Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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- ¿Y ha sido él?

- No tengo ni idea.

- ¿Hay otros detenidos?

- Una jábega de seis o siete, pero ninguno más es nuestro. Los están interrogando allí mismo.

Pepe Lobo mueve la cabeza con fastidio. Conoce desde hace quince años al contramaestre Brasero -el nostramo, en jerga de a bordo- y sabe que, cuando anda metido en uvas, es capaz de apuñalar a un marinero americano y al padre mismo que lo engendró. Pero Brasero es también elemento clave de la tripulación que llevan días reclutando en Cádiz. Su pérdida, semana y media antes de hacerse a la mar, sería un desastre para la empresa.

- ¿Todavía están en la taberna?

- Supongo. Encargué que me avisaran si se los llevan.

- ¿Conoces al oficial?

- De vista. Un teniente joven. Guacamayo.

Sonríe Pepe Lobo al oír la palabra joven en boca de su primer oficial, pues Maraña aún no ha cumplido veintiún años. Segundón de una familia honorable de Málaga, lo llaman el Marquesito por sus modales y aspecto distinguidos. Antiguo guardiamarina -su cojera proviene de un astillazo en la rodilla, recibido a bordo del navío Bahama en Trafalgar-, dejó el servicio en la Real Armada a los quince años, expulsado tras un duelo en el que hirió a un compañero de promoción. Desde entonces navega en barcos corsarios, primero bajo pabellón español y francés, y ahora con los ingleses como aliados. Es la primera vez que embarca con el capitán Lobo, pero se conocen bien. Su último destino ha sido un místico de cuatro cañones con base en Algeciras, el Coraz ó n de Jes ú s, cuya patente de corso caducó hace dos meses.

La taberna es uno de los muchos tugurios cercanos al puerto, frecuentados por marineros y soldados españoles y extranjeros: techo ahumado de velas y candiles de garabato, grandes pipas de vino, toneles a modo de mesas y taburetes bajos, tan ennegrecidos de mugre como el suelo mismo. Desalojado el local de parroquianos y mujerzuelas, dentro sólo quedan siete hombres de aspecto patibulario vigilados por media docena de guacamayos con la bayoneta calada en los fusiles.

- Buenas noches -le dice Lobo al teniente.

Acto seguido se identifica, con su acompañante. Capitán tal y piloto cual, de la balandra corsaria Culebra. Alguno de sus hombres está allí, por lo visto. Sospechoso de algo.

- De asesinato -confirma el oficial.

- Si se refiere a ése -Lobo señala a Brasero: casi cincuenta años, pelo cano rizado y bigotazo gris, manos anchas como palas-, le aseguro que no tiene nada que ver. Ha estado conmigo toda la noche. Acabo de mandarlo aquí a un recado… Sin duda se trata de un error.

Parpadea el teniente. Muy joven, como dijo Maraña. Chico fino. Indeciso. Lo de capitán corsario lo impresiona, sin duda. Para un oficial del Ejército o la Armada, la cosa sería diferente. Pero los guacamayos son milicia local. Guerreros de pastel.

- ¿Está usted seguro, señor?

Pepe Lobo sigue mirando a su contramaestre, que se mantiene impasible entre los detenidos, las manos en los bolsillos del tabardo, mirándose los zapatos, con las palabras corsario y contrabandista pintadas como un cartel en la cara curada de sal y viento, donde las cicatrices y las arrugas se entrelazan en surcos recios como hachazos. Aretes de oro en las orejas, callado y quieto. Tan peligroso como cuando ambos perseguían juntos mercantes ingleses en el Estrecho, antes de ser capturados en el año seis y compartir miseria en Gibraltar. Maldito zumbado, se dice en los adentros. Seguro que es él quien le dio lo suyo al americano. Nunca tragó a los angloparlantes. Me pregunto dónde habrá metido el cuchillo jifero que lleva siempre en la faja. Apuesto cualquier cosa a que está tirado en el suelo por aquí cerca, entre el serrín manchado de vino que hay bajo las mesas. Seguro que lo largó en cuanto entraron éstos. El cabrón hijo de perra.

