Arturo Pérez-Reverte - El Asedio
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- Se está abriendo el corsario, capitán.
- Ya lo veo.
Puede más en el segundo la aprensión que el despecho. El tono ha sido casi conciliador. De reojo, Pepe Lobo lo ve mirar con inquietud la grímpola que indica la dirección del viento, y luego fijarse en él. Esperando.
- Pienso que deberíamos… -empieza el subalterno.
- Cállese.
El capitán observa las velas y luego se vuelve hacia los timoneles.
- Orza dos cuartas más… Así. Firme ahí… ¡Piloto! ¿Está ciego o sordo?… Haga cazar esa escota.
En cualquier caso, su malhumor no tiene que ver con los ingleses. Ni siquiera con el falucho que, en un último esfuerzo por acercarse a la polacra, ha abierto un poco el rumbo e intenta darles caza algo más al sudeste, confiando en un cañonazo afortunado, un cambio del viento o una mala maniobra que rompa algo en la arboladura de la Risue ñ a. No es eso lo que preocupa a Pepe Lobo. Tan seguro está de que dejarán atrás al corsario, que ni siquiera ha ordenado preparar las dos piezas de a bordo: cañoncillos que, por otra parte, no servirían de nada ante un enemigo que con sólo un disparo de carronada barrería la cubierta. El temor a un combate puede desconcertar a una tripulación que ya tiene mala índole: excepto media docena de marineros expertos, el resto es basura portuaria enrolada por poco más que la comida. No sería la primera vez que a Lobo se le esconde la gente bajo cubierta en pleno zafarrancho. Eso ya le costó un barco y la ruina económica en el año 97, pontón de Portsmouth aparte. Así que todo irá hoy mejor si nadie duda y cada cual hace su trabajo. Respecto a los hombres bajo su mando, la única esperanza que alberga es fondear pronto en Cádiz y perderlos de vista.
Porque ésa es otra. El capitán de la Risue ñ a sabe que rinde con ella el último viaje. Cuando se hizo a la mar hace diecinueve días, sus relaciones ya eran malas con el propietario, un armador de la calle del Consulado llamado Ignacio Ussel; y van a empeorar apenas éste, o el cliente para quien fleta el barco, comprueben el manifiesto de carga. Un viaje desgraciado con poco viento y fuerte marejada en San Vicente, una avería en el codaste que obligó a fondear día y medio al resguardo del cabo Sines y algunos problemas administrativos en Lisboa, son causa de que la polacra llegue retrasada y con la mitad del flete previsto. Es la gota que colmará el vaso. La firma Ussel, tapadera en Cádiz, como otras, de varias casas comerciales francesas -hasta hace poco, ningún extranjero podía negociar directamente con los puertos españoles de América -, tiene dificultades desde que empezó la guerra. Intentando rehacerse con las oportunidades que ésta ofrece a comerciantes con pocos escrúpulos, el señor Ussel procura el máximo beneficio al mínimo costo, en perjuicio de sus empleados: paga tarde y mal, amparándose en cualquier pretexto. Eso ha crispado en los últimos tiempos las relaciones entre el armador y el capitán de la Risue ñ a. Y éste sabe que, apenas deje caer el ancla en cuatro o cinco brazas de fondo, tendrá que buscar otro barco donde ganarse la vida. Empeño difícil en una Cádiz sobrepoblada por el asedio francés, donde, pese a que navega cuanto puede flotar, incluso madera podrida, faltan embarcaciones y buenos tripulantes, sobran capitanes, y en las tabernas del puerto, donde la leva forzosa hace estragos, sólo se encuentra chusma dispuesta a enrolarse por cuatro cobres.
- ¡El francés está virando!… ¡Se larga!
Vitorean en la polacra de proa a popa. Palmadas y gritos de satisfacción. Hasta el segundo se quita el gorro de lana para frotarse la frente, aliviado. Agolpándose en la banda de babor, todos observan cómo el corsario toma por avante y abandona la caza. Su foque flamea un momento sobre el largo bauprés mientras la embarcación cae a estribor, de vuelta a la ensenada de Rota. Al mostrar su través, el nuevo ángulo en que incide la luz permite observar con detalle la entena larga de la vela mayor y el casco esbelto y negro del falucho, con una bovedilla muy lanzada bajo el botalón de popa. Rápido y peligroso. Se trata, cuentan, de un mercante portugués apresado el año pasado por los franceses a la altura de Chipiona.
- Arriba un poco -ordena Pepe Lobo a los timoneles-. Leste cuarta al sudeste.
