Arturo Pérez-Reverte - El Asedio
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Tres hombres en un despacho, bajo otro retrato de Fernando VII. La luz de la mañana, que penetra diagonal entre los visillos, hace relucir los bordados de oro en el cuello, solapas y bocamangas de la casaca del teniente general de la Real Armada don Juan María de Villavicencio, jefe de la escuadra del Océano y gobernador militar y político de Cádiz.
- ¿Esto es todo?
- De momento.
Con parsimonia, el gobernador deja el informe sobre el tafilete verde de su mesa, deja pender sus lentes de oro del cordón que los une a un ojal de la solapa, y mira al comisario Rogelio Tizón.
- No parece gran cosa.
Tizón dirige una ojeada de soslayo a su superior directo, el intendente general y juez del Crimen y Policía Eusebio García Pico. Éste se encuentra sentado un poco aparte, casi de lado, una pierna cruzada sobre la otra y el dedo pulgar de la mano derecha colgado de un bolsillo del chaleco. Rostro impasible, como si pensara en asuntos remotos: el de alguien que se limita a pasar por ahí. Tizón ha esperado veinte minutos en la antecámara del despacho, y ahora se pregunta de qué habrán estado hablando esos dos antes de que él entrara.
- Es un asunto difícil, mi general -responde el policía con cautela.
Villavicencio sigue mirándolo. Es un marino de cincuenta y seis años y pelo gris, muy a la vieja usanza, bregado en numerosas campañas navales. Enérgico, pero también de fino tacto político, pese a ser conservador en materia de nuevas libertades y profesar lealtad ciega al joven rey prisionero en Francia. Hábil, maniobrero, con prestigio ganado en su vida militar, el gobernador de Cádiz -allí es serlo del corazón de la España patriota e insurrecta- se entiende bien con todos, obispos e ingleses incluidos. Su nombre se baraja entre los destinados a formar parte de la nueva Regencia, en cuanto la actual se ponga al día. Un hombre poderoso, como bien sabe Tizón. Con futuro.
- Difícil -repite Villavicencio, pensativo.
- Ésa es la palabra, mi general.
Silencio largo. Tizón querría fumar, pero nadie hace ademán. El gobernador juguetea con los lentes, mira de nuevo las cuatro escuetas páginas del informe, y luego lo pone cuidadosamente a un lado, uno de sus ángulos alineado a dos pulgadas de un ángulo de la mesa.
- ¿Está seguro de que se trata del mismo asesino en todos los casos?
Se justifica el policía en pocas palabras. Seguro no se puede estar de nada, pero la forma de actuar es idéntica. Y el tipo de mujer, también. Muy jóvenes, gente humilde. Como dice el informe, dos sirvientas y una muchacha a la que no ha sido posible identificar. Lo más probable es que se trate de una refugiada sin familia ni ocupación conocida.
- ¿Nada de… eh… violencia física?
Otra mirada de soslayo. Breve. El intendente general sigue callado, inmóvil como una estatua. Como si no estuviera allí.
- A todas las mataron a latigazos, señor. Sin piedad. Si eso no es violencia física, que baje Cristo y lo vea.
El comentario final no agrada al gobernador, hombre de conocidas convicciones religiosas. Hunde un poco las mejillas, y frunciendo el ceño se contempla las manos, que son pálidas y delgadas. Manos de buena crianza, observa Tizón, frecuentes entre los oficiales de la marina de guerra. No se admiten plebeyos en la Real Armada. La izquierda luce un anillo con bella esmeralda, regalo personal del emperador Napoleón cuando Villavicencio estuvo con la escuadra francoespañola en Brest, antes de lo de Trafalgar, del secuestro del rey, de la guerra con Francia y de que todo se fuera al diablo.
- Me refiero… Ya sabe. Otra clase de violencia. -Nadie las forzó. Al menos de modo visible. Villavicencio permanece en silencio, ahora con la mirada fija en Tizón. Aguardando. El policía se cree obligado a añadir nuevas explicaciones, aunque no está seguro de lo que desea el gobernador. Es el intendente quien lo ha llevado allí. Don Juan María, dijo García Pico subiendo las escaleras -el uso del nombre de pila insinuaba una sombría advertencia sobre la posición de cada uno-, desea un informe directo, verbal, aparte del escrito. Ampliar detalles. Ver hasta qué punto la cosa puede irse de las manos. O írsele a usted.
