Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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El edificio donde apareció la chica muerta está un poco más allá del recodo de la calle, casi en la esquina de una placita que se ensancha cuesta abajo al extremo de ésta, cerca de la calle de Santa María y los muros del convento de ese nombre. Tizón vuelve atrás y deambula despacio, mirando de nuevo a izquierda y derecha. Todas sus certezas acaban de irse abajo de modo lamentable, y ahora le resulta imposible ordenar de nuevo las ideas. Ha pasado media tarde confirmando la desoladora realidad: allí no ha caído ninguna bomba, nunca. Los lugares más cercanos están a trescientas varas, en la calle del Torno y junto a la iglesia de la Merced. Esta vez no es posible sospechar, ni forzando mucho las cosas, una relación entre la muerte de una muchacha y el lugar de impacto de las bombas francesas. Nada sorprendente, se recrimina amargo. Al fin y al cabo, nunca hubo indicios sólidos de que existiera esa relación. Sólo huellas en la arena, como todo lo demás. Piruetas de la imaginación, que gasta bromas pesadas. Disparates. Tizón piensa en Hipólito Barrull y eso le agrava el malhumor. Su contrincante del café del Correo va a retorcerse de risa cuando se lo cuente todo.

El policía entra en la casa, que huele a abandono y suciedad. La luz de la tarde se retira con rapidez, y el pasillo de la entrada ya está oscuro. Queda un rectángulo de claridad en el patio, bajo dos pisos de ventanas sin cristales y galerías de las que hace tiempo arrancaron las barandillas de hierro. Allí, sobre el enlosado roto del patio, unas manchas pardas, de sangre seca, indican el lugar donde apareció la muchacha. Se la llevaron a mediodía, después de que Tizón reconociese el cuerpo e hiciera las indagaciones pertinentes. Estaba como las tres anteriores: manos atadas delante, amordazada la boca, desnuda la espalda y destrozada a latigazos que la descarnaban, dejando al descubierto los huesos de la columna vertebral desde la cintura hasta las cervicales, los omoplatos y el arranque de las costillas. En esta ocasión el asesino se ensañó de forma especial; parecía que un animal salvaje hubiese devorado la piel y la carne de la espalda. La chica debió de sufrir mucho. Al quitarle la mordaza comprobaron que ella misma se había roto los dientes, apretándolos en las convulsiones de su agonía. Todo un espectáculo. Junto a la costra seca del suelo hay una mancha amarilla que todavía apesta. Uno de los hombres de Tizón -individuos curtidos, sin embargo, en atrocidades habituales- vomitó allí mismo al ver aquello, hasta la primera papilla.

Virgen, ha confirmado la tía Perejil. Como las otras. Tampoco esta vez era eso lo que el criminal buscaba. Según ha establecido Tizón, la muchacha desapareció a primera hora de la noche de ayer, cuando regresaba a su casa en la calle de la Higuera, después de atender a un pariente enfermo que vive en la calle Sopranis y comprar una garrafa de vino para su padre. El crimen no parece improvisado: la muchacha dejaba la casa del pariente todos los días a la misma hora. El asesino debió de vigilarla durante cierto tiempo, y ayer decidió seguirla un corto trecho, abordarla a la altura de la casa abandonada y meterla a la fuerza en el patio -la garrafa la encontraron rota en el portal-. Sin duda conocía el lugar y lo tenía estudiado para su propósito. Aunque el recodo de la calle del Viento no es lugar muy transitado, hay gente que entra y sale. La acción del asesino demuestra no poca audacia, expuesta siempre al azar de un transeúnte o la curiosidad de un vecino. Y sobrada sangre fría. Atar y amordazar a la víctima y luego destrozarla de ese modo, latigazo a latigazo, requirió al menos diez o quince minutos.

