Arturo Pérez-Reverte - El Asedio
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- ¿Por qué?
- Al necesitar demasiada pólvora para el disparo, el oído del fogón terminaba estropeándose, tengo entendido. Un desastre… Hasta coplas les hicieron aquí.
- ¿Con qué disparan ahora?
El artillero encogió los hombros. Después sacó del bolsillo de la casaca un paquete de picadura y papel de fumar, y se puso a liar un cigarrito.
- De eso ya no estamos seguros. Una cosa es saber cosas viejas por los desertores y espías, y otra estar al corriente de lo último… Sólo tenemos confirmado que ese renegado catalán está fundiendo nuevos obuses bajo la dirección del general Ruty. De diez pulgadas, parece. Las granadas que ahora llegan a Cádiz son de ese calibre.
- ¿Y por qué llevan plomo dentro?
Viñals rascó un mixto Lucifer y empezó a echar humo.
- No todas. En la punta del muelle cayó hace tres semanas una de hierro macizo, o casi. Otras llevan carga normal de pólvora, y son las que menos alcanzan y más fallan. Lo del plomo es un misterio, aunque cada cual tiene sus ideas.
- Cuénteme las suyas.
El otro acabó de beberse el café y llamó al mozo. Uno más, dijo. Con un chorrito de aguardiente dentro, como digestivo. En Puntales no andamos bien del estómago.
- Los franceses -prosiguió- tienen la mejor artillería del mundo. Llevan años de guerra y experimentos. Y no olvide que Napoleón mismo es artillero. Tienen los mejores teóricos en ese campo. Yo diría que lo de usar plomo es experimental. Buscan mayor alcance.
- Pero ¿por qué plomo?… No lo entiendo.
- Porque es el más pesado de los metales. Con él dentro, la mayor gravedad específica del proyectil permite alargar la parábola de tiro. Tenga en cuenta que la distancia que una granada puede recorrer es cuestión de densidades y pesos. Sin olvidar la fuerza de la carga de pólvora impulsora y las condiciones ambientales. Todo influye, vamos.
- ¿Y la forma de tirabuzón?
- Los fragmentos los retuerce la explosión misma. El plomo se vierte fundido dentro de la recámara, en delgadas capas. Al estallar, éstas se rompen y rizan… De todas formas, no se deje engañar por los resultados. No es fácil trabajar a la distancia que lo hacen ellos. Dudo que un artillero español fuese capaz. No por falta de ideas o talento, claro… Tenemos gente muy buena en la teoría y en la práctica. Hablo de falta de medios. Los gabachos deben de estar gastándose una fortuna… Cada una de las granadas que nos meten en la ciudad tiene que costarles un dineral.
A solas, recordando en su despacho la conversación con el capitán de artillería, Rogelio Tizón estudia el plano de Cádiz como quien interroga a una esfinge. Demasiado poco, piensa. O demasiada nada. Es el suyo el tantear de un ciego. Cañones, obuses, morteros. Bombas. Plomo, como el tirabuzón que ahora saca de un cajón del escritorio y sopesa entre los dedos, sombrío. Demasiado vago. Demasiado inaprensible, lo que busca. Lo que cree buscar. Es confusa, y quizás injustificada, la sospecha de un vínculo secreto entre bombas y muchachas asesinadas. Por más vueltas que le da, sigue sin un indicio, ni una huella real. Sólo tirabuzones retorcidos como presentimientos. Gravedad específica, en palabras del capitán Viñals. La sensación de estar asomado, llenos los bolsillos de plomo, al borde de un pozo oscuro. Y eso es todo. Nada que le sirva. Sólo aquel plano de la ciudad extendido sobre la mesa, extraño tablero de ajedrez donde la mano de un jugador improbable mueve piezas cuyo carácter no alcanza Tizón a comprender. Nunca le había ocurrido antes. A sus años, esa incertidumbre lo asusta. Un poco. También lo enfurece. Mucho.
Airado, devuelve el trozo de plomo al cajón y lo cierra de golpe. Luego da un puñetazo sobre la mesa, tan fuerte que hace saltar algunas gotas del tintero, salpicando un ángulo del mapa. Mierda de Dios, blasfema. Y de su madre. Al oír el ruido, el secretario que trabaja en la habitación contigua asoma la cabeza por la puerta.
