Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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- Un mono -dice el Mulato-. Media vara de alto. Buen ejemplar.

- ¿Vivo?

- Todavía.

Me interesa, responde Fumagal. Los dos hombres se han detenido ante una tabernuela típica de la Viña: despacho de vino en portal estrecho y sombrío, con dos grandes barricas de madera negra al fondo, serrín en el suelo, un mostrador y dos mesas bajas. Huele fuerte, a vino y al lebrillo de aceitunas partidas que está cerca, sobre un tonel. La conversación se desarrolla en voz alta mientras el Mulato pide dos vasos de tinto y se acomodan de pie junto al corto mostrador -tabla pegajosa, una fuentecilla de mármol, una estampa del guerrillero llamado Empecinado puesta en la pared-. El mono, explica el Mulato en tono lo bastante elevado como para que el tabernero lo oiga todo, llegó hace cuatro días en un barco americano. Es de cola larga, y feo como la madre que lo parió. Un ejemplar raro, dijo el marinero que se lo vendió. Macaco de las Indias Orientales. Y más bien triste: quizá se había acostumbrado al barco y al mar. Come fruta, apenas bebe agua, y se pasa el día en la jaula, sentado patiabierto, frotándose la verga.

- Lo quiero ya muerto -dice Fumagal-. Sin complicaciones.

- Descuide, señor. Yo lo avío.

Establecida ante el tabernero la razón de su cita, los dos hombres apuran sus vasos y salen a la calle, caminando hacia la explanada contigua a la muralla y el océano, lejos de oídos indiscretos. El Mulato lleva en la mano, encallecida por el roce de remos, sedales y cabos, un puñado de aceitunas. Cada diez o doce pasos alza un poco el rostro y escupe un hueso, lejos, con fuerte chasquido de labios y lengua. Al llegar a la explanada, canturrea entre dos aceitunas una coplilla que desde marzo corre con mucho éxito por Cádiz:

Murieron tres mil gabachos

en la batalla del Cerro,

y consiguieron a cambio

que una bomba mate a un perro.

El tono es zumbón como la letra misma. Y aunque el Mulato la ha dicho mirando hacia el baluarte de los Mártires y el mar cercano, el aire distraído como de pensar en otra cosa, Gregorio Fumagal se siente irritado.

- Ahórreme esa estupidez -dice.

Lo mira el otro, con las cejas enarcadas y un falso aire de sorpresa que apenas disimula la insolencia.

- No es su culpa -responde con mucha calma.

- Ahórreme también eso. Mis culpas no son asunto suyo.

- Hay que ir a lo práctico, entonces. Al mollete.

- Si no le importa. Demasiado riesgo corremos ya, como para perder el tiempo.

Mira el contrabandista alrededor con natural disimulo. No hay nadie cerca. Los más próximos son unos presidiarios que a cincuenta pasos reparan la muralla, minada por el mar.

- Me encargan sus amigos que le cuente…

- También son amigos suyos -matiza Fumagal, seco.

- Bueno -el Mulato compone un gesto ambiguo-. A mí me pagan, señor, si de eso habla. Me dan sebo a la ostaga. Los amigos de verdad los tengo en otros sitios.

- Abrevie. Diga lo que tenga que decir.

Se vuelve el otro a medias, señalando la calle que han dejado atrás y el interior de la ciudad.

- Desde la Cabezuela quieren tirar más lejos. A la plaza de San Francisco, por lo menos.

- Hasta ahora no han podido llegar.

Ése no es problema mío, apunta indiferente el contrabandista. Pero la intención la tienen. Luego describe el plan previsto: los nuevos bombardeos empezarán en una semana, y la artillería francesa necesita un plano de los lugares exactos donde caigan las bombas. Información diaria, horarios y distancias, detallando las que estallan y las que no; aunque la mayor parte vendrá sin pólvora. Como referencia para establecer las distancias, quieren que Fumagal use el campanario de la iglesia.

- Necesitaré más palomas.

- He traído de vuelta unas cuantas. Belgas, de un año. Las cestas están donde siempre.