Hay algo en el aire que intriga al policía, aunque tarda en advertirlo de forma consciente. Se trata de la atmósfera, o más bien de la ausencia de ésta, o su alteración. Es como si hubiese un punto del espacio donde la temperatura, el sonido y hasta los olores quedaran en suspenso, haciéndose el vacío. Algo parecido a pasar inesperadamente de un lugar a otro, cruzando por un punto donde el aire quedara inmóvil. Extraña sensación, de cualquier modo, en un lugar que se llama, y no por casualidad -la parte de muralla que da al mar y a los vendavales está próxima-, calle del Viento. Los gatos, que han seguido a Tizón hasta el interior de la casa, vienen a distraerlo de tales reflexiones. Se acercan silenciosos y cautos, con atentas ojeadas de cazadores. Aquél es su territorio, y en el lugar abundan las ratas; el cadáver de la chica mostraba huellas de mordiscos que lo indican. Uno de los gatos intenta restregarse contra las botas del policía, y éste lo ahuyenta de un bastonazo. El animal se une a sus compañeros, que lamen la mancha de sangre seca. Tizón se sienta en los peldaños desportillados de una ruinosa escalera de mármol y enciende un cigarro. Cuando vuelve a pensar en ella, la sensación extraña ha desaparecido.

Cuatro muertes y ni un solo indicio que valga la pena. Además, las cosas tienen trazas de complicarse. Aunque se consiga tapar la boca a la familia de la muchacha -en otros casos, Tizón lo arregló con dinero-, esta vez son varios los vecinos que han visto el cuerpo. La voz habrá corrido por el barrio. Y para enredarlo todo, acaba de entrar en escena un personaje indeseable: Mariano Zafra, propietario, editor y redactor único de uno de los muchos periódicos aparecidos en Cádiz desde la proclamación -nefasta, a juicio del comisario- de la libertad de imprenta. El tal Zafra es un publicista de ideas radicales, cuya actividad sólo se explica en el espeso clima político que vive la ciudad. Su periódico El Jacobino Ilustrado tiene cuatro páginas, sale una vez a la semana y combina información sobre las sesiones de las Cortes con noticias y rumores recogidos, sin el menor rigor, en una sección llamada Calle Ancha, que es tan zascandil, entrometida y correveidile como su autor. Partidario en otro tiempo de Godoy, fernandista exaltado tras la caída del ministro, defensor del trono y la Iglesia hasta hace poco, liberal acérrimo a medida que los diputados de esa tendencia ganan apoyo entre la población gaditana, Zafra es de los que evolucionan sin rubor del oportunismo a la desfachatez. Sus panfletos no tienen peso en la opinión pública, más allá de un par de tabernas de la zona de mala nota donde vive junto al Boquete, de algunos cafés donde se lee de todo, y de los delegados constituyentes, que devoran cuanto se escribe sobre ellos, dispuestos a aplaudir o indignarse según los traten correligionarios o adversarios. Pero la del Jacobino, aunque en las antípodas de publicaciones serias como el Diario Mercantil, El Conciso o El Semanario Patri ó tico, es también letra impresa y tinta fresca, al fin y al cabo. Prosa periodística: la flamante diosa del siglo nuevo. Y las autoridades -el gobernador Villavicencio y el intendente general García Pico, por ejemplo- se tientan la ropa en esa materia, incluso cuando se trata de burdos libelos como el que redacta ese Zafra. A quien, a causa de su extremismo furibundo -ahora es rara la semana en que no exige nobleza guillotinada, generales ajusticiados y asambleas del pueblo soberano-, los guasones de los cafés, que le tomaron hace tiempo el pulso al personaje, apodan El Robespierre del Boquete.

El caso es que a primera hora de la tarde, cuando todavía estaba el cuerpo de la muchacha en el patio y Tizón buscaba alguna pista útil en las cercanías, su ayudante Cadalso vino a decirle que Mariano Zafra estaba en la puerta, preguntando qué pasaba. Salió el comisario, hizo retroceder a los curiosos, llevó aparte al publicista y le dijo sin rodeos que se metiera en sus asuntos.

- Hay una muchacha asesinada -opuso el otro, impávido-. Y no es la única. Recuerdo al menos una o dos, antes.

- Ésta no tiene nada que ver.

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