Arturo Pérez-Reverte - El Asedio
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Tras hacerse con el palomo y sostenerlo con cuidado buche arriba, Fumagal comprueba que está sano y tiene las plumas remeras y timoneras completas. Después ata con torzal de seda encerado el tubito del mensaje a una pluma fuerte de la cola, cierra el palomar y se acerca al pretil de la terraza que da a levante; allí donde las torres de vigía que se alzan sobre la ciudad ocultan la bahía y la tierra firme. Con mucha precaución, tras asegurarse de que nadie lo observa desde las terrazas próximas, el taxidermista da suelta al ave, que emite un gozoso chasquido de libertad y revolotea medio minuto alrededor, cada vez a más altura, orientándose. Al fin, detectado por su fino instinto el lugar exacto al que debe dirigirse, se aleja veloz, batiendo acompasadamente las alas en dirección a las líneas francesas del Trocadero: una mota cada vez más pequeña en el cielo, casi inapreciable enseguida, que termina perdiéndose de vista.
Inmóvil en la terraza, las manos en los bolsillos de su bata gris, Gregorio Fumagal mira durante largo rato los tejados y torres de la ciudad. Al fin da media vuelta, baja por la escalera y regresa al gabinete, que tras la fuerte luz exterior parece ahora intensamente oscuro. Como cada vez que envía una paloma a levante, el taxidermista siente una extraña euforia interior. Sensación de poder extremo, conexión espiritual con energías inexplicables, casi magnéticas, desencadenadas desde el otro lado de la bahía por su personal orientación y voluntad. Nada menos banal ni inocente, concluye, que esa paloma ahora lejos, conduciendo ciegamente la clave, el catalizador de complejas relaciones entre los seres vivos, su vida y su muerte.
La última palabra del razonamiento gravita sobre los animales inmóviles. El perro a medio disecar sigue sobre la mesa de mármol, cubierto por un lienzo blanco. Es aquélla una labor paciente, como la otra. Propia de gente tranquila. Algunas partes del cuerpo ya están armadas con alambre que refuerza los huesos y articulaciones, y ciertas cavidades naturales rellenas de borra. Las cuencas vacías de los ojos siguen obstruidas por bolas de algodón. El animal huele fuerte, a sustancias que lo preservan de la descomposición. Tras picar y mezclar en un mortero el jabón de Frasquito Sanlúcar junto con arsénico, solimán y espíritu de vino, el taxidermista empieza a extenderlo cuidadosamente con una brocha de crin sobre la piel del perro, siguiendo con suavidad el sentido del pelo mientras seca la espuma con una esponja.
Cuando el reloj de la cómoda da una campanada, Fumagal le dirige otra mirada rápida, sin interrumpir su trabajo. El palomo habrá llegado a su destino, piensa. Con el mensaje. Eso significa nuevas rectas y curvas, impactos y estallidos. Fuerzas poderosas volverán a ponerse hoy mismo en marcha, espesando la telaraña sobre el mapa, donde la última bomba caída figura ya con una marca en forma de cruz.
Al oscurecer, decide, saldrá a dar un paseo. Largo. En esta época del año, las noches en Cádiz, son deliciosas.
Rogelio Tizón apenas prueba el vino; a lo más que llega es a un panecillo empapado en él a media mañana. Hoy despacha la cena con agua, como suele. Sopa, un muslo de pollo cocido. Algo de pan. Todavía monda el hueso cuando llaman a la puerta. La criada -una mujer mayor, pequeña y cetrina- acude a abrir y anuncia a Hipólito Barrull, que trae un cartapacio con papeles.
- No sé si hago bien incomodándolo a estas horas, comisario. Pero se mostró muy interesado. ¿Recuerda?… Huellas en la arena.
- Claro que sí -Tizón se ha levantado, limpiándose boca y manos con la servilleta-. Y usted no incomoda nunca, profesor. ¿Quiere tomar alguna cosa?
- No, gracias. Cené hace rato.
