Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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Cada mañana, entre las ocho y media y las diez, el comisario hace una ronda por los cafés para echar un vistazo a las caras nuevas y comprobar si las conocidas siguen allí: el del Correo, el Apolo, el del Ángel, el de las Cadenas, el León de Oro, la confitería de Burnel, la de Cosí y algún otro establecimiento, son los hitos de ese recorrido, con numerosas escalas intermedias. Podría confiar la ronda a algún subordinado, pero hay asuntos que no deben asignarse a ojos ni oídos ajenos. Policía por instinto además de por oficio, Tizón refresca en esos paseos cotidianos la visión de la ciudad que es su terreno de trabajo, tomándole el pulso allí donde mejor late. Es el momento de confidencias hechas al paso, de conversaciones breves, de miradas significativas, de indicios en apariencia banales que luego, combinados en la reflexión del despacho con la lista de viajeros registrados en posadas y casas de vecindad, orientan la actividad rutinaria. La caza de cada día.

- Ya está, señor comisario -el limpiabotas se seca el sudor con el dorso de la mano-. Como dos jaspes.

- ¿Qué te debo?

La pregunta es tan ritual como la respuesta:

- Está usted cumplido.

Tizón le da dos golpecitos con el bastón en el hombro, apura el resto de la limonada y sigue camino calle abajo, fijándose según acostumbra en los transeúntes que por su ropa y aspecto identifica como forasteros. En el Palillero ve a varios diputados que se dirigen a San Felipe Neri. Casi todos son jóvenes, vestidos con fracs que descubren los chalecos, sombreros ligeros de junco o abacá filipino, corbatines de tonos claros, pantalones ajustados o a la jineta con botas de borla, a la moda de los que se llaman liberales por oposición a los parlamentarios partidarios a ultranza del poder absoluto del rey, que visten más formales y suelen inclinarse por las levitas y casacas redondas. A estos últimos, los gaditanos guasones empiezan a llamarlos serviles, apuntando así por dónde van los tiros del gusto popular en el debate, cada vez más agrio, sobre si la soberanía pertenece al monarca o a la nación. Un debate que, por otra parte, al comisario lo trae al fresco. Liberales o serviles, reyes, regencias, juntas nacionales, comités de salvación pública o archipámpanos del Gran Tamerlán, quien mande en España siempre necesitará policías para hacerse obedecer. Para devolver al pueblo, después de haber rentabilizado a conveniencia su aplauso o su cólera, la realidad de las cosas.

Al cruzarse con los diputados, por simple instinto profesional ante cualquier autoridad, Tizón saluda quitándose el sombrero con la misma diligencia que emplearía -nunca se sabe cuándo esos casos llegan- si le ordenaran meterlos a todos en la cárcel. Reconoce entre ellos los ojos claros y acuosos, semejantes a ostras crudas, del jovencísimo conde de Toreno; también al zanquilargo e influyente Agustín Argüelles y a los americanos Mexía Lequerica y Fernández Cuchillero. Tizón saca el reloj del bolsillo del chaleco y comprueba que son más de las diez de la mañana. Pese a que las reuniones diarias de las Cortes empiezan de modo oficial a las nueve en punto, raro es el día que hay quórum antes de las diez y media. A sus señorías -en esto no hay diferencia entre liberales y serviles- les gusta poco madrugar.

Torciendo a la derecha por la calle de la Verónica, el comisario se mete en el colmado de un montañés, que es también despacho de vinos. El dueño trabaja detrás del mostrador llenando frascas mientras su mujer friega vasos en la pila, entre embutidos colgados de una viga y sardinas saladas de bota.

- Tengo un problema, camarada.

Lo mira el otro, suspicaz, el palillo en la boca. Salta a la vista que conoce a Tizón lo suficiente para saber que un problema del policía no tardará en ser problema suyo.

- Usted dirá.

Sale del mostrador y Tizón se lo lleva al fondo, cerca de unos sacos de garbanzos y una pila de cajas de bacalao seco. La mujer los mira suspicaz, oído atento y cara de vinagre. También ella conoce al comisario.

- Anoche te encontraron aquí gente a deshoras. Y jugando a los naipes.