- En cierta manera -aventura Tizón, decidiéndose-, lo de esa última chica es una suerte. Nadie la ha reclamado, ni hay denuncia de desaparición… Eso permite mantener el asunto dentro de límites discretos. Sin revuelo.
Un levísimo asentimiento del gobernador le indica que va por buen camino. De eso se trata entonces, concluye en sus adentros, reprimiendo la sonrisa que está a punto de asomarle a la boca. Ahora intuye qué terreno pisa. Por dónde van los tiros de García Pico. El significativo apunte de éste en las escaleras.
Como para confirmarlo, Villavicencio indica el informe de Tizón con un movimiento negligente de la mano donde lleva la esmeralda:
- Tres muchachas asesinadas de ese modo no es sólo un asunto, ejem, difícil. Es una atrocidad… Y será un escándalo público si la cosa trasciende.
Ya nos centramos, se dice Tizón. Te veo venir, excelentísimo hijo de puta.
- En realidad ha trascendido un poco -dice con tiento-. Lo justo. Hay rumores, comentarios, charla de vecinas… Algo inevitable, como sabe usía. Ésta es una ciudad pequeña y llena de gente.
Deja una pausa para comprobar los efectos. El gobernador lo mira inquisitivo y García Pico ha modificado su actitud de aparente indiferencia.
- Aun así -prosigue el policía-, todavía mantenemos el control. Hemos presionado un poco a los vecinos y testigos. Desmintiéndolo todo… Y los periódicos no han dicho ni media palabra.
Ahora es el intendente quien interviene, al fin. A Tizón no le pasa inadvertido el vistazo de inquietud que dirige al gobernador antes de abrir la boca.
- Todavía. Pero es una historia tremenda. Si le hincan el diente, no la soltarán. Y además, está esa libertad de prensa de la que todos abusan. Nada podría impedir…
Alza Villavicencio una mano, interrumpiéndolo. Salta a la vista que tiene el hábito de interrumpir cuando se le antoja. En Cádiz, un general de la Armada es Dios. Con la guerra, Dios Padre.
- Ya vino alguno con la historia. Uno de los que han oído campanas es el editor de El Patriota. El mismo que el jueves pasado cuestionaba con mucha impertinencia el origen del poder de los reyes…
Se queda un momento en suspenso el gobernador, las últimas palabras en el aire. Está mirando a Tizón como si lo invitara a reflexionar en serio sobre los fundamentos de la realeza. Periódicos, añade al fin, displicente. Qué le voy a contar a estas alturas. Ya sabe con qué clase de individuos tenemos que lidiar aquí. Y lo negué todo, claro. Afortunadamente hay otros huesos que echar a esa gentuza. En Cádiz sólo interesa la política, y hasta la guerra queda en segundo plano. Los debates de San Felipe Neri agotan la tinta de las imprentas.
Un ayudante con uniforme de las Reales Guardias de Corps llama a una puerta lateral, se acerca a la mesa y cambia unas palabras en voz baja con Villavicencio. El gobernador asiente y se pone de pie. Lo imitan en el acto Tizón y el intendente.
- Disculpen, caballeros. Tengo que dejarlos solos un momento.
Abandona la habitación, seguido por el ayudante. Tizón y el otro se quedan de pie, mirando por la ventana el paisaje, las murallas y la bahía. La casa del gobernador tiene buenas vistas; parecidas a las que hace tres años gozó un antecesor de Villavicencio, el general Solano, marqués del Socorro, antes de que la chusma enfurecida lo arrastrase por las calles acusándolo de afrancesado. Solano sostenía que el verdadero enemigo eran los ingleses, y que atacar a la escuadra del almirante Rosily, bloqueada en la bahía, pondría en peligro a la ciudad. La gente, exaltada y en plena sublevación, encabezada por chusma portuaria, contrabandistas, mujerzuelas y otra gente baja, se lo tomó a mal. Asaltado el edificio, Solano fue llevado al suplicio sin que los militares de la guarnición, amedrentados, movieran un dedo para salvarlo. Tizón lo vio morir atravesado de un espadazo en la calle de la Aduana, sin intervenir. Habría sido una locura mezclarse en aquello, y la suerte del marqués del Socorro no le daba frío ni calor. Sigue sin dárselo. Con la misma indiferencia vería arrastrar hoy a Villavicencio, llegado el caso. O al intendente y juez García Pico.
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