Algunos tripulantes sonríen al capitán, haciendo gestos aprobadores con la cabeza. Maldito lo que me importa, piensa éste, que me aprueben o no. A estas alturas. Apartándose de los obenques, abrocha algunos botones de su casaca, cubriendo la pistola que lleva en la faja. Luego se vuelve hacia el segundo, que no le quita ojo.
- Ice la bandera y haga ajustar ese paño… Dentro de media hora quiero a la gente lista para recoger juanetes.
Mientras los hombres tiran de las brazas adecuando vergas y velas al nuevo rumbo, y la descolorida enseña mercante de dos franjas rojas y tres amarillas asciende hasta el pico de mesana, Pepe Lobo observa la costa hacia la que se dirige el falucho corsario, que ya muestra su popa. La Risue ñ a navega bien, el viento se mantiene en la dirección adecuada y no es preciso dar bordos para pasar las Puercas. Eso significa que podrán entrar en la bahía sin exponerse a los escollos de la bocana ni a los fuegos de la batería francesa del otro castillo de Santa Catalina, el situado junto a El Puerto de Santa María, que suele disparar contra los barcos cuya maniobra los arrima demasiado a tierra. El castillo se encuentra a poco más de media legua al oeste, en la amura de babor de la polacra; y más allá, al otro lado de la ensenada de Rota y la barra del río San Pedro, se distingue ya a simple vista la península del Trocadero, con sus baterías francesas orientadas hacia Cádiz. Lobo coge el catalejo del cajón de bitácora, lo despliega y recorre con el círculo de aumento la línea de la costa, de norte a sur, hasta detenerse en los fuertes: el abandonado de Matagorda, situado abajo, en la playa, Fuerte Luis y la Cabezuela, más atrás y a mayor altura, con los cañones asomando por sus troneras. En ese momento ve un silencioso fogonazo en una de ellas, y por un instante cree ver la bomba francesa, un minúsculo punto negro, describiendo una parábola sobre la bahía, en dirección a la ciudad.
Sentado en el patio de columnas del café del Correo, con las piernas estiradas bajo la mesa y la espalda hacia la pared -su forma de acomodarse en lugares públicos-, el comisario de Barrios, Vagos y Transeúntes Rogelio Tizón estudia el tablero de ajedrez que tiene delante. En la mano derecha sostiene un pocillo de café y con la otra se acaricia las patillas donde éstas se unen al bigote. La gente que salió a la calle del Rosario al oír el estampido empieza a regresar, comentando el suceso. Los jugadores de billar recuperan sus tacos y bolas de marfil, en el salón de lectura y las mesas del patio se recogen los periódicos abandonados, y cada cual ocupa su asiento, rehaciéndose los corrillos habituales entre rumor de conversaciones mientras los camareros emprenden otra ronda, cafetera en mano.
- Cayó más allá de San Agustín -dice el profesor Barrull, sentándose de nuevo-. Sin estallar, como siempre. Sólo el susto.
- Le toca mover, don Hipólito.
Barrull mira al policía, que no ha levantado la vista del tablero, y luego consulta la disposición de las piezas.
- Es usted tan emotivo como un lenguado frito, comisario. Admiro su sangre fría.
Tizón apura el café y deja el pocillo a un lado del tablero, junto a las piezas comidas: seis suyas y seis del otro. Equilibrio sólo aparente, en realidad. La partida no pinta bien para él.
- Me tiene acorralada la torre con ese alfil y el peón… No es cosa de perder el tiempo con bombas.
El otro gruñe satisfecho, apreciando el cinismo del comentario. Tiene el pelo gris abundante, rostro largo, equino, dientes amarillos de tabaco y ojos melancólicos tras unos lentes de acero. Aficionado al rapé de almagre, a los calzones con medias negras -que siempre lleva arrugadas- y a las casacas a la antigua, dirige la Sociedad Científica Gaditana y enseña rudimentos de latín y griego a muchachos de la buena sociedad. También es un temible jugador de ajedrez, cuyo natural tranquilo y trato afable suelen alterarse ante un tablero. Su juego es implacable, casi descortés de pura saña homicida. En el calor de la refriega llega a veces a insultar a sus contrincantes, incluido Rogelio Tizón: que el infierno lo masque, maldito sea, perro de tal y gato de cual. Lo descuartizaré antes de la puesta del sol, palabra de honor. Le arrancaré la piel a tiras, etcétera. Venablos elaborados, de ese jaez; Barrull no es culto en vano. Pero el comisario lo encaja bien. Se conocen y juegan al ajedrez desde hace diez años. Son amigos, o casi. Más bien, casi. Al menos, en el incierto sentido que la palabra amistad tiene para el comisario.
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