Protesta el otro. Fue un malentendido, dice escupiendo el palillo. Unos forasteros se equivocaron de sitio, y él no hizo ascos a un par de monedas. Eso es todo. En cuanto a lo de los naipes, es una calumnia. Falso testimonio de algún vecino cabrón.

- Mi problema -prosigue Tizón, impasible- es que tengo que ponerte una multa. Ochenta y ocho reales, para ser exactos.

- Eso es injusto, señor comisario.

Tizón mira al montañés hasta que éste baja los ojos. Es un santanderino de la sierra de Bárcena: un tipo alto y fuerte, con bigotazo, que lleva en Cádiz toda la vida. Razonablemente apacible, que él sepa. Del tipo vive y deja vivir. Su única debilidad, como la de todo el mundo, es querer embolsarse algunas monedas más. El policía sabe que en el colmado, cerrada la puerta de la calle, se juega a las cartas contraviniendo las ordenanzas municipales.

- Lo de injusto -responde con frialdad- acaba de subirte la multa veinte reales.

Palidece el otro, balbuciendo excusas, y mira de reojo a su mujer. No es verdad que anoche se jugara aquí, protesta. Éste es un comercio decente. Usted se extralimita.

- Ya son ciento veintiocho reales. Cuidado con esa boca.

Reniega el montañés, indignado, pegando un puñetazo sobre un saco de garbanzos que hace saltar varios por el suelo. Ese cagarte en Dios quedará entre nosotros, apunta Tizón sin alterarse. Me hago cargo de los nervios, y no te lo cuento como blasfemia pública. Aunque debería. Tampoco tengo prisa. Podemos pasar así la mañana, si quieres. Entreteniendo a tu mujer y a los clientes que entren: tú protestando, y yo subiéndote la multa. Y al final te cerraré la tienda. Así que déjalo como está, hombre. Que vas servido.

- ¿Hay arreglo posible?

El policía compone un gesto ambiguo, deliberado. De los que a nada comprometen.

- Me cuentan que los tres que estuvieron aquí anoche son gente de afuera. Un poquito rara… ¿Los conocías de antes?

De vista, admite el otro. Uno se aloja en la posada de Paco Peña, en Amoladores. Un tal Taibilla. Lleva un parche en el ojo izquierdo y dicen que fue militar. Se hace llamar teniente, pero el montañés no sabe si lo es.

- ¿Maneja dinero?

- Algo.

- ¿De qué hablaron?

- Ese Taibilla conoce a gente que mete y saca a forasteros. O a lo mejor lo trajina él mismo… Eso tampoco lo sé.

- ¿Por ejemplo?

- Un esclavo negro joven. Fugado. Le están buscando un barco inglés.

- ¿Gratis?… Me extraña.

- Por lo visto se llevó la vajilla de plata de su amo.

- Acabáramos. Tanto trabajo por un negro.

Tizón toma nota mental de todo. Está al corriente del asunto -el marqués de Torre Pacheco denunció hace una semana la fuga del esclavo y el robo de la plata-, y el dato puede serle útil. También rentable. Una de sus maneras de hacer las cosas es no mostrar excesivo interés por lo que le cuentan. Eso encarece la mercancía, y a él le gusta comprar barato.

- Dame algo mejor. Anda.

Mira el montañés a su mujer, que aparenta seguir atareada en el fregadero. También, dice bajando la voz, trataron sobre una familia que está en El Puerto de Santa María y quiere entrar en Cádiz: un funcionario de Madrid con mujer y cinco hijos, dispuesto a pagar por el viaje y las cartas de residencia, si se las consiguen.

- ¿Cuánto?

- Mil y pico reales, creí oírles.

Sonríe el comisario en los adentros. Él se lo habría arreglado al madrileño por la mitad de esa suma. Quizá todavía lo haga, si le echa el guante. Una de sus innumerables ventajas frente a advenedizos como el del parche en el ojo es que, comparados con los precios que maneja esa chusma, los suyos son una ganga. Avalados, además, por su diáfana respetabilidad oficial, con tampón auténtico y limpios de polvo y paja. No en vano, en última instancia, es el propio Tizón quien tiene que dar por buenos esos documentos.

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