Arturo Pérez-Reverte - El Asedio
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Cuando se le seca el pelo, Gregorio Fumagal baja y se mira al espejo. La suya es una coquetería peculiar, que nada tiene que ver con su inexistente vida social. En realidad todo nace y muere en él, discretamente: en su rutina diaria, palomar incluido, y en los cuerpos de animales muertos que vacía y reconstruye con paciente destreza. En su caso, ni el pelo teñido ni el resto del cuidado personal responden, como ocurre con hombres coquetos o petimetres, al deseo de aparentar juventud o lozanía. Es más bien cuestión de normas. De disciplina útil. El taxidermista es hombre en extremo atento a sí mismo, con rígida exigencia que incluye desde el afeitado diario hasta la higiene de las uñas, o la ropa que él mismo plancha o hace blanquear por una lavandera de la calle del Campillo. Tampoco considera otra opción. En hombres de su clase, sin familia ni amigos, lejos del tribunal de ojos ajenos que juzga virtudes y flaquezas, la norma personal íntima, insoslayable, se convirtió hace tiempo en un sistema de supervivencia.
A falta de fe en lo inmediato o de bandera propia -la del otro lado de la bahía no es más que una alianza circunstancial-, las rutinas, los hábitos personales, los códigos rigurosos que nada tienen que ver con las leyes venales e inútiles de los hombres, son la trinchera donde Fumagal se refugia para sobrevivir, en un territorio hostil donde el reposo no existe, las perspectivas de futuro son escasas, y el único consuelo consiste en rehacer la Naturaleza con relleno de paja, aguja de ensalmar y ojos hechos con pasta y vidrio.
De é l, y no de otro, sigo el rastro, pues ha cometido durante la noche un acto espantoso. Nada sabemos con exactitud, porque todo son conjeturas. Yo me he lanzado en su busca y algunas huellas s í las identifico; pero otras me tienen perplejo y no puedo averiguar de qui é n son.
El párrafo obsesiona a Rogelio Tizón. Se diría que, hace veintitantos siglos, Sófocles escribió esas palabras pensando exactamente en él. En lo que ahora siente. Con mucho cuidado, el policía hojea de nuevo las páginas del manuscrito cubierto por la letra grande y limpia, casi de amanuense, del profesor Barrull. Al cabo se detiene en otro lugar de los varios que tiene marcados, como el anterior, con crucecitas de lápiz al margen:
Y ahora, sin comer ni beber, ese hombre est á sentado inm ó vil entre las reses muertas por su espada. Es evidente que algo maligno maquina.
Incómodo, Tizón deja el manuscrito sobre la mesa. Lo de las reses muertas encaja bien con imágenes que recuerda: muchachas con la espalda abierta a latigazos hasta dejar al descubierto los huesos. Ha pasado tiempo desde la última vez, pero no puede pensar en otra cosa. Un cirujano de la Real Armada, viejo conocido, en cuya discreción confía más que en la de quienes suelen colaborar con la policía, confirmó sus sospechas: el látigo utilizado no es uno común de cuerda o cuero; ni siquiera un vergajo fino, más sólido y contundente. Se trata de un látigo especial, hecho seguramente con alambre trenzado. Artesanía del mal. Un instrumento fabricado para hacer daño. Para desollar a muerte, arrancando la carne a cada golpe. Eso significa que los crímenes de quien lo utiliza no pueden atribuirse a un arrebato súbito, a un acto improvisado de cualquier modo en la calle. Sea quien sea, el asesino está lejos de actuar a impulsos del momento. Sale en busca de presas de forma deliberada, tras prepararlo todo minuciosamente. Disfrutándolo. Equipado para infligir mucho dolor mientras mata.
Demasiado difícil, se dice Tizón. Al menos, con el material de que dispone. Lo suyo es buscar una aguja en un pajar, en una ciudad que, con el aluvión de gente ocasionado por la guerra y el asedio francés, casi ha doblado su población y supera los 100.000 habitantes. Para cribarla no sirve la vasta red de confidentes que, con tiempo y paciencia, teje desde hace años: putas, mendigos y toda clase de agentes e informadores. Hasta a un párroco, confesor frecuentado en San Antonio, tiene en nómina, al precio de pasar por alto ciertas maneras -descubiertas por Tizón con mucho sigilo- de entender el apostolado entre mujeres pecadoras. A cambio, en fin, unos, de dinero, impunidad o privilegios; deseosos, otros, de ajustar cuentas con sus semejantes, con la política, con el mundo que ambicionan o detestan. A su edad y en su oficio, Rogelio Tizón sabe ya cuanto hay que saber -o al menos cree saberlo- sobre los ángulos oscuros de la condición humana, el punto exacto en que los hombres se quiebran, derrumban, colaboran o se pierden para siempre, la capacidad infinita de vileza a la que cualquiera puede acceder si encuentra, o se le proporcionan, las oportunidades adecuadas.
