Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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- Naturalmente. Qué estúpido soy.

Rogelio Tizón golpea las hojas con un dedo y chupa el cigarro. Al fin lo recuerda todo. Barrull le prestó entonces el manuscrito de la tragedia sofoclea, y él lo leyó con interés, aunque la historia no le pareció gran cosa. Sin embargo, de su lectura retuvo la imagen de Ulises cuando, en pleno asedio de Troya, investiga la matanza hecha por el guerrero Ayante, o Ayax, entre las ovejas y bueyes del campamento griego. Ayante ha enloquecido por una ofensa de sus compañeros, relacionada con las armas del difunto Aquiles. Y ante la imposibilidad de vengarse, desahoga su cólera en los animales, a los que tortura y mata en su tienda.

- Tenía usted razón con lo de la playa y las huellas en la arena… Lea, por favor.

Tizón lo está haciendo. Y no pierde palabra:

Te veo junto a la tienda marina de Ayante en el lugar extremo de la playa, siguiendo desde hace rato la pista y midiendo las huellas reci é n impresas en la arena…

Así que era ése el recuerdo, se dice desconcertado. Unos cuantos papeles leídos tres años atrás. Una tragedia griega.

Hipólito Barrull parece advertir la decepción del policía.

- Es menos de lo que esperaba, ¿verdad?

- No, profesor. Será útil, sin duda… Lo que necesito es averiguar qué relación puede haber entre lo que recuerdo de su Ayunte y los sucesos actuales.

- No me aclaró nada el otro día sobre la naturaleza exacta de tales sucesos… ¿Se refiere al asedio francés o a la muerte de esas pobres muchachas?

Tizón mira la brasa del cigarro, buscando una respuesta. Al cabo encoge los hombros. Ahí está el problema, responde. Me siento como si una cosa y otra tuvieran que ver.

Sacude Barrull la cabeza, alargando el rostro equino en una mueca escéptica.

- ¿Se refiere a su olfato policial, comisario? ¿El de, con perdón, pues sólo cito a los clásicos, perra laconia?… Si disculpa mi franqueza, eso parece absurdo.

Mueca de fastidio. Ya lo sé, murmura Tizón mientras manosea las páginas leyendo líneas sueltas. Ninguna luz, todavía. Barrull lo estudia en silencio, con visible interés, soltando aros de humo.

- Diablos, don Rogelio -dice al fin-. Es una caja de sorpresas.

- ¿Por qué dice eso?

- Nunca imaginé que alguien como usted metería a Sófocles en esto.

- ¿Y qué es alguien como yo?

- Ya sabe… Más bien crudo.

Nuevos aros de humo. Silencio. Es comisario de policía, añade Barrull al cabo de unos instantes. Está acostumbrado a tragedias no escritas sino reales. Y lo conozco: es un tipo racional. Sensato. Así que me pregunto si de verdad puede establecer relaciones razonables. De una parte tiene a un asesino, o a varios. De la otra, la situación que los franceses imponen. Pero es cuanto tiene.

Emite el comisario una risita sesgada, por el lado de la boca que el cigarro deja libre. Reluce allí el colmillo de oro.

- También tengo a su amigo Ayante, para complicar las cosas. Asedio de Troya, asedio de Cádiz.

- Con Ulises de investigador -Barrull descubre los dientes amarillos-. De colega. Aunque juzgando por su cara, tampoco esos papeles aclaran nada.

Tizón hace un gesto vago.

- Tendría que leerlos otra vez, despacio.

La llama del quinqué se refleja en los lentes del profesor.

- Disponga de ellos con toda confianza… A cambio, lo espero mañana en el café, delante del tablero. Dispuesto a destrozarlo sin piedad.

- Como suele.

- Como suelo. Si no tiene otras ocupaciones, naturalmente.

La mujer está en la puerta de la salita. No la han oído entrar. Rogelio Tizón advierte su presencia y se vuelve a mirarla irritado, pues cree que ha estado escuchando. No es la primera vez. Pero ella da un paso adelante, y cuando la luz ilumina sus facciones sombrías, el comisario comprende que trae alguna noticia, y ésta no es buena.

- Viene a buscarte un rondín. Han encontrado muerta a otra muchacha.

