Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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Suenan tres cañonazos franceses a lo lejos -media legua hacia la parte alta del caño Zurraque- y al momento responde la contrabatería española del otro lado. El duelo se prolonga un rato mientras algunas avocetas sobresaltadas vuelan sobre las salinas, y al cabo todo vuelve al silencio. Con el lápiz entre los dientes, el capitán Virués ha cogido el catalejo y estudia de nuevo la posición enemiga, enumerando detalles en voz baja como para fijárselos en la memoria. Luego vuelve al cuaderno. Incorporándose a medias, Mojarra echa otro vistazo alrededor para comprobar que todo sigue en calma.

- ¿Cómo va la cosa, mi capitán?

- Acabo en diez minutos.

Asiente el salinero, satisfecho. Según cuándo, cómo y dónde, diez minutos pueden ser un mundo. Así que, arrodillado, procurando no levantar mucho bulto, se abre la portañuela del calzón y orina en el canalizo. Después saca del bolsillo el pañuelo de hierbas verde y descolorido que suele anudarse alrededor de la cabeza, se lo pone sobre la cara, acomoda el fusil entre sus piernas y se queda dormido. Como una criatura.

El despacho es pequeño, ruin, con una ventana enrejada estrecha y frontera a la calle del Mirador y a un ángulo de la Cárcel Real. En la pared hay un retrato -autor desconocido, pésima factura- de Su Joven Majestad Fernando VII. También hay dos sillas tapizadas en cuero agrietado y una mesa de despacho provista de cajones que tiene encima un juego de tintero con plumas, lápices, una bandeja de madera llena de documentos y un plano de Cádiz sobre el que se inclina Rogelio Tizón. Desde hace rato, el comisario estudia los tres lugares que tiene marcados con círculos de lápiz: la venta del Cojo en el arrecife, la esquina de la calle de Amoladores con la del Rosario, y allí donde por primera vez apareció el cuerpo de una muchacha asesinada como luego lo serían las otras: un callejón cercano a la confluencia de las calles Sopranis y de la Gloria, próximo a la iglesia de Santo Domingo, a sólo cincuenta pasos del lugar donde, el día anterior, había caído una bomba. En el plano es fácil comprobar que los tres crímenes han ocurrido en un arco que recorre la parte oriental de la ciudad, dentro del radio de acción de la artillería francesa que tira desde la batería de la Cabezuela, en el Trocadero, situada a unas dos millas y media de distancia.

Es imposible, se dice una vez más. Su razón profesional, la del policía veterano acostumbrado a guiarse por evidencias, rechaza la asociación que su instinto hace de los crímenes con los puntos de impacto de las bombas. Aquélla no es más que una hipótesis pintoresca, poco probable, entre las muchas posibles. Una vaga sospecha, desprovista de fundamento serio. Sin embargo, tan absurda idea mina las otras certezas de Tizón, causándole un estupor inexplicable. En los últimos días, interrogando a los vecinos del lugar donde hace casi medio año vino a dar la primera bomba, ha podido averiguar que ésa también estalló al caer. Y que, al modo de las otras dos, regó de fragmentos las inmediaciones: trozos de plomo idénticos al que tiene ahora en un cajón del escritorio: medio palmo de longitud, fino y retorcido, semejante a los hierros que se aplican calientes al pelo de las mujeres para peinar tirabuzones.

Con el dedo sobre el plano, siguiendo el trazado de las calles y el contorno de las murallas, Tizón recorre en su imaginación un escenario que conoce al detalle: plazas, calles, rincones que quedan en sombras al caer la noche, lugares dentro del alcance de las bombas francesas y otros que, más lejanos, quedan a salvo. Es poco lo que conoce de técnica militar, y menos aún de artillería. Sólo sabe lo que cualquier gaditano familiarizado desde niño con el Ejército, la Real Armada y los cañones asomados a las troneras de las murallas y las portas de los navíos. Por eso recurrió hace días a un experto. Quiero averiguarlo todo sobre las bombas que tiran los franceses, dijo. La razón de que unas estallen y otras no. También dónde caen y por qué. El experto, un capitán de artillería apellidado Viñals, viejo conocido del café del Correo, se lo explicó sentado junto a uno de los veladores del patio, dibujando en el mármol con un lápiz: situación de las baterías enemigas, papel del Trocadero y la Cabezuela en el asedio de la ciudad, trayectorias de las bombas, lugares dentro de su radio de alcance y lugares fuera de éste.