- ¿Ocurre algo, señor comisario?
- ¡Métase en sus asuntos!
El secretario retira la cabeza como un ratón asustado. Sabe reconocer los síntomas. Tizón se mira las manos apoyadas en el borde de la mesa. Son anchas, callosas, duras. Capaces de causar dolor. Cuando es preciso, también ellas saben hacerlo.
Un día llegaré al final, concluye. Y alguien pagará caro todo esto.
Con mucho cuidado, Lolita Palma sitúa en una sección del herbario las tres hojas de amaranto, junto a un dibujo coloreado, hecho por ella misma, de la planta completa. Cada hoja tiene dos pulgadas y termina en una pequeña espinita de color claro, lo que permite clasificarlas sin dificultad como Amaranthus spinosus. Nunca había tenido otras antes; los ejemplares llegaron hace pocos días de Guayaquil, en un paquete con otras hojas y plantas secas remitidas por un corresponsal local. Ahora siente el placer del coleccionista satisfecho por una adquisición reciente. Felicidad suave, la suya. Razonable. Una vez seca la gotita de goma que fija cada ejemplar a la cartulina, Lolita pone una hoja de papel fino encima, cierra el herbario y lo coloca vertical en el estante de un gran armario acristalado, junto a otros semejantes atestados de bellos nombres que designan tesoros singulares de la Naturaleza: Crisantemo, Ojo de buey, Centaura, Pascalia. El estudio botánico, contiguo al gabinete de trabajo situado en el piso principal de la casa, es modesto pero suficiente para sus necesidades de aficionada: confortable, bien iluminado por una ventana que da a la calle del Baluarte y otra abierta al patio interior. Hay en la estancia cuatro gavetas grandes con los cajones etiquetados según el contenido, una mesa de trabajo con un microscopio, lupas y utensilios adecuados, y una librería con obras de consulta, entre ellas un Linneo, una Descripci ó n de las plantas de Cavanilles, el Theatrum Florae de Rabel, el Icones plantarum rariorum de Jacquin-Nikolaus y un ejemplar en gran folio, coloreado, de Plantes de l'Europe, de Merian. También, en el balconcito acristalado en forma de invernadero que da al patio, tiene dispuestas varias macetas con nueve clases distintas de helechos traídos de América, las Islas del Sur y las Indias Orientales. Otras quince variedades adornan en grandes tiestos el patio de abajo, los balcones donde nunca incide la luz del sol y otros lugares umbríos de la casa. El helecho, la f í lice de los antiguos, en el que ni los autores clásicos ni los modernos estudiosos de la botánica supieron nunca situar la localización del sexo masculino -hasta su existencia es hoy mera conjetura-, fue siempre la planta predilecta de Lolita Palma.
Mari Paz, la doncella, aparece en la puerta del gabinete.
- Con su permiso, señorita. Están abajo don Emilio Sánchez Guinea y otro caballero.
- Dile a Rosas que los atienda. Bajaré enseguida.
Quince minutos después, tras pasar por el vestidor de su alcoba para arreglarse un poco, baja abotonándose un spencer de raso gris sobre camisa blanca y basquiña verde oscuro, cruza el patio y entra en la parte de la casa destinada a oficinas y almacén.
- Buenos días, don Emilio. Qué agradable sorpresa.
La salita de recibir es añeja y confortable. Contigua al despacho principal y las oficinas de la planta inferior, está rodeada por un friso de madera barnizada, con estampas marinas enmarcadas en las paredes -paisajes de puertos franceses, ingleses y españoles-, y amueblada con butacas, un sofá, un reloj de péndulo High amp; Evans y un mueble estrecho con cuatro estantes llenos de libros de comercio. El sofá lo ocupan Sánchez Guinea y un hombre más joven, moreno y tostado de piel. Ambos se levantan al verla entrar, dejando sobre una mesa las tazas de porcelana china donde Rosas, el mayordomo, acaba de servirles café. Lolita se sienta en su lugar de costumbre, una butaca tapizada en vaqueta vieja que perteneció a su padre, e invita a los dos hombres a ocupar de nuevo el sofá.
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