Arturo Pérez-Reverte - El Asedio
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- Ahí está el caño grande -susurra Felipe Mojarra.
Se ha detenido agachado, aguzando el oído, entre las ramas de sapina que le azotan la cara. Sólo se escucha el rumor del viento en los matorrales y el agua agitada en la marea decreciente del canal cercano: franja oscura en el paisaje negro, con reflejos mate que hacen posible distinguirla en las tinieblas.
- Toca mojarse otra vez.
Treinta varas, recuerda el salinero. Tal es la anchura aproximada del caño en esa parte. Por suerte, hechos desde niños a la vida en estos humedales, él y sus compañeros saben mantenerse a flote. Uno tras otro se agrupan en la orilla: Curro Panizo, su hijo Currito, el cuñado Cárdenas. Bultos silenciosos y resueltos. Salieron juntos de la Isla al atardecer, y camuflados entre los remolinos de polvo cruzaron las líneas españolas por el sur de la isla del Vicario, deslizándose a rastras bajo los cañones de la batería de San Pedro. Desde allí, poco antes de la medianoche, pasaron a nado el caño del Camarón para internarse casi media legua en la tierra de nadie, siguiendo en la oscuridad el dédalo de esteros y canalizos.
- ¿Dónde estamos? -pregunta el cuñado Cárdenas, en voz muy baja.
Felipe Mojarra no está seguro. Lo despista la turbiedad del levante. Teme haber contado mal los canalizos que dejaron atrás, pasar de largo y darse de boca con las trincheras francesas. Así que se incorpora, aparta los matojos negros y escudriña la oscuridad con los párpados entrecerrados, intentando protegerse del viento saturado de arena. Al fin, a pocos pasos, sus ojos de cazador furtivo, habituados a ver de noche, reconocen la forma sombría de algo que parece el costillar de un esqueleto enorme: las cuadernas podridas de una embarcación medio enterrada en el fango.
- Éste es el sitio -dice.
- ¿Y no hay gabachos enfrente? -pregunta el cuñado.
- Los más próximos están en la boca del caño del molino. Por aquí podemos pasar.
Baja agachado por la corta pendiente que lleva a la orilla, seguido por los otros. Cuando pisa fango se detiene y comprueba que el sable corto que lleva atado con una cuerda a la espalda sigue bien sujeto, y que la navaja -cerrada mide palmo y medio- metida en su faja no estorba para nadar. Después se interna despacio en el agua negra, tan fría que le corta el aliento. Cuando pierde pie empieza a mover brazos y piernas manteniendo la cabeza fuera, impulsándose hacia la otra orilla. La distancia a recorrer no plantea dificultad; pero el viento fuerte que riza el agua, y la vaciante, que empieza a notarse, tiran hacia un lado. Es preciso echarle resuello. Detrás siente el chapoteo de Cárdenas, que es el más torpe de los cuatro, pues Panizo y su hijo nadan como robalos; pero el cufiado ha tenido la precaución de atarse dos calabazas huecas con las que se ayuda cuando tiene que zambullir el pescuezo. En otras circunstancias habría que ocuparse de él para que el ruido que hace, plas, plas, plas, plas, no delatara su presencia a los franceses. Esta noche, por fortuna, el levante se lo come todo.
Felipe Mojarra y sus compañeros han elegido bien el día. Mucho arrecia en las salinas el viento del este cuando sopla fuerte, llegando a cubrir la vista. Hace tiempo, al regreso de uno de sus primeros reconocimientos con el capitán Virués, el salinero asistió a una discusión entre éste y un oficial inglés sobre la inconveniencia de rodear la batería de San Pedro con fajinas tradicionales, como pretendía el inglés. Virués insistió en que era mejor hacerlo con las pitas que en Andalucía se usan para los vallados de las huertas. Se mantuvo el salmonete en sus trece, fortificó el puesto con fajinas, según la ordenanza, y a los cinco días de soplar levante tenía el foso cegado de arena y cubierto el parapeto. Convencido al fin el inglés de la bondad de las pitas -más sabe el diablo por salinero que por diablo, dijo el capitán Virués guiñándole un ojo a Mojarra-, ahora el perímetro exterior de San Pedro parece menos un baluarte que una huerta.
