Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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- ¿Treinta libras justas, Labiche?

El sargento, que se ha cuadrado con poco entusiasmo al ver aparecer a Desfosseux, arroja al suelo un escupitajo de tabaco mascado, se hurga a fondo la nariz y asiente. Las treinta libras de pólvora están en la recámara, y el tubo a cuarenta y cuatro grados de inclinación según las correcciones que acaba de aplicar el teniente Bertoldi. La bomba de hierro hueco de 80 libras se encuentra cargada con plomo, arena y sólo un tercio de pólvora esta vez, con una espoleta especial de madera y hojalata cuyo estopín arde -o debe hacerlo- durante treinta y cinco segundos. Tiempo suficiente para que la mecha interna siga encendida hasta el impacto.

- ¿Resolvió el problema del grano del fogón?

Se manosea Labiche el bigote, tardo en responder. El cilindro de cobre por donde se inflama la carga del obús tiende a desatornillarse con cada disparo, a causa de la enorme fuerza de la explosión que impulsa la granada fuera del tubo. Eso termina agrandando el oído del fogón y disminuyendo el alcance.

- Creo que sí, mi capitán -dice al fin, como pensándoselo-. Lo hemos vuelto a enroscar en frío con mucha precaución. Supongo que irá bien, pero no garantizo nada.

Desfosseux sonríe, paseando la mirada por los artilleros.

- Espero que así sea. Esta noche, Manolo tiene fiesta en Cádiz. Debemos animársela… ¿No os parece?

La broma sólo suscita alguna mueca vaga, cansada. Resbala sobre las pieles grasientas y los ojos fatigados. Está claro que Labiche y sus resabiados muchachos dejan el entusiasmo para los oficiales. A ellos les da lo mismo que la granada llegue a su destino o no. Que mate mucho, poco o nada. Lo que quieren es terminar por esta noche, masticar algo e irse a su barraca, a roncar.

El capitán ha sacado el reloj de un bolsillo del chaleco y lo consulta.

- Fuego en tres minutos.

Bertoldi, que se ha acercado a él, mira la hora en su propio reloj. Luego asiente, dice a la orden y se vuelve a los artilleros.

- Coja el botafuego, Labiche. Todos a sus puestos. Ya.

Simón Desfosseux cierra la tapa del reloj, se lo mete en el bolsillo y regresa a la atalaya con mucho tiento, procurando no tropezar en la oscuridad y romperse una pierna. Que tendría poca gracia. Llegado arriba, se echa el capote sobre los hombros, pega el ojo derecho al ocular del telescopio y echa un vistazo al edificio iluminado en la distancia. Luego levanta la cabeza y aguarda. Cómo le gustaría, piensa mientras tamborilea suavemente con las uñas en el cobre del tubo, que Fanfán diera esta noche una buena nota musical, un do de pecho en condiciones, metiéndole al embajador inglés y a sus invitados, por las ventanas, ochenta libras de hierro, plomo, pólvora y simpatía. Con los saludos del duque de Bellune, del emperador y del propio Simón Desfosseux, por la parte que le toca.

Puuumba. El estampido estremece la estructura de madera de la atalaya, ensordeciendo al capitán. Con un ojo abierto -el otro lo ha cerrado para no quedar deslumbrado por el fogonazo- ve cómo la llamarada grande y fugaz del disparo lo ilumina todo alrededor, recortando entre luz cruda y sombras los perfiles del baluarte, las barracas cercanas, el puesto de observación y la orilla del agua negra de la bahía. Todo dura sólo un segundo, antes de que retorne la oscuridad; y para entonces Desfosseux ya está mirando con el otro ojo por el telescopio mientras lo ajusta al punto que desea observar. Siete, ocho, nueve, diez, cuenta sin mover los labios. En el círculo de la lente, con una levísima oscilación debida al efecto de la distancia, relucen las luminarias del edificio al que apuntó Fanfán, haciendo contraluz a las siluetas desenfocadas de palos de navíos fondeados cerca. La cuenta va por diecisiete. Dieciocho. Diecinueve. Veinte. Veintiuno.