El comisario se levanta, malhumorado, y camina por la sala de estar, contemplando con mirada distraída los lomos de los libros alineados en los estantes del canterano. Sabe que en ellos se encuentran algunas respuestas, pero no todas. Ni siquiera en el manuscrito de tinta un poco desvaída que está sobre la mesa, con sus crucecitas a lápiz marcando párrafos más inquietantes que reveladores. Preguntas que conducen a nuevas preguntas, incertidumbre e impotencia. Con esa última palabra en la mente, Tizón pasa los dedos por la tapa, cerrada hace años, del piano que ya nadie toca en la casa. Lo que él pueda saber, las respuestas y las preguntas que carecen de ella, es sin duda utilísimo en el trabajo de un comisario de policía; pero no cubre todos los frentes necesarios en esta Cádiz llena de emigrados, tropas y población civil. En principio, todo recién llegado se somete a proceso de información en la Audiencia Territorial, a fin de que acredite su conducta y obtenga, si procede, el permiso de residencia. Para quien no tiene dinero suficiente -el soborno no está al alcance de cualquier bolsillo, y un perito calígrafo que avale documentos falsos no se encuentra por menos de 150 duros-, las dificultades son enormes. Por eso el tráfico de personas, con sus aspectos burocráticos, se ha convertido en negocio donde participan por igual capitanes de barco, funcionarios, militares y contrabandistas. El propio Tizón, en su calidad de comisario de Barrios, Vagos y Transeúntes, no es ajeno al asunto. La tarifa oficial por indultos a delitos de entrada ilegal asciende a un millar de reales para un matrimonio con hijos, y un par de cientos más si los acompaña una sirvienta. Asuntos, éstos, que él tramita por la cuarta parte de la suma. O por la mitad -a veces llega a embolsarse el total-, cuando se trata de aplazar o dejar sin efecto un decreto de expulsión firmado por la Regencia. A fin de cuentas, los negocios son los negocios. Y la vida es la vida.
Se acerca a la puerta que conduce a las otras habitaciones, el oído atento. El silencio es absoluto, pero sabe que su mujer está allí, en el cuarto de costumbre, prietos los labios y la mirada baja, bordando o mirando la calle tras la celosía del balcón. Inmóvil como suele: impasible igual que una esfinge, y callada como el reproche de un fantasma. Con el rosario, del que en otro tiempo no apartaba los dedos, olvidado en el cajón del costurero. Tampoco hay lamparillas encendidas ante la imagen del Nazareno puesta en una urna de cristal, en el pasillo. Hace tiempo que nadie reza en esta casa.
Va el comisario hasta la ventana, abierta sobre la Alameda y la amplia vista de la bahía. Lejos, a un par de millas de Cádiz y frente a El Puerto de Santa María, dos buques ingleses escoltados por cañoneras españolas baten el fuerte enemigo de Santa Catalina. A simple vista se alcanza a distinguir las andanadas de humo arrastradas por la brisa, las minúsculas pirámides blancas de las velas desplegadas de los navíos y las lanchas, cruzándose unas con otras en los diferentes bordos de las maniobras. También se divisan velas frente a Rota. Con el oído atento, a ratos escucha Tizón el retumbar distante de los cañones y la respuesta de las baterías francesas en tierra. Desde la ventana no puede ver el paisaje hacia el sudeste de la ciudad, por la parte de tierra firme. Excepto lo que sabe todo el mundo -hace días hubo una sangrienta batalla en el cerro del Puerco-, ignora cómo van las cosas por allí. Se dice que continúan los combates en toda la línea, y que hay desembarcos de guerrillas españolas en varios puntos de la costa para destruir posiciones enemigas. Esta mañana, viniendo de entregar unos presos en la Cárcel Real, el comisario pudo asomarse al baluarte de los Mártires y comprobar que más allá del arrecife y la isla de León siguen ardiendo los pinares de Chiclana.
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