Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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- Por amor de Dios, don Emilio. Es un corsario.

- Claro que sí. Y en su empresa has invertido el mismo dinero que yo. El interés del negocio es tan tuyo como mío.

- Pero esta fiesta… Hágase cargo. Cada cosa tiene su sitio. Su momento.

Mira alrededor, incómoda, mientras pronuncia esas palabras. Sánchez Guinea la mira a ella.

- ¿Te refieres al qué dirán?

- Por supuesto.

- No entiendo esa reticencia. Es un marino como tantos. Dispuesto, eso sí, a arriesgar más de lo común.

- Por dinero.

- Como tú misma, hija mía. Y como yo. Ese móvil tiene en esta ciudad una tradición tan honrada como cualquier otra.

Lolita Palma mira más allá del hombro de su interlocutor. A unos pasos, junto a Miguel Sánchez Guinea, el capitán corsario estudia la bandeja con bebidas que le ofrece un sirviente vestido de librea. Al cabo de un instante, tras lo que parece una corta reflexión, niega con la cabeza. Cuando alza la vista, su mirada se cruza con la de la mujer, que aparta la suya.

- A usted le gusta ese hombre. Me lo dijo.

- Pues sí. Y a Miguel también le gusta. Es competente y formal. El suyo es un trabajo de confianza. Así deberías verlo tú.

- Pues a mí no me gusta nada.

El comerciante le dirige una ojeada inquisitiva.

- ¿De verdad?… ¿Nada?

- Como lo oye.

- Sin embargo, te has asociado con nosotros.

- Eso es distinto. Me he asociado con usted, como otras veces.

- Entonces confía en mí, como las otras veces. Nunca te fue mal por hacerlo -Sánchez Guinea le ha cogido una mano y se la palmea con afecto-. Tampoco estoy pidiendo que lo invites a tomar chocolate.

Sin brusquedad, Lolita libera su mano.

- Eso es una impertinencia, don Emilio.

- No, hija mía. Es el cariño que te tengo. Por eso no comprendo lo que te pasa.

Cambian de asunto, pues Miguel Sánchez Guinea viene a mezclarse en la conversación. El corsario se mantiene aparte, y a ratos Lolita Palma lo sigue con la vista mientras éste se mueve despacio por el salón, las manos cruzadas a la espalda sobre los faldones de la casaca, el aire tranquilo y un poco ausente. Algo fuera de lugar, quizás; aunque Lolita decide que eso es pura imaginación suya, pues al poco rato, cuando mira de nuevo, lo ve charlando desenfadado con personas a las que antes no parecía conocer en absoluto.

- Vuestro capitán Lobo se relaciona rápido -le comenta a Miguel Sánchez Guinea.

Sonríe el otro mientras enciende un cigarro.

- Para eso ha venido. No es de los que se pierden en sitios como éste, ni en ningún otro. Si se cayera al mar, le saldrían branquias y aletas.

- Dice tu padre que te tiene sorbido el seso.

Miguel expulsa humo con una risa divertida. Lolita y él se conocen desde niños. Jugaban juntos en los alrededores de las casas de campo de sus respectivas familias, bajo los pinos chiclaneros. Ella es madrina de su hijo mayor.

- Un hombre de arriba abajo -resume-. Como los de antes.

- Y buen marino, decís.

- El mejor que conozco -Miguel interrumpe las chupadas al cigarro para apuntar con él en dirección al corsario, que charla ahora con un ayudante del general Valdés-. Es de esos fulanos tranquilos, que no se alteran aunque tengan un temporal con la costa a sotavento y se estén yendo los palos por la borda… Hará buenas presas, si lo acompaña la suerte.

- Estuvo en Gibraltar, creo.

- Ha estado muchas veces. Una de ellas, prisionero de los ingleses. Hace años.

- ¿Y qué ocurrió allí?

- Se largó. Así, por la cara. Robó un barco.

