Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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- Ocurrirá tarde o temprano -opina-. Con mediación o sin ella, América revuelta es demasiado tentadora para Inglaterra. Todo ese mercado enorme ahí, a su disposición… Tan mal llevado por nosotros. Y tan lejos. Tan sometido a impuestos, tasas, restricciones y burocracia… Así que los ingleses harán lo de siempre: por un lado jugarán a mediadores, y por otro atizarán la hoguera, como hacen en Buenos Aires. Son finísimos pescando en río revuelto.

- No deberías hablar así de nuestros aliados, Lolita.

Calla la madre, cabeza baja y aire ausente. Lo mismo puede estar oyendo la conversación, que absorta en sus vapores de láudano. La reconvención ha venido de Amparo Pimentel. Con su copita de anís en la mano -la vecina anda por la tercera, como si compitiese con el manzanillero primo Toño-, ésta se muestra escandalizada. De lo que no está segura Lolita Palma es de si el apunte responde a su juicio desfavorable sobre la nación inglesa, o al hecho de que, siendo mujer, se exprese con tanta desenvoltura sobre asuntos de política y comercio.

Su párroco predilecto, que es el de San Francisco, critica a veces suavemente, en su sermón dominical, ciertos excesos en el ejercicio de tales libertades por parte de señoras de la buena sociedad gaditana. A Lolita eso la tiene sin cuidado -mucho se guardaría cualquier párroco de ir más allá en Cádiz-; pero la vecina Pimentel, aunque habitual de la casa Palma, siempre fue estrecha de miras y conciencia. Elementalmente clásica. Sin duda, Cari Palma es su modelo de mujer: casada, prudente, sólo atenta a su aderezo personal y a la felicidad doméstica de su marido. No un marimacho con los dedos manchados de tinta y las macetas llenas de helechos y plantas raras en vez de flores como Dios manda.

- ¿Aliados? -Lolita la mira con blanda censura-… ¿Usted ha visto la cara de vinagre del embajador Wellesley?

- ¿Y la de su hermano Güelintón? -contribuye festiva Curra Vilches.

- Ésos sólo son aliados de sí mismos -continúa Lolita-. Si están en la Península es para desgastar aquí a Napoleón… Los españoles no les importamos nada, y nuestras Cortes les parecen focos de subversión republicana. Ponerlos a mediar en América es meter a la zorra en el gallinero.

- Jesús, María y José -se persigna la Pimentel.

A Lolita no le pasan inadvertidas las miradas pensativas y discretas que le dirige Lorenzo Virués. No es la primera vez que el militar se presenta en la casa de la calle del Baluarte. Nunca solo ni de modo impertinente, por supuesto, como cumplido oficial que es. Tres veces hasta hoy, desde la recepción del embajador inglés: dos con Fernández Cuchillero y otra después de encontrarse, casualmente, con el primo Toño en la plaza de San Francisco.

- ¿Se ven ustedes muy afectados por la insurgencia americana? -pregunta Virués.

Lo ha dicho dirigiéndose a Lolita con interés que parece sincero, más allá de la simple cortesía propia de la conversación. Afecta lo suficiente, responde ésta. Más de lo deseable. El cautiverio del rey y los excesos autoritarios han complicado las cosas: la capitanía general de Venezuela y los virreinatos del Río de la Plata y Nueva Granada están en abierta rebeldía, la interrupción del comercio y la falta de caudales procedentes de allí dan a Cádiz problemas de liquidez, y la guerra con Francia, la falta de mercado español y el contrabando estorban el comercio tradicional. Algunas firmas gaditanas, como la casa Palma, intentan resarcirse con actividad local, entrepot y especulación inmobiliaria y financiera, volviendo al viejo recurso en tiempos de crisis: más comisionistas que propietarios.

- Pero todo eso es un parche temporal -concluye-. A largo plazo, la riqueza de la ciudad está condenada.

Asiente el cuñado Alfonso casi a regañadientes. Por su expresión agria, cualquiera diría que Lolita le roba argumentos. Y dinero.

- La situación es intolerable. Por eso no puede hacerse la mínima concesión, ni a los ingleses ni a nadie.

