Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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- Anda y ve con ojo, tragasables.

- Adiós, monja de clausura.

Recorre Lolita el pasillo de la entrada, cierra la verja a su espalda y cruza entre los grandes macetones con helechos situados sobre las losetas genovesas del patio interior. Junto al aljibe, un candelabro grande con velones de cera ilumina los tres arcos y las dos columnas de la escalera de mármol que lleva a las galerías acristaladas de los pisos superiores. Unos pasos a la derecha, en el mismo patio, está la puerta de las dependencias comerciales que ocupan la planta baja, con otra puerta para géneros y actividad mercantil que da a la calle de los Doblones: el almacén de mercancías delicadas, la salita de recibir, el despacho principal y el de oficina, donde dos escribientes, un empleado, un tenedor contable y el encargado trabajan a la luz de quinqués de petróleo, inclinados sobre pupitres cubiertos de copiadores de cartas y libros de asiento, cargazones y facturas. Al entrar Lolita, sorteando el brasero de picón que calienta la estancia, todos inclinan la cabeza a modo de saludo -les tiene prohibido levantarse cuando llega a la oficina- y sólo Molina, el encargado, treinta y cuatro años en la casa, se pone en pie tras el panel de vidrio esmerilado que rodea el pequeño habitáculo donde trabaja. Lleva manguitos negros y una pluma de ave detrás de la oreja derecha.

- Aparecieron los impagados de La Habana, doña Lolita… Al uno y medio por ciento, nos salen tres mil setecientos reales como cuenta de resaca.

- ¿Hay posibilidad de recuperarlos?

- Pocas, me temo.

Atiende sin dejar traslucir su desazón: apenas una breve arruga en el ceño -puede ser tomada por concentración- mientras habla el encargado. Suma y sigue. Otra pérdida más. El salario anual de uno de sus empleados, por ejemplo. La sensación de fatiga que experimenta no se debe sólo al trabajo de la jornada que aún no termina. El bloqueo francés, la falta general de liquidez, los problemas en América, acorralan cada vez más a los comerciantes gaditanos, a pesar de la aparente euforia de los negocios que algunos hacen gracias a la guerra. Palma e Hijos no es una excepción.

- Páselo a los libros tal como está. Y cuando tenga listas las facturas de Manchester y Liverpool, llévemelas al despacho -Lolita dirige una ojeada alrededor, a los empleados-… ¿Ya cenaron ustedes?

- Todavía no.

- Busque a Rosas y que les prepare algo. Fiambres y vino. Disponen de veinte minutos.

Empuja la puerta de la salita de recibir que comunica con la calle de los Doblones, con sus estampas marinas en las paredes y su friso de madera oscura, cruza la estancia y entra en el despacho principal. A diferencia del gabinete privado que suele utilizar fuera de horas en la parte alta de la casa, éste es grande, formal, y la decoración no ha cambiado desde los tiempos de su abuelo y su padre: una gran mesa y una librería, dos sillones viejos de cuero, tres modelos de barcos en urnas de cristal, un plano enmarcado de la bahía en la pared, un almanaque de la Real Compañía de Filipinas, un reloj inglés de péndulo, una funda de latón para mapas y cartas náuticas apoyada en un rincón, y un barómetro de alcohol largo y estrecho con la marca siempre fija en Tiempo muy h ú medo. Sobre la mesa -la inevitable caoba oscura, como todos los muebles de la casa- hay un quinqué de cristal azulado, un timbre de campana, un cenicero de bronce que fue de su padre, un juego de plumas y tintero de porcelana china, un cartapacio de documentos y dos libros con páginas señaladas por tiras de papel: Promptuario aritm é tico de Rendón y Fuentes, y Arte de la partida doble, de Luque y Leyva. Recogiéndose la falda -sencilla, de casimir marrón, con chaquetilla corta y cómoda que permite trabajar sentada sin sofoco-, Lolita ocupa su asiento. Después se acomoda la toquilla de lana sobre los hombros, despabila el quinqué y contempla absorta el sillón vacío que tiene delante. Don Emilio Sánchez Guinea, que estuvo de visita a media tarde, estuvo sentado en él mientras cambiaban impresiones sobre la situación general. Que en opinión de la heredera de la casa Palma, como para cualquier gaditano con visión lúcida del futuro, se presenta incierta. Aunque el término exacto al que recurrió Sánchez Guinea fue angustiosa.

