Arturo Pérez-Reverte - El Asedio
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- Con todo el respeto -repite el mariscal, sonriente.
Su sonrisa pensativa daría escalofríos a cualquier militar. Pero el capitán Desfosseux es un civil de uniforme. Soldado accidental, mientras dure el campo de experiencias. Cádiz, de momento. Le han puesto un uniforme y hecho venir de Francia para eso. Su reino no es de este mundo.
- Excelencia, hasta los fallos en las espoletas de retardo guardan relación… Las granadas que tiran los obuses obligan a unas mechas inadecuadas. La bomba de mayor diámetro que dispara el mortero, sin embargo, permite incorporar espoletas de mayores dimensiones. Además, por su mayor gravedad, permitiría que toda la pólvora se inflamase en la recámara en el momento del tiro, mejorando el alcance.
El mariscal jefe del Primer Cuerpo sigue sonriendo. Ahora su gesto, sin embargo, trasluce curiosidad. Peligrosa cuando se da en mariscales, generales y gente así.
- El emperador opina de modo diferente. No olvide que es artillero, y tiene a gala serlo… Yo también lo soy.
Asiente Desfosseux, pero no hay quien lo contenga. Siente un calor incómodo bajo la casaca, y una urgente necesidad de desabrocharse el cuello alto y rígido. En todo caso, de perdidos al río: tal vez nunca se le ofrezca otra ocasión de poner las cosas claras. No, desde luego, en un calabozo militar o ante un piquete de fusilamiento. De manera que, tras respirar un par de veces, responde que no pone en duda los méritos artilleros de Su Majestad Imperial, ni los de Su Excelencia el duque de Bellune. Precisamente por eso se atreve a decir lo que dice, sin otro amparo que su ciencia y su conciencia. Lealtad al arma de Artillería y demás. Francia sobre todo y todos. Su patria, etcétera. En cuanto a los obuses, el propio mariscal Víctor estaba presente en el Trocadero cuando se hicieron las pruebas. Y se acordará. Ninguna de las ocho piezas, disparadas a cuarenta y cuatro grados de elevación, alcanzó más de dos mil toesas. Muchos proyectiles estallaron en el aire.
- Por insuficiencia de los mixtos de las espoletas -precisa el general Lesueur, con mala intención.
- Tampoco habrían llegado a la ciudad, de cualquier modo. A cada disparo se aminoraba el alcance… Tampoco ayudaron mucho los granos del fogón.
- ¿Y qué pasa con eso? -inquiere el mariscal Víctor.
- Se aflojaban con cada tiro. Eso hacía disminuir la fuerza de impulsión.
Esta vez el silencio es más largo que los anteriores. El mariscal mira con atención el mapa durante un rato. Por la ventana, hacia la que se ha vuelto de nuevo el general Ruffin, sigue oyéndose el ruido de los zapadores que trabajan afuera. Sus golpes de pico y pala. Al cabo, el mariscal aparta la vista de Cádiz.
- Se lo voy a decir de otra manera, capitán… ¿Cómo se llama? Recuérdeme su nombre, por favor.
Glups, suena. La ingestión forzada de saliva parece un pistoletazo. Una mosca -española, cojonera- revolotea por la estancia y va de general en general.
- Simón Desfosseux, Excelencia.
- Pues mire, Desfosseux… Tengo trescientas bocas de fuego de gran calibre apuntando a Cádiz, y la Fundición de Sevilla trabajando veinticuatro horas al día. Tengo mi estado mayor de artillería y lo tengo a usted; que según me aseguró el pobre Senarmont, que en paz descanse, es un genio de la teórica. He puesto a su disposición medios técnicos y autoridad… ¿Qué más necesita para meterle bombas a Manolo por el mismísimo ojete?
- Morteros, Excelencia.
La mosca se le acaba de posar en la nariz al duque de Bellune.
- Morteros, dice.
- Eso es. De mayor calibre que el modelo Dedòn: catorce pulgadas.
Víctor aparta la mosca de un manotazo. Con el gesto apunta el brusco cuartelero, vulgar bajo los alamares y entorchados del uniforme.
- Olvídese de los putos morteros. ¿Me oye?
- Perfectamente, Excelencia.
- Si el emperador dice que usemos obuses, se usan obuses y no hay más que hablar.
