Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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Gregorio Fumagal no hace comentarios. A veces se pregunta en qué nube irreal viven los del otro lado de la bahía. Esperar disturbios populares que beneficien la causa imperial es no conocer Cádiz. La gente humilde profesa un patriotismo exaltado, está a favor de la guerra a ultranza y apoya al sector liberal de las Cortes. Todos en la ciudad, desde el capitán general hasta el modesto comerciante, temen al pueblo y lo adulan. Nadie movió un dedo cuando arrastraron al suplicio al gobernador Solano. Y hace pocos días, cuando un diputado del grupo realista se opuso a la enajenación de señoríos propiedad de la nobleza, varios amotinados y mujerzuelas quisieron hacerse con él y ajustarle cuentas, siendo necesario escoltarlo hasta un buque de la Real Armada para proteger su vida. Una de las razones por las que se prohíbe la entrada con capas o capotes a las sesiones de San Felipe Neri es evitar que el público lleve armas debajo.

- Estoy pensando en ese pobre hombre -comenta el Mulato-. El ajusticiado.

Dan una veintena de pasos en silencio lúgubre, con esas palabras en el aire. El contrabandista se balancea al extremo de sus largas piernas, con la danza suave que es su forma de andar. Cerca, pero manteniendo la distancia, Gregorio Fumagal avanza con pasos cortos y prudentes, cual suele. En él, cada movimiento parece responder a un acto deliberado y consciente, nunca mecánico.

- No me gusta imaginarme -añade el Mulato- con un dogal al cuello, tres vueltas en el pescuezo y la lengua fuera… ¿Y a usted?

- No diga tonterías.

A la altura de los Descalzos se cruzan con unas mujeres que vienen por la explanada con cántaros de agua y desenvuelto andar. Una de ellas es muy joven. Incómodo, Fumagal se toca el pelo para comprobar si destiñe todavía. Al retirar los dedos, confirma que sí. Eso le hace sentirse aún más sucio. Y grotesco.

- Me parece que no seguiré mucho más en esto -dice de pronto el Mulato-. Igual dejo la almadraba antes de que la levanten conmigo dentro… Demasiado va el cántaro a la fuente.

Se calla otra vez, da unos pasos y observa a Fumagal.

- ¿De verdad corre estos riesgos por gusto?… ¿Gratis?

Sigue adelante el taxidermista, sin responder. Cuando se quita otra vez el sombrero y enjuga el sudor con un pañuelo, comprueba que éste queda empapado y sucio. El que llega va a ser un verano difícil, concluye. En todos los sentidos.

- No olvide el mono.

- ¿Qué?

- Mi macaco de las Indias Orientales.

- Ah, sí -el contrabandista lo estudia, un poco desconcertado-. El mono.

- Mandaré a recogerlo esta tarde. Muerto, como convinimos… ¿De qué manera piensa hacerlo?

El Mulato encoge los hombros.

- Ah, pues no sé… Con veneno, supongo. O asfixiándolo.

- Prefiero lo último -dice con frialdad el taxidermista-. Ciertas sustancias perjudican la conservación del cuerpo. En cualquier caso, cuide que la piel no sufra desperfectos.

- Claro -responde el otro, mirando la gota de sudor oscuro que a Fumagal se le desliza por la frente.

Viernes por la tarde. Una lona tendida a la altura del piso superior filtra la luz sobre el patio de la casa, donde las grandes macetas con helechos, los geranios, las mecedoras y sillas de rejilla dispuestas junto al brocal del aljibe crean un ambiente fresco y grato. Lolita Palma bebe un sorbo de marrasquino de guindas, deja la copita sobre el mantel de ganchillo de la pequeña mesa, junto al servicio de plata y los frascos de licor, y se inclina hacia su madre para arreglarle los almohadones de la butaca. Seca, vestida de negro, con una cofia de encaje recogiéndole el cabello y su rosario sobre el chal que le cubre el regazo, Manuela Ugarte, viuda de Tomás Palma, preside como cada tarde, cuando está de humor para levantarse de la cama, la pequeña tertulia familiar. En la casa de la calle del Baluarte es hora de visitas. Está allí Cari Palma, hermana de Lolita, con su marido, Alfonso Solé. También Amparo Pimentel -una vecina viuda y entrada en años que es como de la familia-, Curra Vilches y el primo Toño, habitual de cada día a estas horas, y a todas.

- No os lo vais a creer -dice éste-. Traigo la última.

