Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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El taxidermista se acerca a un mueble negro situado entre la puerta abierta de la escalera que lleva a la terraza, una estufa y una vitrina desde la que un lince, una lechuza y un mono tití miran el gabinete con ojos inmóviles de pasta y vidrio. Allí elige, entre otros utensilios, unas pinzas de acero y un bisturí de mango de marfil. Con ellos en la mano vuelve a la mesa y se inclina sobre el animal: un perro joven de tamaño mediano, con una mancha blanca en el pecho que se repite en la frente. Hermosos colmillos. Un buen ejemplar en cuya piel intacta no ha dejado huella el veneno que lo mató. A la luz del quinqué, con mucho cuidado y pericia, el taxidermista le extrae los ojos por medio de las pinzas, corta el nervio óptico con el bisturí, y limpia y espolvorea las cuencas vacías con una mezcla de alumbre, tanino y jabón mineral que tiene dispuesta en un mortero. Luego rellena los huecos con bolas de algodón. Al cabo, tras comprobar que todo está bien, coloca el animal boca arriba sobre la mesa, tapa todos los agujeros del cuerpo con borra, le separa las patas y, haciendo un corte desde el esternón al vientre, empieza a desollarlo.

A un lado del gabinete, bajo una percha sujeta a la pared donde hay un faisán, un halcón y un quebrantahuesos disecados, la penumbra apenas permite ver un plano de la ciudad desplegado sobre una mesa de despacho: grande, impreso, con una escala doble anotada al pie en toesas francesas y en varas castellanas. Hay sobre él un compás, reglas y cartabones. El plano está cruzado por curiosas rectas a lápiz que se abren en abanico viniendo del este, y salpicado de cruces y círculos que lo señalan como una viruela siniestra. Se diría una telaraña que se extienda sobre la ciudad, donde cada punto y marca parecen insectos atrapados, o devorados.

Anochece despacio. Mientras el taxidermista corta la piel del perro a la luz del quinqué, separándola con cuidado de la carne y los huesos, por la escalera de la terraza se oye zureo de palomas.

2

Buenos días. Cómo está usted. Buenos días. Salude a su esposa de mi parte. Buenos días. Adiós, mucho gusto. Recuerdos a su familia. Innumerables diálogos rápidos y amables, sonrisas de conocidos, alguna conversación breve interesándose por la salud de una esposa, los estudios de un hijo o los negocios de un yerno. Lolita Palma camina entre los corrillos de gente que charla o mira los escaparates de los comercios. Calle Ancha de Cádiz, a media mañana. El corazón social de la ciudad, en todo lo suyo. Oficinas, agencias, cónsules, consignatarios. Es fácil distinguir a los gaditanos de los forasteros emigrados observando su actitud y conversación: éstos, inquilinos temporales de posadas de la calle Nueva, alojamientos de la calle Flamencos Borrachos y casas del barrio del Avemaría, pasean ante las vitrinas de las tiendas caras y las puertas de los cafés; mientras los otros, ocupados en comisiones y negocios, van y vienen atareados con carteras, papeles y periódicos. Unos hablan de campañas militares, movimientos estratégicos, derrotas e improbables victorias, y otros comentan el precio del paño de Nankín, el añil o el cacao, y la posibilidad de que los cigarros habanos suban más allá de 48 reales la libra. En cuanto a los diputados de las Cortes, a estas horas no pisan la calle. Están reunidos en el oratorio de San Felipe, a pocos pasos de aquí, atestada la galería de pueblo ocioso -el asedio francés tiene a muchos de brazos cruzados en la ciudad- y cuerpo diplomático inquieto por lo que allí se cuece, con el embajador inglés mandando informes a Londres en cada barco. No será hasta pasadas las dos de la tarde cuando los constituyentes salgan y se dispersen por fondas y cafés comentando las incidencias de la sesión de hoy, despellejándose mutuamente de paso, como suelen, según ideologías, filias y fobias: clérigos, seglares, conservadores, liberales, realistas, coriáceos carcamales, airados jóvenes radicales y demás especies, cada uno con su tertulia y periódico favoritos. España y sus provincias de ultramar, en miniatura. Varias de ellas insurrectas, por cierto, aprovechando la guerra.

