Arturo Pérez-Reverte - El Asedio
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- Ni se te ocurra probar lo de esas bandejas, niña. Son infames. Nuestro aliado Wellesley se lo ha gastado todo en luz de velas: mucho brillo y pocas nueces.
Escandalizada, Lolita Palma le pone los dedos en la boca, mirando de soslayo al embajador inglés. Vestido con una casaca de terciopelo morado, medias de seda negra y zapatos con grandes hebillas de plata, el hermano del general Wellington recibe a los invitados junto a la puerta del salón. Lo acompañan algunos oficiales con chaqueta roja y otros con el uniforme azul galoneado de la marina británica. Entre ellos, altivo y con semblante adusto, colorado como una gamba cocida, se encuentra el general Graham. El héroe del cerro del Puerco.
- No hables tan alto, que te van a oír.
- Que me oigan, diantre. Nos matan de hambre.
- Pero ¿ésos no eran los franceses? -pregunta divertido uno de los caballeros. Es un militar de muy buena planta, destacado en la isla de León. Lolita lo conoce de una de las pocas tertulias gaditanas a las que acude a veces, la de su madrina doña Conchita Solís. El oficial es sobrino de ésta. Lorenzo Virués, se llama. De Huesca. Capitán de ingenieros.
- Qué franceses ni qué niño muerto -chirigotea el primo Toño-. Ante estos hojaldres infames no hay duda: tenemos al enemigo dentro.
Más risas. El primo Toño enlaza un chascarrillo tras otro y sus carcajadas -sonoras como las de los niños- atruenan aquel ángulo del salón. Después de él, la que más ríe y agita los tirabuzones es Curra Vilches, la mejor amiga de Lolita Palma: menuda, guapa, regordeta aunque de buena figura, que esta noche refuerza con un chal turco ceñido al busto de su túnica de crepé. Casada con un comerciante gaditano de buena posición, que viaja mucho y le concede una razonable libertad social, su desparpajo y carácter alegre son inagotables, y hace buenas migas con el primo Toño. Ella y Lolita se conocen desde niñas: estudios en la academia para señoritas de doña Rita Norris y veraneos en Chiclana entre los pinares y el mar. También confidencias mutuas, lealtad e infinita ternura.
- ¿Otro refresco, Lolita? -sugiere el capitán Virués.
- Sí. Limonada, hágame el favor.
Se aleja el militar en busca de un camarero, mientras el primo Toño ilustra a las damas sobre cómo el Santo Oficio -cuya abolición debaten estos días en San Felipe Neri- se opone a la bragueta de los calzones masculinos, por inmoral, en favor de la más decente portañuela con dos botonaduras.
- Precepto que yo mismo cumplo a rajatabla. Vean, señoras mías. No es cosa de condenarse por cuatro botones más o menos.
La glosa, hecha con la chispa habitual, arranca nuevas risas y golpes de abanico. Sonriendo, Lolita Palma pasea la vista por el lugar. Hay algunas sotanas eclesiásticas. Un grupo de caballeros, sin señoras, charla de pie en torno a una mesa. Lolita los conoce a casi todos. En su mayor parte son jóvenes, del grupo reformista que empieza a ser conocido como libre o liberal, y entre ellos hay algunos diputados de las Cortes: el famoso Argüelles, jefe del clan y José María Queipo de Llano, conde de Toreno; que, pese a ser todavía un muchacho, es delegado por Asturias. Los acompañan el literato Quintana, el poeta Francisco Martínez de la Rosa -guapo, agitanado y de ojos grandes-, el joven Antoñete Alcalá Galiano, hijo del brigadier muerto en Trafalgar, a quien Lolita conoce desde niña, y Ángel Saavedra, duque de Rivas: un capitán que atrae las miradas de las señoras no sólo por sus gallardos veinte años, los cordones de estado mayor que adornan su casaca y las elegantes botas rusas a la Suvarov, sino porque ya fue herido de gravedad en la batalla de Ocaña y lleva la frente vendada por un bayonetazo recibido en el combate de Chiclana. En otro grupo, rodeados de oficiales y ayudantes, están el gobernador Villavicencio, el teniente general don Cayetano Valdés, comandante de las fuerzas sutiles de la bahía, y los generales Blake y Castellanos; sin que al general Lapeña, que anda quemadísimo con los ingleses, se le vea por ninguna parte. Entre el resto de uniformes destaca la nota colorida de los oficiales de Voluntarios, recargados de bordados y cordones en proporción inversa a su proximidad al frente de batalla. En cuanto a mujeres, es fácil distinguir a las gaditanas de las forasteras aristócratas o adineradas: éstas visten aún a la manera francesa, con cinturas altas, y aquéllas a la inglesa, con escotes más velados y tonos sobrios. Alguna de las emigradas de más edad lleva todavía el pelo con rizos en la frente y cortado en la nuca, a la moda que llaman guillotinada, y que hace tiempo aquí nadie usa.
