Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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- ¿Qué de bueno lo trae por aquí?

Dirige la pregunta al viejo amigo de la familia, pero observa al otro hombre: unos cuarenta años, pelo y patillas negras, ojos claros, vivos. Quizá inteligentes. No muy alto, pero ancho de hombros bajo la casaca azul -algo raída en los codos y filos de las mangas, advierte- con botones de latón dorado. Manos firmes y recias. Un marino, sin duda. Lleva demasiado tiempo en contacto con ese mundo como para no reconocer a la gente de mar al primer vistazo.

- Quiero presentarte a este caballero.

Don Emilio lo hace de forma breve, práctica, yendo al grano. Capitán don José Lobo, antiguo conocido mío. Ahora en Cádiz y sin empleo, por diversas circunstancias. La casa Sánchez Guinea planea asociarlo a un negocio en curso. Ya sabes. Ese del que hablamos hace poco en la calle Ancha.

- ¿Nos disculpa un momento?

Los dos la imitan cuando se levanta de la butaca, invitando a don Emilio a pasar con ella al despacho privado. Desde el umbral, antes de cerrar la puerta, Lolita Palma dirige un último vistazo al marino, que sigue de pie en el centro de la salita: su aire parece circunspecto, pero la expresión es tranquila, amable. Casi divertida por la situación. Ese individuo, piensa ella brevemente, es de los que sonríen con los ojos.

- ¿A qué viene esta emboscada, don Emilio?

Protesta el viejo comerciante. Nada de eso, hija mía. Sólo quería que conocieses a mi hombre. Pepe Lobo es capitán experimentado. Sujeto de valor, competente. Buen momento para emplearlo, porque está sin trabajo y dispuesto a embarcarse en cualquier madera que flote. Tenemos a medio armar una balandra con la patente de que te hablé el otro día, y a finales de mes estará en condiciones de hacerse a la mar.

- Le dije que no me mezclo con corsarios.

- No tienes que mezclarte. Sólo participar. Yo me encargo de lo demás. Pasado mañana deposito la fianza de armamento.

- ¿Qué barco es?

Lo describe Sánchez Guinea con énfasis de comerciante satisfecho de su compra: balandra francesa de ciento ochenta toneladas que capturó un corsario de Algeciras y subastaron allí hace veinte días. Vieja, pero en buen estado. Puede llevar ocho cañones de a seis libras. Rebautizada Culebra porque se llamaba Colbert. Comprada por veinte mil reales. El armamento -velas y jarcia nueva, armas ligeras, pólvora y munición- llevará cosa de diez mil más.

- Haremos campañas cortas: desde San Vicente hasta Gata, o Palos como mucho. Con poco riesgo y mucha posibilidad de beneficios. Es dinero en el bolsillo, créeme… Los dos tercios del armador los llevaríamos a medias tú y yo. El otro tercio, para el capitán y la tripulación. Todo escrupulosamente legal. Lolita Palma mira hacia la puerta cerrada.

- ¿Qué más hay de ese hombre?

- Tuvo mala suerte con sus últimos viajes, pero es buen marino. Ya corrió el Estrecho durante la última guerra. Mandaba una goleta de seis cañones con la que hizo una campaña rentable. Lo sé porque yo era uno de los propietarios… Al final tuvo un golpe de mala suerte: una corbeta inglesa lo capturó cerca del cabo Tres Forcas.

- Creo que alguna vez me habló de él… ¿No se fugó de Gibraltar?

Sánchez Guinea emite una risa ladina, aprobadora. El recuerdo de aquello parece regocijarlo.

- Ese mismo. Estaba preso y escapó con otros, robando una tartana. Desde hace cuatro años navega en barcos mercantes… Hace poco tuvo desacuerdos con su último armador.

- ¿Quién era el armador?

- Ignacio Ussel.

El nombre lo pronuncia el viejo comerciante enarcando las cejas, y se la queda mirando entre inquisitivo y cómplice. Toda Cádiz está al corriente de que la casa Palma e Hijos tiene agravios pendientes con esa firma. Durante la crisis del año 96, Tomás Palma estuvo a punto de arruinarse por una deslealtad de Ignacio Ussel, que le hizo perder tres fletes importantes. La hija no lo ha olvidado.