Va y viene la gente, se saluda, hace corros, comenta el curso de la guerra y el de los negocios, que a menudo discurren juntos. Lolita Palma es de las mujeres -eso siempre intriga a los forasteros- que intervienen en esta clase de conversaciones; aunque prudente como suele, escucha atenta y reserva sus opiniones, incluso cuando se las piden. Durante un largo rato, a ella y a los Sánchez Guinea se acercan conocidos que comentan asuntos comerciales y expresan su preocupación por las tierras americanas insurrectas, la rebeldía y el bloqueo de Buenos Aires, la lealtad cubana, el caos en que la situación española lo está sumiendo todo al otro lado del Atlántico, donde oportunistas y aventureros pescan en río revuelto. El precio que los ingleses, tarde o temprano, acabarán cobrándose por su ayuda en la guerra de España.

- Discúlpenme, caballeros. Estoy cansada y voy a ir pensando en despedirme.

Se retira unos minutos al tocador, donde se refresca un poco. Al regresar encuentra al capitán Lobo de pie en mitad del recorrido que ella debe hacer para reunirse con el grupo donde resuenan las carcajadas del primo

Toño. Asociando ideas, Lolita piensa que el corsario ha hecho un movimiento -no hay casualidades en tales maniobras- parecido al rumbo de estima que traza un barco para interceptar a otro: calculando posición en un momento determinado y puesto a la espera en un punto del océano, con cautela y paciencia. Parece hábil en esa clase de cálculos.

- Quería darle las gracias.

- ¿Por qué?

- Por participar en la empresa.

Es la primera vez que lo observa de cerca, conversando. Un mes atrás, en el despacho de la calle del Baluarte, sólo se vieron un momento. Y estaba allí Sánchez Guinea. Suspicaz, Lolita Palma se pregunta si el viejo comerciante o su hijo han aconsejado este encuentro al marino.

- No sé si está al corriente -añade él-. Salimos de caza en una semana.

- Lo sé. Me lo ha contado don Emilio.

- Y a mí me ha dicho que a usted no le agradan los corsarios.

Directo, con una sonrisa suave. El descaro justo para no ser incorrecto, o descortés. Branquias, ha comentado Miguel hace un rato. Se cae al mar y le salen branquias.

- El señor Sánchez Guinea habla demasiado, a veces. Pero no veo en qué puede eso afectar a sus responsabilidades.

- No las afecta. Pero quizá sea conveniente explicarle en qué consisten.

De cerca su rostro no es desagradable, pero está desprovisto de finura. Nariz grande, tosco él perfil. Lolita advierte que, medio oculta por las patillas y el cuello de la casaca, hay una cicatriz en diagonal tras la oreja izquierda que penetra en el nacimiento del pelo, hacia la nuca. El color claro de sus ojos es verde, semejante al de uva recién lavada.

- Sé perfectamente en qué consisten -responde-. Me crié entre barcos y fletes, y más de una vez los intereses de mi familia fueron perjudicados por gente de su oficio.

- No españoles, supongo.

- Españoles o ingleses, da lo mismo. En mi opinión, un corsario no es más que un pirata con patente del rey.

Ningún acuse de recibo, comprueba. Nada. Los ojos claros siguen mirándola, tranquilos. Mira como un gato según la luz, concluye ella.

- Pero usted -una sonrisa suaviza la objeción- se asocia porque puede ser rentable.

El tono del marino es más prudente que educado. Denota alguna instrucción, sin llegar a extremos. Sin mucha filigrana. Lolita Palma detecta un origen familiar humilde en el fondo de esa voz y en los rasgos duros, marcadamente masculinos, del hombre que tiene delante. Y la palabra hombre, concluye, no es allí casual. Podría tratarse de un campesino sano y fuerte, de los que cada día doblan los riñones sobre las mieses, o un jaque de taberna entre humo de cigarros, sudor y navaja. Eso último, piensa inquieta, tal vez lo sea. No resulta difícil imaginarlo en los tugurios de mala nota situados entre la Puerta de Tierra y la de Mar, o en los colmados de jaleo y mujeres fáciles de la Caleta. Sobre eso, al menos, sí la previno don Emilio Sánchez Guinea. Ni su mirada directa es la de un caballero, ni parece de los que pretenden hacerse pasar como tales.

- Mis motivos son cosa mía, capitán. Prefiero no comentarlos con usted.

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