Un penacho negro, columna de agua y espuma, se levanta en el centro de la lente a media altura de los palos de los navíos, ocultando un momento el edificio iluminado en tierra. Tiro demasiado corto, comprueba desolado el capitán, con la irritación de quien apuesta a una carta y ve salir otra. La bomba, bien alineada en cuanto a puntería, ha caído al mar sin alcanzar más allá de 2.000 toesas, lo que a esas alturas de cálculos y trabajos supone una distancia ridícula. Quizá el viento sea distinto sobre el objetivo; o tal vez, como ocurrió en otras ocasiones, el proyectil haya salido del tubo demasiado al principio de la deflagración, sin que la pólvora estuviera inflamada por completo. O el grano del fogón se ha ido de nuevo al diablo. El resto de reflexiones decide dejarlo Desfosseux para más tarde, pues una sucesión de fogonazos en las troneras del fuerte de Puntales indica que los artilleros españoles devuelven el saludo nocturno con fuego de contrabatería sobre el Trocadero. Así que, a toda prisa, baja por la escala de madera y se apresura camino de la casamata más próxima -esta vez con menos precauciones que a la venida-, justo en el momento en que el raaaaca de la primera granada española rasga la noche sobre su cabeza y revienta cincuenta toesas a la derecha, entre la Cabezuela y el fuerte de Matagorda. Treinta segundos después, amontonado con Bertoldi, Labiche y los otros artilleros en el interior del refugio, a la luz aceitosa de un candil, Desfosseux siente temblar el suelo y la tablazón que estiba muros y techo, bajo los disparos españoles, mientras retumban como respuesta, cercanos, los cañones imperiales de Fuerte Luis, en intenso duelo artillero de orilla a orilla.

De soslayo, el capitán ve al sargento Labiche lanzar un escupitajo de tabaco al suelo, entre sus polainas mal remendadas.

- Igual no valía la pena -gruñe el suboficial, guiñándole un ojo a un compañero-. Despertarlos a estas horas.

5

La reina blanca retrocede humillada, en busca del cobijo de un caballo cuya situación -dos peones negros lo rondan con malas intenciones- tampoco es óptima. Estúpido juego. Hay días en los que Rogelio Tizón detesta el ajedrez, y hoy es uno de ellos. Con el rey acorralado, el enroque imposible y una desventaja de torre y dos peones respecto al contrincante, prosigue la partida sólo por deferencia hacia Hipólito Barrull, que parece hallarse a sus anchas, disfrutando mucho. Como suele. La carnicería se desencadenó en el flanco izquierdo después de un error estúpido cometido por Tizón: un peón movido irreflexivamente, un hueco tentador y un alfil enemigo clavado como una daga en mitad de las filas propias, desbaratando en dos jugadas una defensa siciliana construida con mucho esfuerzo y ningún resultado práctico.

- Lo voy a despellejar, comisario -ríe Barrull, feliz. Inmisericorde.

Su táctica ha sido la de siempre: acechar paciente, como una araña en el centro de su red, hasta que el adversario comete el error, y lanzarse entonces a dentelladas, refocilándose con el hocico lleno de sangre. Tizón, consciente de lo que le aguarda, se defiende desganado, sin esperanza. La posibilidad de que el profesor baje la guardia a estas alturas de la partida es remota. Siempre preciso y cruel en sus finales. Verdugo nato.

- Chúpese ésa.

Un peón negro termina de estrechar el cerco. Relincha el caballo, acosado, buscando por donde saltar la cerca y escapar. El rostro despiadado de Barrull, surcado por innumerables horas de ceño fruncido ante cientos de libros, se alarga tras los lentes, en una sonrisa de maligna chulería. Como ocurre siempre ante el tablero, su habitual cortesía deja paso a una vulgaridad agresiva, insolente. Casi homicida. Tizón mira las telas pintadas que decoran las paredes del café del Correo: ninfas, flores y pajaritos. Ninguna ayuda va a llegarle de allí. Resignado, come un peón aceptando perder el caballo, ejecutado en el acto por el adversario con un gruñido de júbilo.

- Dejémoslo aquí -pide el policía.

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