Arturo Pérez-Reverte - El Asedio
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- ¿De qué más hablaron?
- Poco más. Mencionaron a un mulato.
- Vaya. Fue noche de morenos, por lo que veo… ¿Qué hay de ese mulato?
- Otro que va y viene. Por lo visto anda mucho de aquí a El Puerto.
Registra Tizón el detalle mientras se quita el sombrero para secarse el sudor. Otras veces ha oído hablar de un mulato, patrón de barca propia, que contrabandea de orilla a orilla, como tantos; pero no que pase gente. Habrá que averiguar sobre ese sujeto, concluye. Con quién habla y por dónde se mueve.
- ¿De qué iba el asunto?
El montañés hace un ademán vago.
- Alguien quiere reunirse con su familia, en el otro lado… Me pareció entender que es un militar.
- ¿Desde Cádiz?
- Así lo entendí.
- ¿Soldado u oficial?
- Oficial, parece.
- Eso ya es más gordo… ¿Oíste él nombre?
- Ahí me pilla usted.
Tizón se rasca el bigote. Un oficial dispuesto a pasarse al enemigo siempre es peligroso. Llega allí, cuenta cosas para congraciarse, y de la deserción a la traición hay un paso muy corto. Y aunque los desertores son competencia de la jurisdicción castrense, cuanto tiene que ver con información o espionaje también pasa por su departamento. Especialmente ahora, cuando se cree ver espías por todas partes. En Cádiz y la Isla hay establecidas duras penas para los patrones y boteros que transporten a desertores, y prohibición de desembarcar a todo emigrado que no pase antes por el barco aduana fondeado en la bahía. En tierra, todo dueño de fonda, posada o casa particular está obligado a informar sobre nuevos huéspedes; y quien se mueva por la ciudad debe ir provisto de una carta de seguridad que lo acredite. Tizón sabe que el gobernador Villavicencio tiene listo un bando de policía aún más enérgico, con pena de muerte para las infracciones graves, aunque de momento retrasa su publicación. En las presentes circunstancias, un extremo rigor significaría ejecutar a media ciudad y encarcelar a la otra media.
- Bueno, camarada. Si volvieran por aquí, tiendes la oreja y me cuentas. ¿Entendido?… Mientras tanto, cierra a la hora en que tengas que cerrar. Dedícate a lo tuyo, y nada de naipes.
- ¿Y qué pasa con la multa?
- Hoy es tu día de suerte. Lo dejaremos en cuarenta y ocho reales.
El bochorno gaditano se siente lo mismo al sol que a la sombra cuando el comisario sale a la calle y cruza por San Juan de Dios, camino de su despacho en la Comisaría de Barrios: un viejo edificio con rejas de hierro pegado al convento de Santa María, cerca de la Cárcel Real. Aunque ya media la mañana, los puestos de fruta, verduras y pescado hormiguean de gente bajo los toldos que se extienden desde el edificio consistorial hasta el Boquete y las puertas del muelle. Atraídas por las mercancías expuestas al calor, las moscas asaltan por enjambres. Tizón se afloja el corbatín que le ciñe el cuello y se abanica con el sombrero. Con mucho alivio se quitaría la chaqueta para quedarse en chaleco y mangas de camisa -pese a ser lienzo fino, la tiene empapada de sudor-, pero hay cosas que un caballero y un comisario de policía no pueden hacer. El dista de ser lo primero, y tampoco lo pretende; pero lo segundo impone cierta compostura. No todo son ventajas en su oficio y posición.
Cuando dobla la esquina frente al pórtico de piedra de Santa María, Rogelio Tizón distingue de lejos a Cadalso, su ayudante, acompañado del secretario. Deben de estar esperándolo un buen rato, pues acuden a su encuentro con aspecto de traer noticias importantes. Y tendrán que serlo, supone el comisario, para que el secretario, ratón de despacho y enemigo declarado de la luz del sol, salga a la calle con la que está cayendo.
- ¿Qué pasa? -pregunta cuando llegan a su altura.
Con toda urgencia, los otros lo ponen al corriente. Una muchacha ha aparecido muerta. A Tizón se le evapora el calor de golpe. Cuando al fin consigue articular palabra, siente los labios helados.
