Arturo Pérez-Reverte - El Asedio
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- Acordaos de lo que pasó cuando las obras para fortificar la Cortadura -dice Curra Vilches-: Cádiz al completo en plan albañil, acarreando piedra, hombro con hombro. Fiesta popular con música y merienda. Todos juntos: el noble, el comerciante, el fraile y el individuo del pueblo llano… El caso es que a los pocos días algunos ya pagaban a otros para que fueran en su lugar. Y al final se presentaban a trabajar cuatro gatos.
- Lástima de rejas -apunta Cari Palma.
Asiente su madre sin despegar los labios, avinagrado el semblante. Lo de las rejas de la Cortadura se lleva mal en esta casa. Para las obras de defensa del año diez, con los franceses a las puertas, la Regencia, además de imponer a la ciudad una contribución de un millón de pesos, hizo demoler todas las fincas de recreo que había por la parte del arrecife -incluida una perteneciente a la familia, que ya había perdido la casa de verano con la llegada de los franceses a Chiclana-, pidiendo además a los vecinos de Cádiz el hierro de sus cancelas y ventanas. A ello atendieron los Palma enviando las suyas, con una bella verja que cerraba la entrada al patio: ofrenda inútil, pues el hierro acabó mal empleado cuando la estabilización de la línea de frente en la isla de León hizo innecesaria la obra de la Cortadura. Si algo incomoda el espíritu comercial de los Palma no son los sacrificios impuestos por la guerra -por encima de todos, la pérdida del hijo y hermano muerto-, sino los gastos sin sentido, las contribuciones abusivas y el despilfarro oficial. Sobre todo cuando es la clase comerciante la que en todo tiempo, con guerra como sin ella, mantiene viva esta ciudad.
- Nos tienen exprimidos como limones -apunta el cufiado Alfonso, malhumorado cual suele.
- De paella -puntualiza el primo Toño.
Alfonso Solé se mantiene distante, sentado rígido en el filo de su butaca de mimbre, sin relajarse nunca. Para él, acudir a la casa de la calle del Baluarte supone un deber social. Se le nota, y procura que así sea. En el caso de un negociante de su posición, visitar cada viernes a suegra y cuñada es algo tan rutinario como despachar correspondencia. Se trata de cumplir las normas no escritas del qué dirán gaditano. En esta ciudad, los lazos de familia obligan a ciertos usos de clase. Además, con Palma e Hijos de por medio, nunca se sabe. Cuidar las formas es también un modo de mantener el crédito financiero. Si llegan apuros -la guerra y el comercio están llenos de accidentes inoportunos-, todo el mundo sabe que no será su cuñada quien le niegue respaldo para salir a flote. No por él, naturalmente. Por su hermana. Pero todo queda en casa.
Continúa la conversación en torno al dinero. Expresa Alfonso Solé entre sorbos a su taza de té -le gusta poner en evidencia el tiempo que pasó formándose en Londres- el temor de que, tal como están las cosas, las Cortes impongan una nueva contribución al comercio gaditano. Eso sería lamentable, dice, habiendo como hay retenidos en la Aduana más de cincuenta mil pesos pertenecientes a individuos que se hallan en país ocupado. Una suma que podría pasar directamente a la tesorería de la nación.
- Sería un expolio inicuo -opone Lolita.
- Llámalo como quieras. Pero mejor ellos que nosotros.