- Hábleme de eso -alzó una mano Tizón al llegar ahí-. De los alcances.

Sonreía el militar como quien conoce la copla. Era un individuo de mediana edad, patillas grises y mostacho frondoso, vestido con la casaca azul con cuello encarnado propia de su arma. Tres de cada cuatro semanas las pasaba en la posición avanzada del fuerte de Puntales, a menos de una milla del enemigo, bajo cañoneo constante.

- Los franceses lo tienen difícil -dijo-. Todavía no han conseguido pasar de una línea imaginaria, divisoria, que podríamos trazar de norte a sur de la ciudad. Y mire que lo procuran.

- Dígame qué línea es ésa.

De arriba abajo, explicó el artillero. Desde el arranque de la Alameda por la parte de poniente hasta la catedral vieja. Más de dos tercios de la ciudad, añadió, quedaban fuera de ese sector. Tal era la causa de que los franceses intentaran alargar sus tiros, sin conseguirlo. Por eso todas las granadas caídas en Cádiz se concentraban en la parte oriental. Tres docenas, hasta ahora, de las que muy pocas llegaban a explotar.

- Treinta y dos -precisó Tizón, que había investigado el asunto-. Y sólo estallaron once.

- Es natural. Llegan de lejos, con las mechas apagadas por el mucho tiempo que están en el aire. Otras veces se quedan cortas, y la granada explota a medio camino. ¡Y eso que han probado con toda clase de espoletas!… Yo mismo las estudio cuando podemos recuperarlas: metales y maderas diferentes hasta aburrir, y por lo menos diez clases distintas de mixtos para inflamar las cargas.

- ¿Hay diferencias técnicas entre unas bombas y otras?

La cuestión, explicó el artillero, no eran sólo las granadas que llegaban a Cádiz, sino los cañones que las disparaban. Tres eran los tipos generales: normales de tiro tenso, morteros y obuses. Con casi media legua de distancia entre la Cabezuela y las murallas de la ciudad, los primeros no servían. Su alcance era insuficiente y la bala iba al mar. Por eso los franceses recurrían a piezas de batir que tiraban por elevación, con trayectoria curva, como en el caso de los morteros y los obuses.

- Según sabemos, los de enfrente hicieron los primeros ensayos con morteros a finales del año pasado: piezas de ocho, nueve y once pulgadas, traídas de Francia, cuyas granadas no llegaron ni a cruzar la bahía. Fue entonces cuando recurrieron a un tal Pere Ros para fundir nuevos morteros… ¿Le suena el fulano, comisario?

Asintió Tizón. Por sus informes y contactos, estaba al corriente de que ese tal Ros era un juramentado josefino español, catalán de Seo de Urgel, antiguo alumno de la Real Fundición de Barcelona y de la academia de Segovia. Ahora, empleado en Sevilla con el cargo de supervisor de la fábrica de artillería, estaba al servicio de los franceses.

- Fue a Pere Ros -siguió contando Viñals- a quien los gabachos encargaron siete morteros de doce pulgadas del sistema Dedòn, de plancha y recámara esférica. Pero los Dedòn son de fundición complicada y muy imprecisos de tiro. El primero que trajeron de Sevilla no dio resultado, así que se suspendió la fabricación… Recurrieron entonces al diseño Villantroys; que, como sabe, son los obuses a los que tanta publicidad se dio en diciembre, cuando nos tiraban con ellos desde la Cabezuela: piezas de ocho pulgadas que no sobrepasaron las dos mil toesas; que en medidas nuestras son unas tres mil cuatrocientas varas… Y encima, a cada cañonazo disminuía su alcance.

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