- Tenemos una patente de corso firmada por la Regencia para dos años -prosigue Sánchez Guinea-, un barco en condiciones, un capitán capaz de reunir buena tripulación, y una costa enemiga por la que van y vienen barcos franceses o procedentes de zonas ocupadas. ¿Qué más se puede pedir?… Hay, también, recompensas por presas tomadas al enemigo, aparte del valor de los barcos y su carga.

- Lo plantea usted como un deber patriótico, don Emilio.

Ríe con buen humor el viejo comerciante. Lo es, hija mía, responde. Y a eso se une el interés particular, que nada tiene de malo. Armar en corso no es desdoro para una casa de comercio respetable. Recuerda que tu padre lo hizo, sin cortarse un pelo. Y bien que fastidió a los ingleses. Esto no es traficar con negros.

- Sabes que no tengo problemas de liquidez -concluye-. Y que puedo encontrar otros socios. Se trata sólo de un buen negocio. Como otras veces, creo mi obligación ofrecértelo.

Un silencio. Lolita Palma sigue mirando en dirección a la puerta cerrada.

- ¿Por qué no lo sondeas un poco? -Sánchez Guinea hace un gesto de aliento-. Es un tipo interesante. Directo. A mí me cae simpático.

- Parece tenerle mucha confianza… ¿Tanto lo conoce?

- Mi hijo Miguel hizo un viaje con él. A Valencia, ida y vuelta, justo cuando evacuábamos Sevilla y por todas partes cundía el pánico. Con temporal incluido. Volvió encantado, poniéndolo de competente y tranquilo para arriba… La idea de encomendarle la Culebra fue suya, cuando supo que estaba en Cádiz sin empleo.

- ¿Es de aquí?

- No. Nació en Cuba, me parece. La Habana o por ahí.

Lolita Palma se mira las manos. Aún son bonitas: dedos largos, uñas poco cuidadas pero regulares. Sánchez Guinea la observa. La suya es una sonrisa pensativa. Al cabo agita la cabeza, bonachón.

- Hay algo en él, ¿sabes?… Tiene energía, y un punto personal interesante. En tierra es algo tosco, quizás. No siempre la palabra caballero le va como un guante. En asuntos de faldas, por ejemplo, no tiene fama de ser escrupuloso.

- Vaya por Dios. Me lo pinta bien.

El viejo comerciante alza ambas manos, defensivo.

- Sólo digo la verdad. Conozco a quienes lo detestan y a quienes lo aprecian. Pero, como dice mi hijo, estos últimos dan por él hasta la camisa.

- ¿Y las mujeres?… ¿Qué dan?

- Eso debes juzgarlo tú misma.

Sonríen los dos, mirándose. Sonrisa vaga y algo triste, la de ella. Un poco sorprendida, casi curiosa, la de él.

- En cualquier caso -concluye Sánchez Guinea-, se trata de contratar a un capitán corsario. No de organizar un baile de sociedad.

Guitarras. Luz de aceite. La bailarina tiene la piel morena, reluciente de sudor que le pega el pelo negro a la frente. Se mueve como un animal lascivo, piensa Simón Desfosseux. Una española sucia, de ojos oscuros. Gitana, supone. Todos parecen gitanos allí.

- Sólo usaremos plomo -le dice al teniente Bertoldi.

El recinto está lleno de gente: dragones, artilleros, marinos, infantería de línea. Sólo hombres. Sólo oficiales. Se agrupan en torno a las mesas manchadas de vino, sentados en bancos, sillas y taburetes.

- ¿No se relaja nunca, mi capitán?

- Ya lo ve. Nunca.

Con gesto de resignación, Bertoldi apura su vaso y sirve más vino de la jarra que tienen delante. El aire está velado por una neblina gris de humo de tabaco. Huele denso, a sudor de uniformes desabrochados, chalecos y mangas de camisa. Hasta el vino -espeso y peleón, del que embota y no tonifica- tiene ese mismo olor áspero, turbio como las docenas de miradas que siguen los movimientos de la mujer que se retuerce y contonea, provocadora, al compás de las guitarras, dándose palmadas en las caderas.

- Puerca -murmura Bertoldi, que no le quita ojo.

Aún permanece un momento observando a la bailarina. Pensativo. Al cabo se vuelve hacia Desfosseux.

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