Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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Los cañones ya están instalados en sus cureñas y apuntan a la bahía por encima del parapeto. El capitán se incorpora, abandona la protección de la sombra y regresa al muelle para supervisar los ajustes finales. De camino escucha un estampido que viene de poniente. Se trata de un puum-ba poderoso, que conoce muy bien. Su oído adiestrado no lo engaña sobre la distancia: ha sonado a dos millas y media. Se detiene a mirar en esa dirección, más allá de la orilla cercana del Trocadero, y medio minuto después escucha otro estampido semejante, seguido por un tercero. De pie en la explanada del muelle, haciendo visera con una mano sobre los ojos, Desfosseux sonríe, complacido. Los disparos de los Villantroys-Ruty de 10 pulgadas son inconfundibles: perfectos, compactos, limpios en el estallido de su carga, rotundos en el eco subsiguiente. Puum-ba. Allá va otro, el cuarto. Buen chico, Maurizio Bertoldi. Sabe cumplir con su deber.

Puum-ba. El quinto estampido llena de orgullo al capitán, confirmándole un calorcillo grato, satisfecho. Es la primera vez que oye disparar desde lejos los obuses de la Cabezuela sin que él esté presente en la batería, atento a cada detalle. Pero todo suena como debe. Maravillosamente bien. El último disparo ha sido de Fanfán: se diferencia en cierto matiz en la fase inicial del estampido, más grave y seco que los otros. Reconocerlo desde tan lejos estremece a Simón Desfosseux con un impulso de extraña ternura. Como un padre que viera a su hijo caminar por primera vez.

- ¿Que desapareció?… ¿Me toma el pelo?

- En absoluto, señor. Líbreme Dios.

Silencio tenso. Prolongado. Rogelio Tizón sostiene, imperturbable, la mirada furiosa del intendente general y juez del Crimen y Policía Eusebio García Pico.

- Ese hombre estaba preso, Tizón. Era su responsabilidad.

- Se fugó, como le digo. Son cosas que pasan.

Se encuentran en el despacho de García Pico, sentado éste tras su mesa reluciente -no hay un solo papel en ella-, junto a una ventana por la que se ve el patio de la Cárcel Real. Tizón está de pie, con un cartapacio de documentos en las manos. Deseando estar en cualquier otra parte.

- Fugado en extrañas circunstancias -murmura García Pico al fin, como para sí mismo.

- Así es, señor intendente. Lo estamos investigando bien.

- Hum… ¿Cómo de bien?

- Ya le digo. Bien.

Es una forma de resumirlo tan apropiada como cualquier otra. En realidad, el individuo al que se refieren -el que espiaba a las jóvenes costureras de la calle Juan de Andas- lleva una semana en el fondo del mar, envuelto en un trozo de lona con dos balas viejas de cañón y un anclote como lastre. Urgido por la necesidad de obtener una confesión preventiva, Tizón cometió el error de confiar la faena a su ayudante Cadalso y a un par de esbirros poco sutiles en materia de dimes y diretes. El detenido no debía de andar bien de salud, y a los interrogadores se les fue la mano.

- No es tan grave, señor. Nadie sabe nada… O saben poco.

García Pico lo invita a sentarse, con gesto malhumorado.

- Eso quisiera usted -dice mientras Tizón ocupa una silla y pone el cartapacio sobre la mesa-. El asesinato de la última muchacha no pasó inadvertido.

- En forma de rumor sin confirmar -precisa el comisario.

- Pero se pidieron explicaciones. Hasta un par de diputados de las Cortes se interesaron por el asunto.

Sólo durante unos días, objeta Tizón. Y como una muerte más, aislada. Después se olvidó todo. Hay demasiadas cosas revueltas en la ciudad. Otras desgracias, sin contar las bombas. Con tanto forastero y militar, no faltan incidentes. Ayer mismo hubo un marinero inglés apuñalado y un soldado que estranguló a una prostituta en el Boquete. Siete muertos por violencia en lo que va de mes, tres de ellos mujeres. Por suerte, casi nadie relaciona a la última muchacha con las anteriores.