Alza el capitán Desfosseux una mano, pidiendo cuartel. Un minuto más, tan sólo. Porque en tal caso, argumenta, debe hacer una pregunta al señor mariscal. ¿Quiere Su Excelencia que las bombas estallen en Cádiz, o basta con que caigan allí?… Dice eso y se queda callado, esperando. Tras una breve vacilación y cambiando un vistazo con sus generales, Víctor responde que no entiende a dónde quiere llegar el capitán. Entonces éste señala de nuevo el mapa del caballete y responde que necesita saber si lo que se busca es causar daños reales en la ciudad, o minar la moral de la gente con la caída de bombas. Si da igual que éstas exploten o no. Si bastaría con daños relativos.
El desconcierto del mariscal es evidente. Se rasca la nariz, allí donde se detuvo la mosca.
- ¿Qué entiende por daños relativos?
- El impacto de una bomba maciza o inerte de ochenta libras, que rompiera cosas e hiciera ruido.
- Mire, capitán -Víctor ya no parece irritado-. Lo que yo quiero es arrasar esa maldita península y luego tomarla a la bayoneta con mis granaderos… Pero ya que resulta imposible, pretendo al menos que el Monitor publique en París, sin mentir, que le estamos sacudiendo a toda la ciudad de Cádiz. De punta a punta.
Ahora es Desfosseux quien sonríe al fin. Por primera vez. Tampoco es una mueca descarada, impropia de su rango y situación. Se trata sólo de un esbozo discreto. Prometedor.
- He hecho unas pruebas con un obús de diez pulgadas que dispara balas especiales. O en realidad muy simples: sin pólvora para estallar. Ni espoleta, ni carga. Unas de hierro macizo y otras rellenas con plomo. Parecen interesantes en cuanto al alcance, si logro resolver algún problema secundario.
- ¿Y eso qué daño hace al caer?
- Rompe cosas. Con suerte, acierta en algún edificio. A veces mata o lisia a alguien. Hace mucho ruido. Y quizá logre cien o doscientas toesas más de alcance.
- ¿Eficacia táctica?
- Ninguna.
Víctor cambia un vistazo con el general Lesueur, que lo confirma todo con un gesto, muy sobrado, aunque Desfosseux sabe que no tiene ni idea de lo que hablan. El carácter real de las últimas pruebas con Fanfán lo conocen sólo el teniente Bertoldi y él.
- Bueno. Algo es algo. Suficiente para el Monitor, de momento. Pero no abandone a los clásicos. Siga trabajando en los obuses con bombas convencionales, las espoletas y demás. Nunca está de sobra ponerle una vela a Cristo y otra al diablo.
Se levanta el duque. Por reflejo automático, se estiran todos. Al oír el ruido de la silla, el general Ruffin deja de mirar por la ventana.
- Y otra cosa, capitán. Estalle o no estalle: si logra colocar una bomba encima de la iglesia de San Felipe Neri, donde se reúne ese consejo de bandoleros que allí llaman Cortes, lo asciendo a comandante. ¿Me oye?… Tiene mi palabra.
Tuerce el gesto el general Lesueur, y Víctor lo advierte.
- ¿Qué pasa? -lo interpela altanero-. ¿No le
parece bien?
- No es eso, mi general -se excusa el otro-. El capitán Desfosseux ya ha rechazado dos veces un ascenso como el que Su Excelencia le ofrece.
Dice eso y mira al interesado con transparente mezcla de sentimientos: algo de celos y un resquemor suspicaz. En su mundo de militar profesional, cualquier individuo que se niega a ascender resulta sospechoso. Se trata de una contradicción manifiesta con el espíritu al uso entre los veteranos del Imperio: ascender en grado y honores desde soldado raso hasta que uno pueda, como el duque de Bellune y el propio general Lesueur, saquear tierras, pueblos y ciudades bajo su mando y enviar el botín a su residencia en Francia. Tres décadas de gloria republicana, consular e imperial, tragando fuego sin poner mala cara, son perfectamente compatibles con morir rico y, si es posible, en la cama. Una razón más, en fin, para desconfiar de quien, como Desfosseux, pretende desfilar con música propia. De no ser por su reconocida destreza técnica, Lesueur lo habría mandado hace tiempo a pudrirse en un reducto, en los insalubres caños que rodean la isla de León. Pisoteando fango.
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