Arturo Pérez-Reverte - El Asedio
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- Fíjate en nuestros aliados -Sánchez Guinea baja la voz-. Acosando a la Regencia y a las Cortes para que levanten todas las restricciones a su libre comercio con América. Buscando su avío, como suelen, y fieles a su política de no consentir nunca un buen gobierno en ningún lugar de Europa… Con Wellington en la Península matan tres pájaros de un tiro: se aseguran Portugal, desgastan a Napoleón y de paso nos ponen en deuda para cobrársela luego. Esta alianza va a costarnos un ojo de la cara.
Lolita Palma indica el bullicio que los rodea: corrillos, paseantes, tiendas abiertas. Acaba de llegar un paquete del Diario Mercantil al puesto de periódicos que está a mitad de la calle, y los compradores se arremolinan quitándoselos de las manos al vendedor.
- Quizás. Pero vea la ciudad… Hierve de vida, de negocios.
- Todo humo, hija mía. Forasteros que se irán en cuanto acabe el bloqueo y volvamos a ser los sesenta mil de siempre. ¿Qué harán entonces los que ahora suben los alquileres y triplican el precio de un bistec?… ¿Los que han hecho su negocio de la penuria ajena?… Esto que vemos son migajas para hoy, y hambre para mañana.
- Pero las Cortes trabajan.
Las Cortes, gruñe sin disimulo el viejo comerciante, están en otro mundo. Constitución, monarquía, Fernando VII. Nada de ello tiene que ver con el asunto. En Cádiz se anhela la libertad, por supuesto. Y el progreso de los pueblos. A fin de cuentas, el comercio se basa en eso. Pero con nuevas leyes o sin ellas, establecido si el derecho de los reyes tiene origen divino o son depositarios de una soberanía nacional, la situación será la misma: los puertos americanos en manos de otros y Cádiz en la ruina. Cuando pase el sarampión constituyente, mugirán las vacas flacas.
Ríe Lolita Palma, afectuosa. Es la suya una risa grave, sonora. Una risa joven. Sana.
- Siempre lo tuve a usted por liberal…
Sin soltarla del brazo, Sánchez Guinea se para en mitad de la calle.
- Y por Dios que lo soy -dirige furibundas miradas alrededor, cual si buscase a alguien que lo ponga en duda-. Pero de los que ofrecen trabajo y prosperidad… La simple euforia política no da de comer. Ni a mi familia, ni a nadie. Estas Cortes son todo pedir y poco dar. Fíjate en el millón de pesos que nos exigen a los comerciantes de la ciudad para el esfuerzo de guerra. ¡Después de lo que nos han sacado ya!… Mientras tanto, un consejero de Estado se embolsa cuarenta mil reales al mes, y un ministro ochenta mil.
Prosiguen camino. La librería de Salcedo está cerca, entre las varias que hay en las plazuelas de San Agustín y del Correo. Allí se demoran un poco ante los cajones y vitrinas. En la tienda de libros de Navarro hay expuestos algunos en rústica, intonsos, y dos volúmenes grandes, bellamente encuadernados, abierto uno por la página del título: Historia de la conquista de M é xico, de Antonio de Solís.
- Con este panorama -prosigue Sánchez Guinea- más vale reunir dinero e invertirlo en valores seguros. Me refiero a casas, bienes inmuebles, tierras… Reservar efectivo para lo que siga estable cuando la guerra pase. El comercio como se entendía en tiempos de tu abuelo, o de tu padre y yo, no volverá nunca… Sin América, Cádiz no tiene sentido.
Lolita Palma mira el escaparate. Demasiada conversación, se dice. De todo aquello han hablado antes cien veces, y su interlocutor no es hombre que pierda el tiempo en horas de trabajo. Para don Emilio, cinco minutos sin ganancia son cinco minutos perdidos. Y llevan quince de charla.
- Usted le está dando vueltas a algo.
Por un momento teme una propuesta sobre contrabando, de las que ha rechazado tres en los últimos meses. Nada espectacular, sabe de sobra. Ni grave. El contrabando es aquí una forma de vida usual desde los primeros galeones de Indias. Otra cosa es lo que ciertos negociantes sin escrúpulos hacen desde que empezó el bloqueo, mercadeando con las zonas ocupadas por los franceses. La casa Sánchez Guinea está lejos de ensuciar su reputación con tales mañas; pero a veces, en el margen difuso que dejan la guerra y las leyes vigentes, algunas de sus mercaderías pasan por la Puerta de Mar sin pagar derechos aduaneros. A eso lo llaman en Cádiz, entre gente respetable, trabajar con la mano izquierda.