El policía dirige una mirada a su mujer, sentada al otro lado de la mesa: en extremo delgada, ojos oscuros, apagados, con cercos de fatiga que acentúan su aspecto marchito. La boca, de labios apretados, es adusta. Todos saben en la ciudad que esa mujer seca y triste fue hermosa una vez. Y feliz también, quizás, en otro tiempo. Antes de perder a su única hija, dicen unos. Antes de casarse, dicen otros con gesto revelador. Qué le voy a contar, vecina. Esto es Cádiz. Menuda cadena perpetua, ser mujer del comisario Tizón. ¿Que si es cierto lo que cuentan, que le pega? Eso sería lo de menos, compadre. Digo. Que sólo le pegara.
- Nos vamos a la salita, Amparo.
La mujer no responde. Se limita a dirigir una sonrisa ausente al profesor y permanece inmóvil, los dedos de la mano izquierda, donde lleva el anillo de matrimonio, haciendo una torpe bolita de pan sobre el mantel. Frente a su plato intacto.
- Acomódese, profesor -Tizón ha cogido un quinqué encendido y gira la ruedecilla de la mecha para aumentar la llama-. ¿Quiere café?
- No, gracias. No dormiría en toda la noche.
- A mí me da igual: con café o sin él, últimamente no pego ojo. Pero un cigarro sí fumará conmigo. Olvide el rapé por un rato.
- A eso no le digo que no.
La salita de estar es cómoda, con ventanas -ahora cerradas- a la Alameda, sillones y sillas de damasco y madera tallada, mesa camilla con brasero, mesita baja y piano arrimado a la pared, que nadie toca desde hace once años. Hay cuadros de torpe factura y algunas estampas sobre el empapelado de las paredes, y también un canterano de nogal con tres docenas de libros en la parte superior: algo de historia de España, un par de tratados sobre higiene urbana, cuadernillos de ordenanzas reales en rústica, un diccionario de la lengua castellana, un Quijote del editor Sancha en cinco volúmenes, los Romances de German í as y Vocabulario de Juan Hidalgo, y los dos tomos dedicados a Cádiz y Andalucía en los Anales de Espa ñ a y Portugal de Juan Álvarez de Colmenar.
- Pruebe éste -Tizón abre una cigarrera-. Llegó hace dos días de La Habana.
Tabaco gratis, dicho sea de paso. Sin reparos. El comisario acaba de hacerse con ocho buenas cajas de excelentes cigarros como parte del pago -el resto, 200 reales en duros de plata- por validar el pasaporte dudoso de una familia emigrada. Fuman los dos hombres en torno a un cenicero de metal con la figura de un perro de caza. Dejando allí el habano recién encendido, Hipólito Barrull se ajusta los lentes, abre el cartapacio y coloca ante Tizón unas páginas manuscritas. Luego recupera el cigarro, le da una chupada y se recuesta en el sillón mientras sonríe a medias, el aire satisfecho.
- Huellas en la arena -repite, echando despacio el humo-. Creo que era esto a lo que se refería.
Tizón mira los papeles. Le son vagamente familiares, y reconoce en ellos la letra del propio Barrull:
Siempre te encuentro, hijo de Laertes, en busca de alguna treta para apoderarte de tus enemigos…
Ha leído eso antes, confirma. Hace mucho. Las páginas están numeradas pero no tienen título ni encabezamiento. El texto viene en forma de diálogo: Atenea, Odiseo. « El paso te conduce certero por tu buen olfato, propio de una perra laconia. » Con el cigarro entre los dientes, alza la vista en demanda de una explicación.
- ¿No lo recuerda? -pregunta Barrull.
- Vagamente.
- Le di a leer unas páginas hace tiempo. Es mi pésima traducción del Ayante de Sófocles.
Con pocas palabras más, el profesor le refresca la memoria. En su juventud, Barrull se aplicó durante algún tiempo a la tarea -nunca rematada- de traducir a la lengua castellana las tragedias de Sófocles recogidas en la primera edición impresa de estas obras, hecha en Italia en el siglo XVI. Y hace cosa de tres años, antes de la guerra con los franceses, comentando el asunto con Tizón mientras jugaban al ajedrez en el café del Correo, mostró éste curiosidad por el Ayante, al contarle el profesor que el primer acto empezaba con una pesquisa casi policial por parte de Odiseo. Más conocido por Ulises entre los amigos.
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