Asiente Cari Palma a cada frase, abriendo y cerrando el abanico. Visiblemente satisfecha de la firmeza de su esposo, desafía con la mirada a formular objeciones. Desde luego, mi amor, apunta cada gesto. Faltaría más. Naturalmente, cariño. Con ojo crítico, hecha hace tiempo a ello, Lolita observa a su hermana. Muy parecidas en el aspecto físico -Cari es más agraciada, merced a sus ojos claros y a una nariz pequeña y armoniosa-, las dos tenían ya caracteres opuestos cuando niñas. Ligera e inconstante, más parecida a su madre que al padre, la menor de las Palma vio colmadas pronto sus aspiraciones mediante un matrimonio adecuado, sin hijos hasta ahora, y una posición social conveniente. Enamorada de su marido, o segura de estarlo, Cari no ve más que por los ojos de Alfonso ni habla más que por su boca. Lolita está acostumbrada a ello; y hoy advierte los indicios con la sensación habitual de remoto rencor, no por el presente -la vida doméstica de su hermana la trae sin cuidado- sino por el pasado: infancia, juventud, soledad, melancolía, cristales empañados con gotas de lluvia. Áridas tardes de estudio inclinada sobre libros de comercio o cuadernos de contabilidad, aprendiendo inglés, aritmética, cálculo mercantil, leyendo sobre viajes o costumbres extranjeras, mientras Cari, siempre desahogada y superficial, se arreglaba los rizos ante un espejo o jugaba con casitas de muñecas. Luego, con el tiempo, vinieron la ausencia del hermano, la responsabilidad, el peso a veces insoportable de la carga familiar, la madre siempre seca y excesiva. El resquemor displicente y apenas disimulado -visitas semanales incluidas- del cuñado Alfonso y de Cari, la princesita guapa reina del baile. Toda molesta, ella, arrugando su naricilla porque es Lolita quien, tras renunciar a tantas cosas, dirige ahora el patrimonio de los Palma y trabaja por mantenerlo a flote, ganándose el respeto de Cádiz. Sin permitir al cuñado mojar en la salsa.
Suena la campana de la verja, y Rosas, el mayordomo, cruza el patio y reaparece anunciando dos nuevas visitas. Un momento después se presenta el capitán Virués, de uniforme, sombrero galoneado y sable bajo el brazo, en compañía de Jorge Fernández Cuchillero, el criollo que se encuentra en Cádiz como delegado de la ciudad de Buenos Aires en las Cortes: veintisiete años, rubio, elegante, de buena traza, vestido con frac gris ceniza, corbata de dos puntas a la americana, calzón de cinta y botas altas. Una cicatriz en la cara. Es un chico fino, amable, habitual de la casa Palma por descender de comerciantes de origen asturiano con los que hace años existe relación estrecha, perturbada ahora por los disturbios en el Río de la Plata. Como en el caso de otros diputados que representan a provincias americanas insurgentes, la situación política de Fernández Cuchillero es delicada, propia de los confusos tiempos que vive la monarquía hispana: delegado en el congreso de Cádiz de una Junta que se encuentra en rebeldía armada contra la metrópoli.
- Habrá que traer repuesto de manzanilla -sugiere el primo Toño.
Descorcha Rosas una nueva botella refrescada en el aljibe y se acomodan los recién llegados, comentando el excesivo alquiler de cuarenta reales diarios que su casera pide al diputado criollo; hasta el punto de que éste acaba de pedir amparo a las Cortes.
- Ni en Sierra Morena -concluye.
Discurre luego la conversación por los sucesos en el Río de la Plata, la actuación contra los rebeldes desde el apostadero de Montevideo y la oferta inglesa para mediar en la pacificación de las provincias disidentes de América. Según cuenta Fernández Cuchillero, en San Felipe Neri se debate estos días la posibilidad de conceder a Inglaterra, a cambio de su intervención diplomática, ocho meses para comerciar libremente con los puertos americanos. Medida de la que él, como otros diputados de ultramar, se declara partidario.
- Eso es ridículo -argumenta desabrido el cuñado Alfonso-. Si los británicos encuentran francos esos puertos, ya no se irán nunca… ¡Buenos son ellos!
- Pues el asunto está maduro -confirma el criollo con mucha flema-. Se dice incluso que, si ven desairada su propuesta, podrían retirarse de Portugal, abandonando el sitio de Badajoz y los planes de la nueva batalla que se proyecta para batir al mariscal Soult…
- Eso es puro chantaje.
- Sin duda, señor mío. Pero en Londres lo llaman diplomacia.
- En tal caso, Cádiz tiene que hacerse oír. Una medida así supondría el fin de nuestro comercio con América. La ruina de la ciudad.
Lolita juguetea con el abanico -negro, chinesco, país pintado con flores de azahar- que tiene cerrado en el regazo. Le fastidia estar de acuerdo en algo con su cufiado. Pero lo está. Y no le importa decirlo en voz alta.
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