- Sea bueno y dígamelo de una vez.
El comerciante mira la vitrina, aunque ella sabe que la historia de la conquista de México lo tiene sin cuidado. Y se toma su tiempo. Creo que estás haciéndolo muy bien, apunta al cabo de un instante. Reduces gastos y lujo, Lolita. Eso es inteligente. Sabes que la prosperidad no durará siempre. Has conseguido mantener lo más difícil en esta ciudad: el crédito. Tu abuelo y tu padre estarían orgullosos. Qué digo. Lo estarán, viéndote desde el cielo. Etcétera.
- No me dore la píldora, don Emilio -ella ríe de nuevo, sin soltar su brazo-. Le ruego que vaya al grano.
Mirada del otro al suelo, entre las puntas de los zapatos bien lustrados. Nueva ojeada a los libros. Al fin la encara, resuelto.
- Estoy armando un corsario… He comprado una patente en blanco.
Al decirlo guiña un ojo con aire cómico, como si esperase un golpe. Luego la observa, inquisitivo. Ella mueve la cabeza. También lo veía venir, pues el asunto es antiguo entre ambos, muy hablado. Y sobre la patente había oído rumores. El viejo zorro. Sabe usted de sobra, apunta el gesto, que no me gusta esa clase de inversiones. No quiero mezclarme según en qué. La guerra y esa gente.
Sánchez Guinea alza una mano objetora, a medio camino entre la disculpa y la protesta amistosa.
- Son negocios, hija mía. Esa gente es la misma con la que tratas cada día en los barcos mercantes… Y la guerra te afecta como a todos.
- Detesto el pirateo -le ha soltado el brazo y sostiene el bolso con ambas manos, a la defensiva-. Hemos tenido que sufrirlo muchas veces, a nuestra costa.
Razona el otro, con argumentos. Calor sincero. De buen consejo. Un corsario no es un pirata, Lolita. Sabes que se rige por ordenanzas estrictas. Recuerda que tu querido padre pensaba de otra manera. El año seis armamos uno a medias, y nos fue de perlas. Ahora es el momento. Hay primas de captura, incentivos. Cargas enemigas a las que echar el guante. Todo legal, transparente como el cristal. Sólo es cuestión de poner capital, como haré yo. Simples negocios. Un riesgo marítimo más.
Lolita Palma observa el reflejo de ambos en la vitrina. Sabe que su interlocutor no la necesita. No de manera urgente, al menos. Es una oferta amistosa. Oportunidad casi familiar para un asunto rentable. No falta en Cádiz quien podría invertir en la empresa; pero entre otros asociados posibles, Sánchez Guinea la prefiere a ella. Chica lista, seria. Respeto y confianza. Crédito. La hija de su amigo Tomás.
- Déjeme pensarlo, don Emilio.
- Claro. Piénsatelo.
El capitán Simón Desfosseux está incómodo. Los generales no son su compañía favorita, y hoy tiene a varios cerca. O encima. Todos pendientes de sus palabras, lo que no contribuye a relajarle el ánimo: el mariscal Víctor, el jefe de estado mayor Semellé, los generales de división Ruffin, Villatte y Leval, y el jefe superior de Desfosseux, comandante de la artillería del Primer Cuerpo, general Lesueur, sucesor del difunto barón de Senarmont. Le cayeron todos a media mañana, cuando al duque de Bellune se le ocurrió darse una vuelta de inspección por el Trocadero desde su puesto de mando de Chiclana, bien escoltado de húsares del 4.° regimiento.
- La idea es cubrir la totalidad del recinto urbano -está explicando Desfosseux-. Hasta el momento ha sido imposible, pues trabajamos en el límite, haciendo frente a varios problemas. El alcance, por una parte, y la combustión de las mechas por la otra… Este es un inconveniente serio, pues mis órdenes son poner en la ciudad bombas que estallen, de tipo granada. Para eso hace falta la espoleta de retardo; y es tanta la distancia a cubrir, que muchas bombas revientan antes de alcanzar el objetivo…
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