Arturo Pérez-Reverte - El Asedio
Здесь есть возможность читать онлайн «Arturo Pérez-Reverte - El Asedio» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.
- Название:El Asedio
- Автор:
- Жанр:
- Год:неизвестен
- ISBN:нет данных
- Рейтинг книги:3 / 5. Голосов: 1
-
Избранное:Добавить в избранное
- Отзывы:
-
Ваша оценка:
- 60
- 1
- 2
- 3
- 4
- 5
El Asedio: краткое содержание, описание и аннотация
Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «El Asedio»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.
El Asedio — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком
Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «El Asedio», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.
Интервал:
Закладка:
Los dos cadáveres franceses están muy juntos, uno casi encima del otro, y su sangre ha vuelto rojizos los bordes salitrosos del zumajo. Mojarra ignora quién los mató, pero supone que son centinelas caídos en el primer momento de la incursión, cuando cincuenta y cuatro marineros e infantes de marina españoles, doce zapadores del Ejército y veintidós salineros voluntarios avanzaron en botes por el caño Borriquera, adentrándose en la orilla enemiga al amparo de la oscuridad. Uno de los muertos es entrecano y tiene media cara hundida en el fango, y el otro, moreno y mostachudo a la francesa, está apoyado de espaldas en él, abiertos los ojos, la boca, y también media frente por el impacto de la bala que lo mató. El salinero observa que alguien se ha llevado los fusiles y los correajes con cartucheras y sables, pero no los aretes de oro con que los gabachos suelen adornarse las orejas. Felipe Mojarra es de los que respetan a los difuntos, dentro de lo que cabe. En otras circunstancias habría desenganchado los aretes cuidando no desgarrar los lóbulos o recurrir a la navaja, como hacen otros. No es un desaprensivo, sino un cristiano. Pero el momento, con la gente retirándose hacia el caño grande y los gabachos cerca, no es de andarse con finuras. Así que, solucionando el asunto con recios tirones, envuelve los aretes en su pañuelo y se lo mete todo en la faja, justo cuando un sudoroso granadero de infantería de marina, que viene corriendo agachado y se detiene a cobrar aliento, lo ve rematar la operación.
- Maldita sea -dice el marino-. Te has adelantado, compañero.
Sin responder, Mojarra coge su fusil y se aleja, dejando al otro ocupado en registrar con mucha urgencia las casacas de los muertos y mirarles la boca, por si hay dientes de oro que sacarles a culatazos. Entre los matorrales que forman la vegetación baja de las salinas, el resto de españoles se retira siguiendo los canalillos y caños estrechos que confluyen en el caño grande, por el horcajo de esteros y tierra anegadiza que forma los alrededores de Montecorto. Cerca de la orilla, el salinero observa que humean los cobertizos y chozas del molino, puestos en llamas, y que buena parte de la fuerza española ha embarcado ya en los botes, protegida por el fuego de dos lanchas del apostadero de Gallineras, que tiran a intervalos sobre las posiciones francesas. La onda de los cañonazos llega hasta Mojarra como un golpe de aire en los tímpanos y el pecho. Por parte española no parece haber otras bajas que algunos heridos que caminan por su pie. Con ellos van dos prisioneros franceses.
- ¡Cuidado! -grita alguien.
Una granada francesa hace raaas y estalla en el aire, salpicando metralla sobre el caño. Muchos hombres -también Mojarra- se agachan en los botes y en la orilla al oír el estampido; pero un pequeño grupo de oficiales que está junto al murete de piedra y barro de una compuerta permanece en pie por decoro militar. El salinero reconoce entre ellos a don Lorenzo Virués, con su casaca azul de cuello morado, sombrero con escarapela roja y la inseparable cartera de cuero colgada a la espalda. El capitán de ingenieros desembarcó temprano con la fuerza de incursión para echar un vistazo a las fortificaciones enemigas -Mojarra imagina que también tomó unos cuantos apuntes- antes de que los zapadores las hicieran sémola.
- ¡Hombre, Felipe! -Virués parece alegrarse de ver al salinero-. Celebro encontrarte sano. ¿Qué tal por ahí cerca?
Mojarra se hurga entre los dientes. Ha estado masticando hinojos para calmar la sed -los hicieron desembarcar sin agua ni comida- y tiene un fragmento incrustado en la encía.
- Nada de particular, don Lorenzo. Vuelven los mosiús, pero despacio. Los nuestros se retiran con orden… ¿Manda usted alguna cosa?
- No. Me marcho enseguida, con estos señores. Ve con tus compañeros. Aquí está todo hecho.
Sonríe candoroso Mojarra.
- ¿Llevamos dibujitos buenos, mi capitán?
- Alguno, sí -Virués corresponde a la sonrisa-. Alguno he podido hacer.
El salinero se lleva un dedo a la ceja derecha, a modo de informal saludo que remeda con respeto lo castrense. Luego escupe el fragmento de hinojo y se encamina sereno a los botes. Misión cumplida: otra más al buche. Su Majestad el rey, ande preso en Francia o por donde sea, estará contento de él. Por su parte, que no quede. En ese momento alguien pasa corriendo cerca. Se trata de un suboficial de la Armada con dos pistolas en el cinto y una vieja casaca remendada en los codos. Y trae prisa.