3

El alba encuentra a Rogelio Tizón iluminado a medias por la luz de un farol de petróleo puesto en tierra. La muchacha -lo que queda de ella- es joven, no mayor de dieciséis o diecisiete años. Pelo castaño claro, constitución frágil. Está amordazada y boca abajo, las manos atadas bajo el regazo y la espalda desnuda, tan deshecha que los huesos asoman entre la carne amoratada y negra, llena de cuajarones de sangre seca. No tiene otras heridas visibles. Parece evidente que la han matado a latigazos, como a las otras.

Nadie, ni vecinos ni transeúntes, ha visto ni oído nada. La mordaza alrededor de la boca, lo apartado del lugar y la hora a la que ocurrió todo garantizaron la impunidad del asesino. El cuerpo ha aparecido en un solar abandonado que da a la calle de Amoladores, donde suelen dejarse desperdicios que cada mañana recoge el carro de la basura. La parte inferior del cuerpo sigue vestida; Tizón mismo levantó la falda para comprobarlo. Las enaguas y lo demás están en su sitio, y eso descarta en principio agresiones más perversas, si es que la palabra m á s resulta adecuada en estas circunstancias.

- Ha llegado la tía Perejil, señor comisario.

- Que espere.

La partera, a la que mandó buscar hace rato, aguarda al extremo del callejón, con los rondines que mantienen lejos a los pocos vecinos despiertos que curiosean a tan temprana hora. Dispuesta a dar el dictamen definitivo cuando el comisario lo ordene. Pero Tizón no tiene prisa. Sigue inmóvil desde hace mucho rato, sentado en una pila de escombros, inclinado el sombrero sobre las cejas y el redingote por encima de los hombros, apoyadas las manos en el puño de bronce del bastón. Mirando. Sus últimas dudas sobre si la muchacha murió aquí o la trajeron después de muerta parecen disiparse con la claridad del alba, que ya permite descubrir manchas de sangre en el suelo y las piedras próximas al cadáver. Es en este mismo lugar, sin duda, donde la muchacha, maniatada y amordazada para silenciar sus gritos, fue azotada hasta la muerte.

Rogelio Tizón -lo apuntaba anoche el profesor Barrull con áspera franqueza- no es hombre de finos sentimientos. Ciertos horrores habituales de su vida profesional le encallecen la mirada y la conciencia, y él mismo es factor de horrores complementarios. Toda Cádiz lo conoce como sujeto esquinado, peligroso. Sin embargo, pese a su bronca biografía, la proximidad del cuerpo torturado le inspira una desazón singular. No se trata de la vaga compasión suscitada por cualquier clase de víctima, sino de un extraño pudor, violentado hasta límites insoportables. Más intenso ahora que cuando hace cinco meses se enfrentó al cadáver de la primera joven muerta de aquel modo; y más también que la segunda vez, cuando el asesinato del arrecife. Un incómodo abismo parece ahondarse ante él. Se trata de un vacío sin definición donde suenan, tristísimas, las notas del piano doméstico cuyas teclas nadie pulsa ya. Aroma lejano, nunca olvidado, de carne infantil, fiebre maligna enfriándose en el dolor seco de una habitación vacía. Soledad de silencios sin lágrimas, pero que gotean como el tictac cruel de un reloj. Mirada ausente, en suma, de la mujer que ahora vaga por la casa y la vida de Rogelio Tizón como un reproche, un testigo, un fantasma o una sombra.

Se levanta el policía, parpadeando como si regresara de algún lugar distante. Es momento para la inspección de la tía Perejil, así que ordena con un gesto que la dejen acercarse. Sin esperar ni atender al saludo de la partera, Tizón se aleja del cuerpo de la muchacha. Durante un rato interroga a los vecinos que se han congregado junto al solar con mantas, capas o toquillas puestas de cualquier manera por encima de la ropa de dormir. Nadie ha visto nada, ni oído nada. Tampoco saben si la chica es del barrio. Nadie conoce desaparición alguna. Tizón ordena al ayudante Cadalso que, cuando la partera haya terminado su inspección, se lleven el cuerpo sin que ningún vecino más lo vea.

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