Arturo Pérez-Reverte - El Asedio
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El teniente Bertoldi, que iba en el carro de cabeza del convoy, aparece a un lado del camino, cerrándose la bragueta después de aliviarse entre unos matorrales. Va sin sombrero ni sable, con la casaca abierta y el chaleco desabrochado sobre la tripa, boqueando a causa del tremendo calor. La piel la tiene roja como un indio de las praderas americanas.
- Hágame compañía -le dice Desfosseux.
Tiende una mano y lo ayuda a sentarse a su lado en la trasera del carro, a la sombra. Después de dar las gracias, Bertoldi se cubre la nariz y la boca con el pañuelo sucio que lleva anudado al cuello.
- Parecemos salteadores de caminos -apunta el capitán, sofocada la voz bajo el suyo.
El otro suelta una carcajada.
- En España -conviene- todo el mundo lo parece.
Dirige miradas de añoranza a retaguardia, pues ha disfrutado sin recato los dos días de ocio. Su presencia no era necesaria, pero Desfosseux lo reclamó a su lado, seguro de que al ayudante le iría bien un descanso lejos del fuego de contrabatería español, sin otra preocupación que mantener la línea recta al caminar con el contenido de varias botellas en el cuerpo. Y según sus noticias, así ha sido. De las dos noches, una la ha pasado Bertoldi en una bodega y otra en un burdel: el que hay abierto para oficiales en la plaza del Embarcadero.
- Esas españolas -comenta, evocador-. Gabacho cabr ó n, dicen mientras se desnudan, como si fueran a sacarte los ojos. Tan raciales, ¿verdad? Tan primitivas con sus abanicos y sus rosarios. Parecen gitanas, pero te cobran como si fueran marquesas… Las muy putas.
Desfosseux mira distraído el paisaje. Pensando en sus cosas. De vez en cuando, con el gesto amoroso que una gallina responsable dedicaría a sus polluelos predilectos, se vuelve a medias para contemplar la carga que viaja en el carro, cubierta con lonas y cuidadosamente estibada entre paja y cuñas de madera. Su ayudante echa un vistazo y entorna los ojos, sonriendo bajo el pañuelo.
- Todo llega en la vida -dice.
Asiente el capitán de artillería. La espera ha merecido la pena, o al menos confía en que la merezca. Con destino al Trocadero, el convoy transporta cincuenta y dos bombas especiales de la Fundición de Sevilla, expresamente fabricadas para Fanfán: proyectiles esféricos de obús Villantroys-Ruty de 10 pulgadas, sin asas ni cáncamos, perfectamente calibrados y pulidos en dos modelos distintos, denominados Alfa y Beta. Los carros transportan dieciocho piezas del primero, y treinta y cuatro del segundo. El modelo Alfa es una bomba convencional de tipo granada, de 72 libras de peso, con orificio para espoleta, cargada con lastre de plomo cuidadosamente equilibrado y pólvora. La Beta, por completo esférica y sin espoleta ni carga explosiva, sólo lleva en su interior una masa inerte de plomo con los intersticios rellenos de arena -eso facilita que se trocee en el impacto-, que eleva su peso a 80 libras. Estas nuevas bombas son resultado final de los trabajos y ensayos que durante los últimos meses ha llevado a cabo Desfosseux en la batería de la Cabezuela; fruto de largas observaciones, desvelos, fracasos y éxitos parciales que ahora se materializan en lo que transporta el convoy. Además de cinco nuevos obuses de 10 pulgadas que, a semejanza de Fanfán y con algunas mejoras técnicas, se están fundiendo en Sevilla.
- Usaremos pólvora ligeramente húmeda -dice de pronto el capitán.
Bertoldi lo mira, sorprendido.
- ¿Es que su cabeza no descansa nunca?
Desfosseux señala el polvo del camino. De ahí acaba de venir la idea. Se ha bajado el pañuelo de la cara y sonríe de oreja a oreja.
- Soy un estúpido por no haberlo pensado antes.
Su ayudante frunce las cejas, considerando seriamente el asunto.
- Tiene sentido -concluye.