- ¡Avivarse!… ¡Nos vamos!… ¡Va a estallar!
Antes de que el salinero pueda adivinar a qué se refiere, un estampido formidable resuena detrás, y la onda expansiva de una explosión lo alcanza como si le hubiesen dado una palmada brutal en la espalda. Entonces se vuelve a mirar, confuso y espantado, y ve que tierra adentro se eleva un enorme hongo de humo negro del que se desprenden, cayendo por todas partes, fragmentos de tablones y fajinas incendiadas. Los zapadores acaban de volar el polvorín francés de Montecorto.
El levante, que refresca, deshace la humareda trayéndola hacia el caño y cubre el embarque de los últimos hombres. En uno de los botes, estrechado entre sus compañeros, Mojarra siente que el aire huele a azufre como para vomitar. Pero él hace mucho tiempo que no vomita.
Es domingo, y la campana rajada de San Antonio anuncia el final de la misa de doce. Sentado a una mesa en la puerta de la confitería de Burnel, bajo los hierros de los balcones pintados de verde, el taxidermista Gregorio Fumagal bebe un vaso de leche tibia mientras observa a los feligreses que salen de la iglesia, se dispersan alrededor de los bancos de mármol y los naranjos plantados en jardineras, o se dirigen al espacio ancho que bordea la plaza, donde aguardan algunas calesas y sillas de mano. Éstas se reservan a señoras y personas de edad, porque el día es agradable y la gente emprende el acostumbrado paseo a pie, en dirección a la calle Ancha o la Alameda. Como cada domingo a esta hora, toda la ciudad que cuenta, o que lo pretende, está presente: nobleza, alto comercio y buena sociedad, emigrados de postín, oficiales del Ejército, la Real Armada y la milicia local. La plaza es un desfilar continuo de uniformes bordados, estrellas, cintas y galones, medias de seda, levitas y fracs, sombreros redondos de copa alta o ancha, y también casacas tradicionales, capas, bicornios y algún sombrero de tres picos, pues entre la gente mayor no falta quien viste a la antigua. Hasta los niños varones van uniformados y en fila, siguiendo los tiempos que corren, con equipo completo de oficial según la profesión o el capricho de sus padres, incluidas casacas, espadines y sombreros con escarapelas rojas que, a la última moda, lucen el monograma FVII, por el rey Fernando. El taxidermista tiene ideas propias sobre el espectáculo que presencia. Es hombre de ciencia y libros, o se estima como tal. Eso le despoja la mirada -analítica, fría como los animales inmóviles de su gabinete- de cualquier benevolencia. Las palomas que desde su terraza tejen, o ayudan a ello, una red de rectas y curvas sobre el mapa de la ciudad, se contraponen a todos aquellos faisanes y pavos reales que despliegan la cola, recreados en la vileza de su mundo corrupto, caduco, condenado por el curso inexorable de la Naturaleza y la Historia. Gregorio Fumagal tiene la certeza de que ni siquiera las Cortes reunidas en San Felipe Neri cambiarán las cosas. No es de una futura carta magna, hecha en buena parte por clérigos -la mitad de los diputados lo son- y por nobles adictos al antiguo régimen o salidos de él, de donde vendrá la mano que lo barra todo. Por ese camino, con Constitución o sin ella, lo disfracen como lo disfracen, el español seguirá siendo un cautivo degradado, desprovisto de alma, razón y virtud, a quien sus inhumanos carceleros jamás permiten ver la luz. Un infeliz sometido sin reservas a hombres iguales a él, que su estupidez, indolencia o superstición le presentan ungidos por un orden superior: dioses sobre la tierra, armiño, púrpura, negro de mantos y sotanas, que siempre aprovecharon el error del hombre, bajo todos los soles y latitudes, para esclavizarlo, volverlo vicioso y miserable, corromper su heroísmo y su coraje. Fumagal, hombre de lecturas extranjeras y comprometidas -el barón Holbach, alias Mirabaud, es su mentor desde que hace veinte años cayó en sus manos una edición francesa del Sistema de la Naturaleza -, opina que España perdió la ocasión de una guillotina en el momento adecuado: un río de sangre que limpiase, acorde con las leyes universales, los establos pestilentes de esta tierra inculta y desgraciada, siempre sujeta a curas fanáticos, aristócratas corruptos y reyes degenerados e incapaces. Pero también cree que todavía es posible abrir las ventanas para que lleguen el aire y la luz. Esa oportunidad está a media legua de distancia, al otro lado de la bahía; en las águilas imperiales que, entre sus garras soberbias, destrozan a los ejércitos negros que aún encadenan a parte de Europa.
Читать дальшеИнтервал:
Закладка:
Похожие книги на «El Asedio»
Представляем Вашему вниманию похожие книги на «El Asedio» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.
Обсуждение, отзывы о книге «El Asedio» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.