- Muchos no se dan cuenta de lo que nos viene encima, hija mía. Cuando pase la guerra y todo este sarampión liberal, y perdamos América de verdad, estaremos acabados… La euforia política ni hace negocios ni da de comer.

Fue una conversación profesional, sin paños calientes, pasando revista a los asuntos que ambas casas comerciales tienen en común. Ninguno de los dos alberga ilusiones sobre los próximos tiempos. Pesan mucho los obstáculos para convertir en dinero los vales reales, la lenta llegada de caudales a la ciudad, los problemas de las inversiones en riesgos y seguros marítimos, y sobre todo las dificultades de algunas casas de comercio locales para mantener el crédito, que depende tanto del buen nombre como de mantener en secreto los apuros de cada cual.

- Estoy cansado de bregar, Lolita. Hace veinte años que esta ciudad se enfrenta a todas las desgracias del mundo. Las guerras con Francia y con Inglaterra, lo de América, las epidemias… A eso añade el caos de la administración real, los excesivos derechos, los préstamos a la Corona y a las Cortes, la pérdida de capitales de los lugares ocupados por los franceses. Y ahora dicen que empiezan a verse corsarios de los insurrectos en el Río de la Plata… Demasiada lucha, hija mía. Demasiados disgustos. Todo me encuentra muy mayor. Ojalá acabe este disparate y pueda retirarme a mi finca de El Puerto, si es que la recupero alguna vez… En fin. Cuestión de paciencia, supongo. Espero vivir para verlo… Por suerte tengo a mi hijo, que poco a poco se hace cargo de todo.

- Miguel es un buen chico, don Emilio. Listo y trabajador.

El veterano comerciante sonreía, melancólico.

- Lástima que tu padre y yo no consiguiéramos que vosotros…

Dejó la frase en el aire. Lolita también sonreía, con tierno reproche. Aquél era tema viejo entre los dos. -Es un buen chico -repitió ella-. Demasiado bueno para mí.

- Ojalá te hubieras casado con él.

- No diga eso. Tiene usted una nuera estupenda, dos nietos preciosos y el que viene de camino.

Movió la cabeza el otro, desalentado.

- Ser listo y trabajador ya no basta para salir adelante. Y no envidio lo que le espera… Lo que os espera a los jóvenes después de esta guerra. El mundo que conocimos ya nunca será el mismo.

Un silencio. Sánchez Guinea sonrió con afecto.

- Deberías…

- No empiece, don Emilio.

- Tu hermana no tiene hijos, ni parece que los vaya a tener. Si tú… Bueno -miraba alrededor, apenado-. Sería una lástima que todo esto… Ya sabes.

- ¿La casa Palma se extinguiera conmigo?

- Todavía eres joven.

Alzó una mano Lolita, tajante. Nunca permite a don Emilio Sánchez Guinea, ni a nadie, ir más allá en ese terreno. Ni siquiera a su íntima Curra Vilches.

- Hablemos de negocios, hágame el favor.

Se removía el viejo comerciante, incómodo.

- Disculpa, hija mía… No pretendo entrometerme.

- Está perdonado.

Entraron en detalles sobre asuntos mercantiles: fletes, derechos de aduana, barcos. La difícil apertura de nuevos mercados que compensen las pérdidas de la crisis americana. Sánchez Guinea, al corriente de que en los últimos tiempos Palma e Hijos ha establecido contactos comerciales con Rusia, intentaba sondear a Lolita. Consciente de eso-en materia de negocios, los afectos nada tienen que ver con los intereses-, ella se limitó a referir detalles superficiales: dos viajes a San Petersburgo de la fragata Jos é Vicu ñ a con vino, quina, corcho y lastre de sal, en viaje de ida, y aceite de castor y almizcle siberiano -más barato que el de Tonkín- a la vuelta. Nada que Sánchez Guinea y su hijo no supieran ya.

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