- Hemos podido -concluye- tapar las bocas adecuadas.

García Pico mira el cartapacio como si estuviera repleto de responsabilidades ajenas.

- Maldito sea. Dijo que tenía un sospechoso. A punto de caramelo, fueron sus palabras exactas.

- Y así era -admite Tizón-. Pero se fugó, como digo. Andábamos soltándolo bajo vigilancia y deteniéndolo de nuevo, para no incumplir las nuevas leyes…

Alza el otro una mano, evasivo. Su mirada resbala sobre el comisario, hacia el infinito: un lugar indeterminado entre la puerta cerrada y el inevitable retrato donde

Su Majestad Fernando VII -tierno mártir de la patria en el cautiverio francés- los observa con ojos abotargados y poco de fiar.

- Ahórreme detalles.

Tizón se encoge de hombros.

- Dos de mis hombres lo llevaron a practicar una diligencia en el escenario del último crimen, y se les escapó. Lamentablemente.

- En un descuido, ¿no? -el intendente sigue mirando a la nada, lo más lejos posible-. Se escapó en un descuido… Visto y no visto.

- Exacto, señor. Los agentes han sido sancionados.

- Con extrema dureza, imagino.

Tizón decide pasar por alto el sarcasmo.

- Todavía estamos buscándolo -apunta impasible-. Prioridad absoluta.

- ¿Absoluta?… ¿Muy absoluta?

- O por ahí.

- De eso tampoco me cabe duda.

García Pico trae de regreso su mirada perdida y la posa perezosamente en el comisario. Ahora su gesto es de fatiga. Parece que todo lo abrumara mucho: Tizón, las circunstancias, el calor que sale hasta de las paredes, Cádiz, España. El estampido de la bomba que en este momento resuena en las inmediaciones de la Puerta de Tierra, haciéndoles volver un momento la cabeza en dirección a la ventana abierta.

- Déjeme que le lea algo.

Abre un cajón de la mesa, saca un documento impreso y lee en voz alta las primeras líneas: « Queda abolido para siempre el tormento en todos los dominios de la Monarqu í a espa ñ ola y la pr á ctica introducida de afligir y molestar a los reos por los que ilegal y abusivamente llamaron apremios, sin que ning ú n juez, tribunal ni juzgado pueda mandar ni imponer la tortura » .

Al llegar a ese punto, se detiene, alza la vista y mira de nuevo a Tizón.

- ¿Qué le parece?

Éste ni parpadea siquiera. A mí me vas a venir con lecturas de media tarde, murmura en los adentros. A Rogelio Tizón Peñasco, comisario de policía en una ciudad donde el pobre sale absuelto con ochenta reales, el artesano con doscientos y el rico con dos mil.

- Conozco la disposición, señor intendente. Se publicó hace cinco meses.

El otro ha dejado el papel sobre la mesa y lo estudia buscando algo que añadir a la lectura. Por fin parece pensarlo mejor y lo devuelve al cajón. Luego apunta a Tizón con el dedo índice de su mano derecha.

- Oiga. Si resbala otra vez, nos puede caer todo encima. Incluidos los periódicos, con el hábeas corpus y todo lo demás… Hay mucha sensibilidad sobre el asunto. Hasta los diputados más respetables y conservadores tragan con las nuevas ideas. O fingen que. Nadie se atreve a discrepar.

Es evidente que García Pico añora tiempos mejores. Más claros y contundentes. Tizón hace un cauto gesto afirmativo. También él los añora. A su manera.

- No creo que eso nos afecte mucho, señor. Fíjese en El Jacobino Ilustrado… defiende la actuación del Comisariado de Barrios. Impecable rigor humanista, decía la semana pasada. Policía moderna y demás. Ejemplo de las naciones.

- ¿Está de broma?

- No.

El intendente mira en torno como si algo oliese mal. Al cabo fija la vista en Tizón. Gélido.

- No sé cómo se las arregla con ese gusano de Zafra, pero el Jacobino es basura. Me preocupan más los periódicos serios, el Diario Mercantil y los otros… Y el gobernador anda mirándonos con lupa.

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