Por su parte, Lolita viste discreta, como suele. Esta noche prescinde del negro o el gris habituales en favor de un vestido azul de corpiño ceñido y talle bajo, con una mantilla de encaje dorado sobre los hombros y el pelo recogido con dos peinetas pequeñas de plata. Como única joya lleva al cuello un camafeo de familia en un junquillo de oro. Casi nunca asiste a esta clase de recepciones, a menos que haya de por medio interés comercial. Y tal es el caso. La invitación del embajador inglés ha llegado en un momento en el que Palma e Hijos aspira a hacerse con un contrato de carne de vacuno marroquí destinado a las tropas británicas. Lo aconsejable en tales circunstancias es dejarse ver un rato, aunque tenga previsto retirarse temprano.
Regresa el capitán Virués, seguido por un criado que trae limonada sobre una bandeja. Fernández Cuchillero, que acaba de recibir carta familiar de Buenos Aires, cuenta cómo andan las cosas en el Río de la Plata, cuya Junta insurrecta se niega a acatar la autoridad de la Regencia. Mientras coge el vaso y agradece al militar su gentileza, Lolita, sorprendida, ve entrar en el salón a don Emilio Sánchez Guinea, acompañado por su hijo Miguel y por el marino llamado Lobo: de frac oscuro los dos comerciantes, casaca de paño azul con botones dorados y calzón blanco.
El corsario. La presencia de este último la incomoda vagamente, y no es la primera vez. Ignora por qué los Sánchez Guinea lo traen esta noche. A fin de cuentas, no es más que un asociado minoritario, subalterno. Un empleado de todos ellos. O casi.
- Vaya -comenta el capitán Virués, que ha seguido la dirección de su mirada-. A quién tenemos ahí… El hombre de Gibraltar.
Se vuelve Lolita hacia el militar, asombrada.
- ¿Lo conoce?
- Un poco.
- ¿Por qué Gibraltar?
Virués tarda unos instantes en responder. Cuando al fin lo hace, sonríe de forma extraña.
- Estuvimos allí prisioneros los dos, en mil ochocientos seis.
- ¿Juntos?
- Aunque no revueltos.
A Lolita Palma no le pasa inadvertido el tono despectivo del comentario; pero no quiere ser indiscreta, ni aparentar demasiado interés. Virués se ha sumado a la conversación general. Desde el sofá, Lolita ve cómo Sánchez Guinea saluda al embajador y a algunos invitados, y luego, al verla, se acerca cruzando el salón. Su hijo Miguel y el corsario lo siguen unos pasos detrás. Por impulso que ella misma tarda en comprender, se levanta y va al encuentro del viejo comerciante. No le apetece recibir su saludo con el resto del grupo, concluye, junto a Virués y su peculiar sonrisa.
- Estás guapísima, Lolita. Si tu padre te viera.
Intercambio de cortesías afectuosas. Se suma al saludo Miguel Sánchez Guinea, correcto y apuesto aunque algo bajo de estatura, de rasgos muy parecidos a los de su padre. El capitán Lobo se ha quedado atrás, observando la escena; y cuando Lolita lo mira al fin, aquél hace una breve inclinación de cabeza, sin moverse del sitio ni despegar los labios. Ella se coge del brazo de don Emilio y lo lleva aparte, bajando la voz.
- ¿Cómo se le ha ocurrido traerlo aquí?
Se justifica el viejo comerciante. Pepe Lobo trabaja para él, y también para ella. La ocasión es óptima para presentarle a algunas personas, inglesas y españolas, de conocimiento útil para la tarea que lleva entre manos. No está de más engrasar los goznes de ciertas puertas, para que no chirríen. Aquello es Cádiz.
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