- Al contrario -apunta Fernández Cuchillero, barriendo para casa-. Hay que negociar antes de que sea demasiado tarde.

- Jorge tiene razón -responde Lolita-. Un comerciante encaja sus reveses cuando puede recuperarse con nuevas operaciones… Si América se independiza y sus puertos caen en manos inglesas y norteamericanas, no nos quedará ese consuelo. Las pérdidas serán irreparables.

- Por eso no hay que ceder un palmo -opina el cuñado Alfonso-. Fijaos en Chile: sigue fiel a la Corona. Como México, pese a la revuelta de ese cura loco, español para más infamia… Y en Montevideo, el general Elío lo está haciendo bien. Con mano dura.

Las últimas palabras son acompañadas con un aprobatorio golpe de abanico de Cari Palma. Lolita mueve la cabeza, disconforme.

- Eso es lo que me preocupa. En América, la mano dura no lleva a ninguna parte -apoya, afectuosa, una mano sobre un brazo de Fernández Cuchillero-. Nuestro amigo es un buen ejemplo… No oculta que es partidario de reformas radicales en su tierra, pero sigue en las Cortes. Sabe que se trata de una ocasión para combatir la arbitrariedad y el despotismo que lo han envenenado todo.

- Así es -confirma el criollo-. Una oportunidad histórica, de la que sería imperdonable hallarme ausente… Se lo dice a ustedes alguien que luchó en Buenos Aires junto al general Liniers y bajo la bandera de España.

Lolita conoce el episodio, y sabe que el rioplatense es modesto limitándose a esa referencia. En 1806 y 1807, durante las invasiones inglesas del Río de la Plata, Fernández Cuchillero se batió contra las tropas británicas, como otros jóvenes patricios, hasta la capitulación enemiga, en una dura y doble campaña que costó a Gran Bretaña más de tres mil bajas entre muertos y heridos. Lo atestigua la cicatriz de su mejilla derecha, roce de un balazo recibido en la defensa de la casa O'Gorman, en la calle de la Paz de la ciudad porteña.

- Cuando esto acabe, habrá que afrontar un mundo nuevo -dice Lolita-. Quizá más justo, eso no lo sé. Pero diferente… Perdamos o no América, se salve Cádiz o se arruine, con ingleses o sin ellos, nuestro vínculo con América serán los hombres como Jorge.

- Y el comercio -apostilla hosco el cuñado Alfonso.

Sonríe Lolita, tristemente irónica.

- Claro. El comercio.

Los ojos del capitán Virués siguen posados en ella, y no puede evitar sentirse halagada. El militar es hombre apuesto; y la casaca azul con solapas y cuello morados le da aspecto distinguido. El sentimiento de Lolita Palma es íntimo y grato: una vaga caricia en su orgullo de mujer, que ni va más allá, ni ella estaría dispuesta a tolerarlo. No es la primera vez que un hombre la mira así, por supuesto. En algún momento fue una muchacha razonablemente linda, y a su edad aún puede considerarse agraciada: la piel todavía es blanca y tersa; los ojos, oscuros y vivos; las formas, agradables. Manos finas y pies pequeños, de buena casta. Aunque viste sobria, siempre de oscuro desde la muerte de su padre -un color que favorece su apariencia a la hora de los negocios-, lo hace con gusto de mujer bien educada, vestidos y zapatos a la moda. Todavía se halla dentro de la categoría que en Cádiz se define como ni ñ a con posibilidades, aunque el espejo demuestre que tales posibilidades disminuyen día a día. Pero también es consciente de ser partido apetecible para un cazador de fortunas ajenas. Como suele decir el primo Toño, más de un lobo ha rondado a la oveja; y en tal sentido, Lolita no se hace ilusiones. No es de las que se aturden ante un porte elegante, unas manos finas, un frac a la última o un bizarro uniforme. Fue educada por su padre para vivir con la conciencia de lo que es; y esto le permite adoptar siempre, ante cualquier homenaje masculino, una actitud cortés, algo ausente. Una indiferencia afectada que disimula su desconfianza. Como el duelista consumado que, sin aspavientos, se sitúa de perfil ante el adversario para acortar las posibilidades de recibir un balazo.

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