Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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Hemos diseñado una nueva espoleta cuya mecha arde más despacio y no se apaga durante el recorrido.

- ¿Ya está disponible? -se interesa el general Leval, jefe de la 2. adivisión, acantonada en Puerto Real.

- Lo estará en pocos días. Teóricamente supera los treinta segundos, pero no siempre es exacta. A veces la misma fricción del aire acelera la combustión de la espoleta… O la apaga.

Pausa. Los generales, cuajados de bordados hasta el cuello de las casacas, lo miran atentos, aguardando. El mariscal sentado, los otros de pie, como Desfosseux. En un caballete, un gran plano de la ciudad y otro de la bahía. A través de las ventanas abiertas del barracón se oyen las voces de los zapadores que trabajan en la explanada de la nueva batería. Hay moscas revoloteando en un rectángulo de sol sobre las tablas del suelo, en torno a una cucaracha aplastada. En los barracones y trincheras del Trocadero las hay a miles: cucarachas y moscas. También ratas, chinches, piojos y mosquitos para equipar a todo el ejército imperial.

- Eso nos lleva a otro problema: el alcance. Se me exige una cobertura de tres mil toesas, que bastaría para cubrir casi toda el área urbana, cruzando la ciudad de parte a parte. Con los medios de que dispongo no puedo garantizar este alcance en más de dos mil trescientas toesas; teniendo en cuenta, además, que los vientos de la bahía influyen mucho en distancia y trayectoria… Eso nos permite cubrir un área que va de aquí a aquí.

Señala lugares en la zona oriental de la ciudad: la Puerta de Mar, las proximidades de la Aduana. No cita nombres porque sabe que todos conocen el mapa: llevan un año estudiándolo y mirándolo con catalejos. Su dedo índice recorre la línea exterior de las murallas sin adentrarse mucho en el trazado urbano: sólo algunas calles del barrio del Pópulo, junto a la Puerta de Tierra. Es lo que hay, confirma el dedo que se mueve despacio sobre el papel. Luego, Desfosseux retira la mano y se queda mirando a su jefe directo, el general Lesueur. Sugiriendo que el resto es cosa suya, mi general, mientras pide sin palabras permiso para irse de allí. Quitarse de en medio y volver a la regla de cálculo, el telescopio y las palomas mensajeras. A lo suyo. Pero no se va, por supuesto. Sabe que el mal rato empieza precisamente ahora.

- Los barcos enemigos fondeados en el puerto están dentro de ese alcance -pregunta el general Ruffin-. ¿Por qué no se les bate también?

François Amable Ruffin, comandante de la 1. adivisión, es un individuo flaco y serio, de mirada ausente. Veterano de Austerlitz y Friedland, entre otras. Un tipo sensato, con buena fama entre la tropa. Joven para su grado, cuarenta años justos. Bravo. De los que mueren pronto y lo llevan escrito en alguna parte. A los barcos no se les bate, responde Desfosseux, porque se encuentran demasiado lejos: los ingleses un poco hacia fuera y los españoles un poco hacia dentro. Unos y otros pegados a la ciudad, por así decirlo. Nada fácil acertar a esa distancia. Son tiros de fortuna, sin precisión. A la buena de Dios. Una cosa es que las bombas caigan en la ciudad a voleo, aquí o allá, y otra alcanzar un punto preciso. Eso es imposible de garantizar. Observen el edificio de la Aduana, por ejemplo. Aquí. Donde está la Regencia insurrecta. Ni un impacto.

- Con los medios de que disponemos -concluye-, alcance extremo y precisión resultan imposibles.

Está a punto de añadir algo. Duda en hacerlo, y el general Lesueur, que ha estado escuchando en silencio con los demás, adivina la intención y enarca una ceja a modo de advertencia. No te metas en jardines, dice el aviso del comandante de la artillería. No te compliques la vida ni me la compliques a mí. Esto es una inspección de rutina. Diles lo que quieren oír, que del resto me encargo yo. Punto.

- Descartada la precisión y centrándonos en el alcance, creo que podríamos obtener mejores resultados con morteros, y no con obuses.

