Arturo Pérez-Reverte - El Asedio
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- ¿Qué desea? -pregunta el marino, sin levantarse.
Sonríe el otro un poco. Breve, cortés y sólo con la boca. Tal vez una cortesía fatigada. A la luz de los hachones clavados en la arena, el gesto descubre el relumbrón rápido de un diente de oro.
- Soy comisario de policía. Me llamo Tizón.
Cruzan nueva mirada los corsarios: intrigado, el capitán de la Culebra; indiferente Maraña, como suele. Pálido, flaco, elegante, vestido de negro desde el corbatín a las botas, estirada la pierna donde acusa una leve cojera, el joven está recostado en el respaldo de la silla. Tiene un vaso de aguardiente sobre la mesa -la media botella que lleva en el estómago no le altera en absoluto el porte- y un cigarro humeando a un lado de la boca, y se vuelve despacio, con desgana, hacia el recién llegado. Pepe Lobo sabe que, como en su caso, al primer oficial no le gustan los policías. Ni los aduaneros. Ni los marinos de guerra. Ni quien interrumpe conversaciones ajenas en la Caleta a las once de la noche, cuando el alcohol entorpece las lenguas y las ideas.
- No hemos preguntado quién es, sino qué desea -precisa Maraña con sequedad.
El intruso encaja tranquilo el desaire, observa Pepe Lobo, a quien la palabra polic í a ha despejado los vapores de aguardiente de la cabeza. Y parece de piel dura. Otra corta sonrisa hace brillar de nuevo el diente de oro. Se trata, decide el corsario, de una mueca mecánica, de oficio. Tan potencialmente peligrosa como el pomo macizo del bastón o los ojos oscuros e inmóviles, tan alejados del gesto de la boca como si estuvieran a veinte pasos de ella.
- Es un asunto de trabajo… Pensé que tal vez podrían ayudarme.
- ¿Nos conoce? -pregunta Lobo.
- Sí, capitán. A usted y a su teniente. Eso es normal en mi profesión.
- ¿Y para qué nos necesita?
El otro parece dudar un instante, quizá sobre la manera de abordar el asunto. Se decide, al fin.
- Con quien necesito conversar es con el teniente… Quizá no sea momento adecuado, pero tengo noticia de que pronto salen a la mar. Al verlo aquí, pensé que podría evitar incomodarlo mañana…
Espero, piensa Pepe Lobo, que el piloto no esté metido en problemas. Ojalá que no, a dos días de levar el ancla. En todo caso, no parece asunto suyo. En principio. Reprimiendo la curiosidad, hace ademán de levantarse.
- Los dejo solos, entonces.
Interrumpe el movimiento, apenas iniciado. Maraña le ha puesto una mano en el brazo, reteniéndolo.
- El capitán tiene mi confianza -le dice al policía-. Puede hablar delante de él.
Duda el otro, que sigue de pie. O quizá sólo finge dudar.
- No sé si debo…
Los observa alternativamente, como si reflexionara. A la espera de una palabra o un gesto, tal vez. Pero ninguno de los corsarios dice ni hace nada. Pepe Lobo permanece sentado, a la expectativa, estudiando de reojo a su primer oficial. Maraña continúa impasible, mirando al policía con la misma calma que cuando espera carta a la derecha o la izquierda de una sota. Lobo sabe que eso es la vida apresurada de su primer oficial: un ávido juego donde el joven apuesta a diario con liberalidad suicida.
- El asunto es delicado, caballeros -comenta el policía-. No quisiera…
- Sáltese el prólogo -sugiere Maraña.
El otro señala una silla libre.
- ¿Puedo sentarme?
No obtiene respuesta afirmativa. Tampoco en contra. Así que coge la silla sosteniéndola por el respaldo y se sienta en ella, un poco alejado de la mesa, bastón y sombrero en el regazo.
- Resumiré el asunto, entonces. Tengo noticias de que, cuando está en Cádiz, usted hace viajes al otro lado…
Maraña sigue mirándolo sin pestañear. Serenos los ojos con cercos oscuros que la fiebre hace brillar a veces de modo intenso. No sé a qué viajes se refiere, dice desabrido. El policía se queda callado un instante, inclina el rostro y luego se vuelve a medias hacia el mar, como indicando una dirección. A El Puerto de Santa María, dice al fin. De noche y en botes de contrabandistas.