Lolita Palma acaba de salir del comercio de modas de la plaza de San Antonio, frente al café de Apolo. Es aquélla la tienda más elegante de la ciudad -antes llamada La Moda de París y ahora, coyunturalmente, La Moda Española-, cuyos géneros y figurines son codiciados por señoras y señoritas de la mejor sociedad gaditana. Pese a ello, la propietaria de la firma Palma e Hijos no encarga allí sus vestidos, pues una costurera y una bordadora trabajan sobre patrones sencillos que dibuja ella misma, tomando ideas de revistas francesas e inglesas. Pasa por la tienda para estar al día y adquirir telas o complementos: la doncella que la sigue tres pasos atrás lleva dos cajas de cartón muy bien envueltas con seis pares de guantes, otros tantos de medias y unos encajes para ropa blanca.

- Vaya con Dios, Lolita.

- Buenos días. Salude a su señora esposa.

La vía principal es un vaivén de rostros a menudo conocidos, de cabezas masculinas que se destocan a su paso. Calle Ancha, a fin de cuentas. Pocas mujeres a esta hora. Eso atrae más las miradas masculinas. Cortesías y sombrerazos, amables inclinaciones de cabeza. Todos los que allí importan conocen a la mujer que gestiona con prudencia y buena mano, pese a su sexo más o menos débil, la empresa del abuelo y el padre difuntos. Cádiz de toda la vida: comercio indiano, barcos, inversiones, riesgos marítimos. No como otras señoras del comercio, en su mayor parte viudas, que se limitan a ejercer de prestamistas cobrando comisiones e intereses. Ella se arriesga, juega, pierde o gana. Da trabajo y hace ganar dinero. Capital desahogado y vida intachable. Decente. Solvencia, crédito y prestigio. Millón y medio de pesos como capital, calculado a ojo. Por lo menos. Una de los nuestros, sin duda. De las doce o quince familias que cuentan. Buena cabeza situada sobre unos hombros que, según dicen, son bonitos; sin que nadie pueda alardear de saberlo a tiro fijo. Todavía casadera a los treinta y dos, aunque ya se le pase el arroz.

- Adiós. Buenos días.

Camina por el centro, erguida la barbilla. Taconeando serena. Es su calle y su ciudad. Viste de gris muy oscuro, con la simple nota de color de una mantilla de franela guarnecida con cinta de tablero azul. Bolso pequeño a juego. La mantilla, el cabello recogido en la nuca y peinado en los rizos de las sienes, además de unos zapatos de lino pasados de plata, son la única concesión que hace al paseo; el vestido es uno sencillo, cómodo, en extremo correcto, que usa para trabajar y recibir en el despacho. A estas horas suele estar allí, pero ha salido para una gestión financiera delicada: letras de cambio dudosas, adquiridas tres semanas atrás, que hace una hora negoció felizmente en la caja de San Carlos, con la comisión adecuada. Los guantes, las medias y los encajes de La Moda Española, antigua Moda de París, son una forma de celebrarlo. Discreta. Como todo cuanto piensa y hace.

- Enhorabuena por el Marco Bruto. He leído en el Vig í a que llegó sin novedad.

Es su cuñado Alfonso. De la casa Solé y Asociados: paño inglés y mercancías de Gibraltar. Altanero y frío como de costumbre, levita color nuez y chaleco malva, medias de seda, bastón de caña de Indias. Sombrero que no se quita, limitándose a tocar el ala con dos dedos y levantarlo una pulgada. A Lolita Palma se le antoja tan poco simpático ahora como hace seis años, cuando se casó con su hermana Caridad. Entre ellos, las relaciones familiares sólo son llevaderas. Visitas a la madre una vez por semana, y poco más. La dote de 90.000 pesos que le concedió su difunto suegro nunca satisfizo del todo a Alfonso Solé; y tampoco agradó a los Palma el modo en que ese dinero fue invertido, con torpe criterio y escaso beneficio. Aparte algún otro desacuerdo comercial, los distancia también un contencioso sobre una finca en Puerto Real a la que Alfonso cree tener derecho por matrimonio. El asunto se planteó sobre el testamento de Tomás Palma, y anda en manos de notarios y abogados, pleitos tengas, aunque la guerra lo deje todo en suspenso.

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