Claro que sí, responde el capitán. Se trata de aumentar la conmoción inicial de la pólvora en los ocho pies de longitud que tiene el ánima del obús. Si ésta fuera más corta, habría poca diferencia: mejor, en todo caso, la pólvora muy seca. Pero con obuses largos de bronce y grueso calibre, como es el caso de Fanfán y sus futuros hermanos, la combustión menos violenta de la pólvora un poco húmeda puede incrementar la impulsión del proyectil.
- Es cuestión de probarlo, ¿no?… A falta de morteros, pólvora mojada.
Ríen como colegiales a espaldas del maestro. Nadie convencerá nunca a Simón Desfosseux de que, con morteros en vez de obuses, no podrían conseguirse mejores resultados y alcanzar todo el recinto de Cádiz. Pero la palabra mortero sigue proscrita en el estado mayor del mariscal Víctor. Sin embargo, el capitán sabe que, para cumplir cuanto se le exige, necesitaría mayor diámetro de boca de fuego del que proporcionan los obuses. Le duelen los dientes de repetir que con una docena de morteros de 14 pulgadas y recámara cilindrica, combinados con igual número de cañones de 40 libras, podría arruinar Cádiz, aterrorizar a su población y obligar al gobierno insurgente a buscar refugio en otra parte. Con esos medios está dispuesto a firmar cualquier garantía de desbandada general, en sólo un mes de operaciones que sembrarían de bombas la ciudad. Y con granadas como Dios manda, provistas de espoleta y de las que estallan al llegar al objetivo. Bombas de toda la vida. Pero siguen sin hacerle caso. Víctor, por instrucciones directas del emperador y de los zánganos del cuartel general imperial, incapaces de discutir a Napoleón la menor idea o capricho, exige utilizar obuses contra Cádiz. Y eso, como insiste el mariscal en cada reunión donde se trata el asunto, significa proyectiles que lleguen de cualquier modo a la ciudad, estallen o no estallen. A cambio de una reseña conveniente en las páginas de los periódicos de Madrid y París - « Nuestros ca ñ ones tienen el centro de C á diz bajo continuo bombardeo » , o algo así-, el duque de Bellune sigue prefiriendo mucho ruido y pocas nueces. Pero Simón Desfosseux, a quien lo único que importa en esta vida es trazar parábolas de artillería, tiene la sospecha de que ni siquiera el ruido está garantizado. Tampoco está convencido de que Fanfán y sus hermanos, incluso cargados con el alfabeto griego de cabo a rabo, basten para satisfacer a sus jefes. Hasta con el nuevo material sevillano, el alcance ideal de 3.000 toesas es difícil de conseguir. El capitán calcula que, con fuerte viento de levante, temperatura adecuada y otras condiciones favorables, podría cubrir los cuatro quintos de esa distancia. Alcanzar el centro de Cádiz sería ya extraordinario. El emplazamiento de Fanfán dista del campanario de la plaza de San Antonio 2.870 toesas exactas, que Desfosseux tiene calculadas al punto sobre el plano de la ciudad y grabadas como una obsesión en el cerebro.
A Rogelio Tizón se lo llevan los diablos. Camina hace rato de un lado a otro, deteniéndose para volver sobre sus pasos. Observa cada portal, cada esquina, cada tramo de la calle que recorre desde hace varias horas. La suya es la aparente indecisión de alguien que ha perdido algo y mira por todas partes, rebuscando sin cesar en bolsillos y cajones, de vuelta al mismo sitio una y otra vez, confiando en dar con un indicio de lo perdido, o en recordar cómo lo perdió. Falta poco para que se ponga el sol, y los rincones más bajos y estrechos de la calle del Viento empiezan a llenarse de sombras. Media docena de gatos descansa en un montón de escombros y desperdicios, ante una casa donde un escudo nobiliario, roído por la intemperie, asoma bajo la ropa tendida que cuelga de las ventanas superiores. El barrio es marinero y pobre. Situado en la parte alta y vieja de la ciudad, cerca de la Puerta de Tierra, conoció en otro tiempo un esplendor del que apenas se advierte hoy rastro: algunos pequeños comerciantes y unas pocas casas solariegas convertidas en viviendas de vecindad donde se hacinan familias humildes cargadas de hijos; y también, desde que empezó el asedio francés, soldados y emigrados de pocos recursos.
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