Los dos hombres caminan a lo largo de la plataforma de Capuchinos. Detrás del baluarte se ve el mar al otro lado de las troneras de los cañones, con la línea de costa ligeramente curva, marcada por la muralla hasta la Puerta de Tierra y la cúpula sin terminar de la catedral nueva; y más allá, ondulante en la reverberación del aire cálido y la distancia, la franja de arena blanca del arrecife.

- ¿Cuándo vuelve al otro lado? -pregunta Fumagal.

- No sé. La verdad es que se me enreda la driza. Rara es la semana que las rondas de mar no trincan a alguno que cruza la bahía sin pasavante en regla. La emigración y el espionaje tienen alerta a las autoridades… Ya ni aceitando manos se libra uno.

Siguen un trecho en silencio, cerca de los presidiarios que trabajan con trapos anudados en la cabeza y torsos desnudos, relucientes del sudor que barniza cicatrices y tatuajes. Bayonetas caladas en los fusiles, algunos soldados con la casaca corta y el sombrero redondo de los Voluntarios gallegos los vigilan sin excesivo rigor.

- Hace unos días le dieron garrote a otro espía -dice de improviso el Mulato-. Un tal Pizarro.

Asiente el taxidermista. Está al corriente, aunque no con detalle.

- ¿Lo conocía?

- No, por suerte -risa cínica-. En ese caso no estaríamos paseando tan tranquilos.

- ¿Habló?

- Vaya pregunta, señor. Todos hablan.

- Imagino que usted también me delataría, llegado el caso.

Un silencio breve y significativo. De reojo, Fumagal advierte una sonrisa de burla en los gruesos labios de su acompañante.

- ¿Y usted?

El taxidermista se quita el sombrero para enjugarse otra vez el sudor que moja la badana. Maldito tinte, se dice, mirándose la punta de los dedos.

- Es más difícil que yo caiga -responde-. Mi vida es discreta. Pero usted se arriesga con su barca, yendo y viniendo.

- Soy contrabandista conocido: nada grave en Cádiz, donde camarón y cangrejo corren parejo. Aquí no dan garrote por eso… De ahí a sospecharte espía y que te jalen por la punta hay un rato largo. Por eso nunca llevo papeles encima -el Mulato se palmea la frente-. Todo lo tengo aquí.

Y por cierto, prosigue, hay más asuntos. Los amigos de la otra orilla quieren información sobre una plataforma flotante que podría estar preparándose para contrabatería del Trocadero. También sobre los trabajos ingleses en los reductos de Sancti Petri, Gallineras Altas y Torregorda.

- Eso me pilla lejos -responde Fumagal.

- Usted verá, señor. Yo me limito a contarle. También les interesa mucho cualquier noticia sobre casos de calenturas pútridas o fiebres en Cádiz… Supongo que hacen votos por que vuelva la fiebre amarilla, con muertos a pijotá.

- No parece probable.

Suena otra vez la risa burlona del contrabandista.

- La esperanza es lo último que se pierde. Y a lo mejor ayudan los calores del verano… Con epidemia, los barcos dejarían de venir con abastecimientos y esto se pondría feo.

- No confío en eso. El brote del año pasado inmunizó a mucha gente. Dudo que la solución venga por ahí.

Hay gaviotas planeando entre chillidos sobre la extensa explanada, atraídas por los pescadores. Provistos de cañas, vecinos de las casas próximas se asoman al mar por las troneras de los cañones, sin que los aburridos centinelas que recorren la muralla hagan nada por impedirlo. Bocinegros, chapetones y mojarras colean en el aire, enganchados a los anzuelos, o boquean agonizantes, salpicando agua dentro de capachas de esparto y baldes de madera. Fusil al hombro, los soldados se acercan a mirar si pican o no pican, mientras intercambian lumbre y tabaco con los pescadores. Pese a la guerra, Cádiz sigue siendo un vive y deja vivir.

- Nuestros amigos preguntan por la gente -dice el Mulato-: cómo está la gente, qué dice la gente. Si anda descontenta y todo eso… Imagino que siguen confiando en que haya zafacoca, pero está difícil. Aquí no hay hambre. Y en la Isla, donde sí andan peor con los bombardeos y el frente tan cerca, los militares lo tienen todo bien sujeto.

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