- ¿Muerta, cómo?
- Amordazada, señor comisario. Y con la espalda abierta a latigazos.
Los mira desconcertado, intentando digerir aquello. No puede ser. Intenta pensar a toda prisa, pero no lo consigue. Las ideas se le atropellan.
- ¿Dónde ha sido?
- Muy cerca de aquí. En el patio de una casa arruinada que hay al final de la calle del Viento, junto al recodo… La encontraron unos críos, jugando.
- Imposible.
El secretario y el ayudante miran a su jefe con desacostumbrada curiosidad. Uno se endereza los lentes sobre la nariz y el otro arruga la obtusa frente.
- Pues no hay duda -dice Cadalso-. Tiene dieciséis años y es vecina del barrio… Su familia la buscaba desde ayer por la noche.
Tizón mueve la cabeza, negando, aunque ignora exactamente qué. El rumor del mar que bate al pie de la muralla cercana llega ahora ensordecedor hasta sus oídos, como si lo tuviera debajo de las botas recién lustradas por Pimporro. Aturdiéndolo todavía más. El insólito frío se le extiende por todo el cuerpo, hasta la médula de los huesos.
- Os digo que es imposible.
Se ha estremecido, y advierte que sus subordinados lo notan. De pronto siente la necesidad de sentarse en alguna parte. De pensar despacio. Con tiempo y a solas.
- ¿La han matado como a las otras? ¿Seguro?
- Exactamente igual -confirma Cadalso-. Acabo de ver el cadáver. Llevo un buen rato intentando localizarlo a usted… He dicho que no dejen acercarse a la gente y que nadie toque nada.
Tizón no escucha. Imposible, vuelve a decir entre dientes. Completamente imposible. El otro lo observa, confuso.
- ¿Por qué repite eso, señor comisario?
Tizón mira a su ayudante como si éste fuera imbécil.
- Allí no ha caído nunca nada.
Lo dice sin poderlo remediar, como si formulara una protesta. Y suena absurdo, desde luego. A él mismo se lo parece, expresado en voz alta. Por eso no le extraña advertir que Cadalso y el secretario intercambian una mirada inquieta.
- Tampoco -añade- ha caído una bomba en la ciudad desde hace semanas.
El pequeño convoy, cuatro carros grises tirados por muías, cruza traqueteando el segundo puente de barcas y avanza por la margen izquierda del río San Pedro, en dirección al Trocadero. Sentado en la trasera del último carro -el único que lleva un toldo que protege del sol-, con las piernas colgando, el sable entre ellas y un pañuelo en la cara para no respirar el polvo que levantan las muías, el capitán Desfosseux pierde de vista las últimas casas blancas de El Puerto de Santa María. El camino describe un arco siguiendo el trazado de la costa, entre el páramo próximo al río y la marea baja que descubre, estrechando la desembocadura de aquél, un ancho brazo de fango y verdín, con la barra de San Pedro en segundo término, y al fondo, atrincherada en el azul del agua inmóvil, Cádiz detrás de sus murallas.
Simón Desfosseux está razonablemente satisfecho. La carga de los carros es la que esperaba, y él acaba de pasar, además, dos plácidos días en El Puerto, disfrutando algunas comodidades de retaguardia -una buena cama y comida decente en vez del pan negro, la media libra de carne dura y el cuartillo de vino agrio de la ración diaria- mientras aguardaba la llegada del convoy que venía despacio desde Sevilla, escoltado por un destacamento de dragones e infantería. Eso no ha librado al convoy de sufrir dos ataques de las guerrillas: uno en la venta del Vizcaíno, al pie de la sierra de Gibalbín, y otro cerca de Jerez, vadeando el río Valadejo. Al fin, los carros y su carga llegaron ayer sin otra pérdida que un muerto y dos heridos; con la triste circunstancia de que el muerto era un corneta joven, desaparecido mientras iba a llenar cantimploras a un arroyo, que amaneció desnudo y amarrado a un árbol, con aspecto de haber tardado en morir un rato demasiado largo.
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