Sale Mojarra del caño, tiritando mientras se arrastra como una serpiente embarrada por el fango de la orilla. Cuando los otros se reagrupan a su lado, una débil claridad azul empieza a recortar, seiscientas varas a lo lejos, las alturas y los pinares oscuros de Chiclana. El pueblo, fortificado por los franceses, queda siguiendo la ribera del caño, a poco más de media legua.
- De uno en uno -susurra el salinero-. Y muy despacio.
Avanza él primero, remontando el breve caballón de tierra, gateando luego por el agua fría del estero abandonado que hay detrás. Un poco más allá, cuando están seguros de no recortarse en la claridad del alba, los cuatro se incorporan y avanzan sumergidos hasta la cintura. El suelo fangoso dificulta el camino, y a veces un chapoteo inesperado, una maldición dicha en voz baja, hacen que deban ayudarse unos a otros para esquivar la trampa viscosa donde se hunden los pies. Por fortuna el levante sopla de cara, llevándose cualquier ruido a sotavento, lejos de oídos inoportunos. El fluir de la vaciante hacia el caño y la bahía se hace notar con mayor intensidad, desnudando el lecho del estero cuya sal nadie labra desde que llegaron los franceses. Mojarra comprende que van con retraso. Entre las turbonadas de arena y polvo que el viento sigue levantando a ráfagas, la luz naciente tras los pinares chiclaneros se extiende ya en una franja estrecha que vira despacio del azul sucio al ocre. Vamos a llegar justos, se dice. Pero con suerte, llegamos.
- Están ahí -apunta Curro Panizo en voz muy baja-. En la boca del caño chico, junto al muellecito de tablas.
Mojarra se asoma con precaución al lomo de tierra, apartando las ramas de sapinas y esparragueras que lo cubren. Hay un reflejo de claridad que define el caño Alcornocal y sus canalizos adyacentes como regueros de plomo recién fundido, ensanchándose en la parte cercana al molino de Santa Cruz, que se adivina cerca, todavía en sombras. Y a la izquierda, en la confluencia con el caño que llega hasta Chiclana, junto a un pequeño muelle de tablas y un cobertizo que el salinero conoce bien -estaban allí antes de la guerra-, ve la sombra negra, larga y chata, de una lancha cañonera que destaca en el contraluz plomizo del agua.
- ¿Dónde se pone el centinela? -le pregunta a Panizo.
- En el pico del muelle… Podemos acercarnos por los tajos de la nave, de muro en muro. Los otros duermen en el cobertizo.
- Pues vamos. Se hace tarde.
Los pinares próximos empiezan a tomar forma cuando los cuatro hombres vadean el último tajo y se tumban en la gorriña viscosa. Una claridad gris y ocre descubre ya, entre las turbonadas de viento sucio, el cobertizo de tablas, el pequeño muelle y la silueta de la cañonera amarrada a él. Mojarra respira aliviado al ver que ésta no se encuentra varada en el fango sino a flote, con el palo un poco inclinado hacia proa y la vela latina aferrada a la entena baja. Eso ayudará a irse con el levante, caño grande abajo, en vez de echar el alma en los remos, con los gabachos en el cogote.
- No veo al centinela.
Se asoma Panizo a echar un vistazo. Al cabo retrocede a rastras.
- Está a la derecha, al lado del muelle. Al socaire del viento.
Mojarra, que identifica al fin el bulto negro e inmóvil -ojalá esté roncando, piensa-, se ha soltado el sable que lleva a la espalda y escucha el manipular de los otros haciendo lo mismo: hachuela marinera de abordaje, Panizo. Alfanjes afilados, el cuñado Cárdenas y el hormiguilla Currito. Un cosquilleo incómodo le sube desde las ingles. Con armas de filo siempre le pasa.
- ¿Listos?
Tres susurros lo confirman. Mojarra respira hondo. Tres veces.
- Pues vamos con Dios.
Los cuatro se ponen en pie, se santiguan y avanzan con cautela entre las rachas de polvo y arena, un poco agachados para no recortarse en el contraluz, sintiendo crujir bajo sus pies descalzos las marmotas de sal seca que tapizan la orilla. Veinte mil reales, piensa otra vez Mojarra, si esa cañonera llega a las líneas españolas. Cinco mil para cada uno, si todos volvemos vivos. O para las familias. El rostro de su mujer y sus hijas le cruza el pensamiento antes de perderse entre el latido fuerte del corazón, con el pulso que ahora martillea ensordecedor en los oídos, por encima del aullido del viento que enfría la ropa mojada.
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