- Anoche -concluye- estuvo allí. Ida y vuelta.
Una leve tos, rápidamente sofocada. El joven se ríe en su cara, con impecable insolencia.
- No sé de qué habla. En cualquier caso, no sería asunto suyo.
Pepe Lobo ve relucir otra vez el diente de oro a la luz rojiza de las antorchas.
- No, en realidad. Desde luego. O no demasiado… La cuestión es otra. Tengo razones para creer que fue usted en el bote de un hombre que me interesa… Un contrabandista mulato.
Inexpresivo, Maraña cruza las piernas, da una larga chupada al cigarro y exhala el humo lenta y deliberadamente. Después encoge los hombros con displicencia.
- Bien. Ya basta. Buenas noches.
La mano que sostiene el cigarro señala el camino de la playa y la puerta de la ciudad. Pero el otro sigue sentado. Un hombre paciente, decide Lobo. Sin duda, ésa, la paciencia, es virtud útil en su puerco oficio. Resulta fácil imaginar -los ojos negros y duros que tiene delante no dan lugar a equívocos- que el policía se desquitará de tanta mansedumbre técnica a la hora de pasar facturas. En estos tiempos nadie está seguro de no verse al otro lado de la reja y las leyes. El capitán corsario confía en que Maraña, pese a su juventud y su insolencia, y al aguardiente que le afila el desdén, lo advierta con tanta claridad como lo advierte él, acostumbrado a conocer a los hombres por cómo miran y callan, y al pájaro por la cagada.
- Me interpreta mal, señor… No vengo a sonsacarle asuntos de contrabando.
Un clamor de risas hace volver la cabeza a Pepe Lobo hacia el colmado cercano, donde una bailaora descalza, acompañada por un guitarrista, pisotea con vigoroso compás el suelo de tablas, recogido el ruedo de la falda sobre las piernas desnudas. Un grupo de oficiales españoles e ingleses acaba de llegar, sumándose al jaleo. Viéndolos acomodarse, el corsario tuerce el gesto. Entre los españoles hay un rostro conocido: el capitán de ingenieros Lorenzo Virués. Desagradables recuerdos del pasado y antipatía del presente. La imagen de Lolita Palma pasa un instante por sus ojos, agudizándole un rencor vivo, preciso, hacia el militar. Eso contribuye a amargar el cariz incómodo que ha tomado la noche.
- La cosa es más grave -está diciéndole el policía a Maraña-. Hay razones para creer que algunos boteros y contrabandistas pasan información a los franceses.
Al escuchar aquello, a Pepe Lobo se le olvidan de golpe Lolita Palma y Lorenzo Virués. Espero que no, se dice sobresaltado en los adentros. Malditos sean todos: Ricardo Maraña, la mujer a la que visita en El Puerto y este perro que mete el hocico. El capitán corsario confía en que las aventuras nocturnas de su teniente no terminen complicándoles la vida. Dentro de dos días, si el viento es favorable para dejar la bahía de Cádiz, la Culebra debe estar fuera de puntas, dotación completa, cañones listos y toda la lona arriba, empezando la caza.
- No sé nada de eso -responde Maraña, seco.
El pulso del joven, observa Pepe Lobo, es el de costumbre: inalterable como el de una serpiente que durmiera la siesta. Ha bebido un largo trago y coloca el vaso vacío justo sobre el círculo de humedad que dejó al cogerlo de la mesa. Sereno como cuando se juega el botín de presas al rentoy, desafía a un hombre a batirse o salta a la cubierta de otro barco entre crujir de madera y humo de mosquetazos. Siempre con esa mueca desdeñosa dirigida a la vida. Y a sí mismo.
- A veces uno sabe cosas sin saber que las sabe -apunta el policía.
- No puedo ayudarlo.
Sigue un silencio embarazoso. Al cabo, el otro se pone en pie. Con desgana.
- Esto es Cádiz -recalca-. Y el contrabando, una forma de vida. Pero el espionaje es otra… Ayudar a combatirlo es servir a la patria.
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