- Tiene usted mi palabra de honor.

Duda un instante el guacamayo, más por prurito de autoridad que por otra cosa. Lo de guacamayo es un apodo con que el humor local alude al vistoso uniforme -casaca roja, vueltas y cuello verde, correaje blanco- que visten los dos millares de vecinos pertenecientes a las clases pudientes de la ciudad que integran el Cuerpo de Voluntarios Distinguidos. En el recinto urbano de Cádiz, los civiles se organizan para la guerra según su posición social: unidos en el patriotismo, pero según y cómo. Burgueses, artesanos y gente humilde tienen cada cual sus milicias propias, donde nunca faltan reclutas. Quien se alista en éstas se libra de servir en el verdadero Ejército, sujeto a las penalidades y peligros de primera línea. Buena parte del ardor guerrero local se agota en pasear uniformes llamativos y darse aires marciales en las calles, plazas y cafés de la ciudad.

- Entiendo que se hace personalmente responsable de él.

- Por supuesto.

Pepe Lobo sale a la calle seguido por sus hombres, y los tres caminan junto a los muros de Santa María en dirección al Boquete y la Puerta de Mar. Nadie habla durante un trecho. Las calles están a oscuras, y el contramaestre parece una sombra dócil tras los oficiales. Sobre la cubierta de un barco, Brasero es el sujeto más fiable y sereno del mundo, con un don especial para manejar a los hombres en situaciones difíciles. Un fulano tranquilo al que en ocasiones, al pisar tierra, se le aflojan las chavetas del timón y enloquece por cuenta propia.

- Maldita sea su estampa, nostramo -dice al fin Lobo, sin volverse.

Silencio huraño a su espalda. Al lado oye bajito la risa contenida, entre dientes, del primer oficial. Una risa que acaba en un leve ataque de tos y una respiración silbante, entrecortada. Al pasar junto a un farol, el corsario mira de reojo la silueta flaca de Ricardo Maraña, que con indiferencia ha sacado un pañuelo de una manga del frac y lo presiona contra sus labios exangües. El joven piloto de la Culebra es de los que queman la vela por ambos extremos: libertino y disoluto hasta la temeridad, sombrío hasta la crueldad, valiente hasta la desesperación, se cobra por anticipado las cuentas de la vida -la suya es una oscura carrera contra el tiempo- con una sangre fría impropia de su edad, agotando el crédito sin mostrar inquietud ante un futuro inexistente, resuelto de antemano por el dictamen médico, irreversible, de una tuberculosis en último grado.

Unos centinelas les dan el alto cuando llegan ante la doble Puerta de Mar, que a estas horas está cerrada. Las normas sobre entradas y salidas de la ciudad entre la puesta de sol y el amanecer son rigurosas -la Puerta de Tierra se cierra a la oración, y la de Mar a las ánimas-, pero un permiso oficial o unas monedas deslizadas en la mano oportuna facilitan el trámite. Tras identificarse como dotación de la balandra Culebra y mostrar los pasavantes sellados por Capitanía, los tres marinos cruzan bajo el espeso muro de piedra y ladrillo, erizado de garitas e iluminado por un farol a cada lado de la muralla. A la izquierda, bajo los cañones que artillan las troneras del baluarte de los Negros, se encuentra el ancho espigón del muelle, rematado por dos columnas con las estatuas de San Servando y San Germán, patronos de Cádiz. Más allá, en la oscuridad de la bahía contigua a la muralla, agrupados como un rebaño que se mantenga lejos de lobos que acechen al otro lado, las siluetas negras de innumerables barcos de todo porte y tonelaje se mecen suavemente sobre sus anclas, aproados a la brisa de poniente, con sus fanales de posición apagados para estorbar la puntería de los artilleros franceses que se encuentran detrás de la franja de agua, en el Trocadero.

- Lo quiero a bordo en quince minutos, nostramo. Y no vuelva a pisar tierra sin permiso del piloto o mío… ¿Entendido?

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