Lo ha dicho. Y no se arrepiente, aunque ahora Lesueur lo fulmina con la mirada.

- Eso está fuera de lugar -replica éste en tono seco-. La prueba que se hizo en noviembre con el mortero Dedòn de doce pulgadas fundido en Sevilla fue un desastre… Los proyectiles ni siquiera alcanzaron las dos mil toesas.

El mariscal Víctor se ha echado atrás en el respaldo de la silla y mira a Lesueur con autoridad. Este es un viejo artillero que se las sabe todas: minucioso y ordenancista, de los que sólo entran cuando saben por dónde irse. El mariscal y él se conocen desde el sitio de Tolón, cuando Víctor aún se llamaba Claude Perrin y ambos bombardeaban reductos realistas y barcos españoles e ingleses en compañía de su colega el capitán Bonaparte. Dejemos explicarse al artista, dice el gesto sin palabras. A ti te tengo cerca todos los días y éste es el que sabe, o al menos así me lo venden. Para eso hemos venido. Para que me cuente. De modo que Lesueur cierra la boca y el duque de Bellune se vuelve hacia Desfosseux, invitándolo a continuar.

- Advertí en su momento que el Dedòn no era la pieza adecuada -prosigue el capitán-. Era de plancha y recámara esférica. Muy incierto en la dirección y peligroso de manejo. Las treinta libras de pólvora que necesitaba calzar eran demasiadas: no se inflamaba toda a la vez, y la menor potencia de salida reducía el alcance… Hasta los cañones convencionales lo superaban en eso.

- Una chapuza típica de Dedòn -dice el mariscal.

Ríen todos, falderos, menos Desfosseux y Ruffin, que mira absorto por la ventana como si buscara presagios particulares afuera. El general Dedòn es hombre odiado en el ejército imperial. Inteligente teórico y artillero consumado, su origen noble y sus maneras irritan a los correosos soldados salidos de la tropa con la Revolución, como es el caso del propio Víctor, que empezó de tambor hace treinta años en Grenoble, ganó el sable de honor en Marengo y reemplazó a Bernadotte en Friedland. Todos procuran desacreditar los proyectos de Dedòn y sepultar sus morteros en el olvido.

- Sin embargo, la idea básica era correcta -apunta Desfosseux, con aplomo profesional.

El silencio que viene a continuación es tan espeso que hasta el general Ruffin se vuelve a mirar al capitán, vagamente interesado. Por su parte, Lesueur ya no enarca sólo una ceja admonitoria a su subordinado. Ahora alza las dos, y los ojos lo taladran, furiosos. Prometedores.

- El problema de la combustión parcial de grandes cargas de pólvora también lo tienen otras piezas -prosigue impertérrito Desfosseux-. Por ejemplo, los obuses Villantroys, o los Ruty.

Más silencio. El duque de Bellune estudia a Desfosseux mientras entrelaza unos dedos, pensativo, en el abundante pelo gris de su cabeza leonina, que le cuida un peluquero español de Chiclana. El capitán sabe que mencionar con poco respeto esos obuses es mentar la madre a los cañoncitos mimados del asedio. Su superior, Lesueur, lleva tiempo pregonando las bondades técnicas de esas piezas. Alentando de forma estúpida, en el estado mayor, esperanzas que Desfosseux considera injustificadas.

- Hay una diferencia fundamental -dice el mariscal-. El emperador opina que el arma adecuada para batir Cádiz son los obuses… Fue él personalmente quien nos envió los diseños del coronel Villantroys.

Zumbido de moscas. Todas las miradas se clavan en Desfosseux, que traga saliva. Qué hago aquí, se pregunta. Embutido en este uniforme de cuello incómodo y manteniendo conversaciones absurdas, en vez de estar en Metz enseñando Física. Maldita sea mi estampa. En el más lejano rincón de España, jugando a soldaditos con espadones cuajados de galones que sólo esperan oír lo que les conviene. O lo que creen les conviene. Con ese cochino de Lesueur, que lo sabe tan bien como yo, pero me deja a los pies de los caballos.

- Con todo el respeto hacia el criterio del emperador, creo que Cádiz debe batirse con morteros, y no con obuses.

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