- De Cádiz te lo creo todo -replica Curra Vilches.

Con su desenfado habitual, el primo Toño cuenta su episodio. El más reciente llamamiento militar, que prevé la incorporación al Ejército de varios centenares de vecinos contemplados en la primera clase a reclutar -solteros y casados o viudos sin hijos-, se ha visto desatendido, presentándose apenas cinco de cada diez. El resto anda emboscado en sus casas, buscándose certificados y exenciones o alistándose en las milicias locales para escurrir el bulto. La reciente batalla de La Albuera, en Extremadura, ganada a los franceses a costa de terribles pérdidas -millar y medio de españoles y tres mil quinientos ingleses muertos o heridos-, no anima a los nuevos reclutas. De manera que las Cortes han ideado un truco para resolver el problema: extender la conscripción a la segunda y tercera clase, a fin de que estos últimos, para librarse ellos, delaten ante las autoridades a los remolones de la clase anterior.

- ¿Y te afecta la norma, primo? -pregunta Cari Palma, abanicándose guasona.

- Nunca. Lejos de mi intención disputar a nadie los laureles y la gloria. Yo me libro por hijo de viuda, y por haber pagado los quince mil reales que eximen del glorioso ejercicio de las armas.

- Por pagar, pase. Pero por lo otro… ¡Si la tía Carmela murió hace ocho años!

- Eso no quita que muriese viuda -con un catavinos en una mano y una botella de manzanilla en la otra, el primo Toño contempla al trasluz el contenido menguante de ésta-. Además, sólo hay una campaña bélica a la que yo iría voluntario: reconquistar Jerez y Sanlúcar para la patria.

- Seguro que ahí lucharías como un tigre -apunta divertida Lolita.

- Y que lo digas, niña. A la bayoneta o como fuera. Palmo a palmo, bodega a bodega… Por cierto. ¿Sabéis la historieta del rey Pepe que está allí de visita y se cae a una cuba?… Todos los franceses empiezan a gritar: «Echadle una cuerda, echadle una cuerda». Y el fulano, asomando la cabeza, responde: «¡Noooo!… ¡Echadme jamón y queso!».

Ríe Lolita, como todos, aunque el cuñado Alfonso ríe lo justo. La única que permanece seria y seca es la madre. Una mueca condescendiente, lejana, donde se traslucen las cinco gotas de láudano que, disueltas tres veces al día en un vaso de agua de azahar, alivian las molestias del tumor escirroso que la mina muy despacio. Manuela Ugarte tiene sesenta y dos años y desconoce la malignidad de su dolencia; sólo la hija mayor está al corriente, tras haber impuesto silencio al médico que la diagnosticó. Sabe que nada se adelantaría de otro modo. La evolución de la enfermedad se anuncia lenta, sin final previsible a corto plazo; su madre la acusa paulatinamente, de modo todavía tolerable, sin dolores extremos. Hipocondríaca por naturaleza, no pisa la calle desde mucho antes de existir el mal que todavía ignora: pasa el día en la cama, en su habitación, y sólo por la tarde baja un rato, apoyada en el brazo de su hija mayor, a sentarse en el patio, en verano, o en el salón, en invierno, a recibir visitas. Su existencia discurre por márgenes estrechos, entre caprichos domésticos que nadie regatea, extracto de opio e ignorancia sobre su estado real. El estrago de la enfermedad secreta es fácilmente atribuible a achaques de los años, a fatiga, al cada día estancado en la rutina roma de una vida sin objeto. Manuela Ugarte dejó de ser esposa hace tiempo, y de madre ejerció lo justo, encomendándoselo todo a amas de cría, tatas y maestras. Lolita no recuerda haber recibido espontáneamente un beso suyo, jamás. Sólo su hermano mayor, el hijo varón desaparecido, iluminaba esos ojos enjutos. Desenvuelto, buen mozo, viajero, formado en casa de corresponsales de Buenos Aires, La Habana, Liverpool y Burdeos, Francisco de Paula Palma estaba destinado a dirigir la empresa familiar, reforzándola mediante una alianza matrimonial ventajosa con la hija de otro comerciante local llamado Carlos Power. La invasión francesa obligó a aplazar la boda. Alistado desde el primer momento en el batallón de Tiradores de Cádiz, Francisco de Paula murió el 16 de julio de 1808 combatiendo en los olivares de Andújar, durante la batalla de Bailén.

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