Cárcel Real los presos veteranos le ensanchen un poquito el horizonte. También se me ocurre una tercera posibilidad: hacerle un reconocimiento médico ante un juez de confianza y forzarlo luego a que lo acuse a usted de sodomía. Pecado nefando, ya sabe. Así lo llamábamos antes de toda esta murga de las Cortes y la Constitución. En los buenos tiempos.

Ahora el publicista balbuceaba. Directamente y sin disimulos.

- ¿Desde cuándo…? Es inaudito… ¿Desde cuándo sabe todo eso?

- ¿Lo del morito? Hace tiempo. Pero cada uno lleva su vida; y yo, fíjese, en la casa de cada cual no me meto… Otra cosa, camarada, es tener que limpiarme el culo con el periódico que usted publica.

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