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Arturo Pérez-Reverte: El Asedio

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Arturo Pérez-Reverte El Asedio

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- Has tardado mucho en venir a verme. Llevo despierta un buen rato.

- Tenía trabajo, mamá.

- Tú siempre tienes trabajo.

Lolita Palma acerca una silla y se sienta junto a su madre, luego de arreglarle los almohadones. Paciente. Por un momento piensa en su infancia, cuando soñaba con recorrer el mundo a bordo de aquellos barcos de velas blancas que se iban despacio por la bahía. Después piensa en el bergantín, la polacra, o lo que sea. La embarcación desconocida que en ese momento navega desde poniente con toda la lona arriba, tensa la jarcia, esquivando la caza del corsario.

Agarrado a un obenque de mesana, Pepe Lobo observa los movimientos del falucho que intenta cortarle el paso hacia la bahía. Lo mismo hacen sus diecinueve hombres, agrupados al pie de los palos y en la proa, bajo la sombra de la mucha lona desplegada arriba. De no ser porque el capitán de la polacra -salida de Lisboa hace cinco días con bacalao, queso y manteca- conoce del mar lo caprichoso de sus tretas y favores, estaría más tranquilo de lo que está. El francés todavía se encuentra lejos, y la Risueña navega bien, con marejada y viento fresquito a un largo por estribor, en un bordo que la llevará, si no se tuercen las cosas, a librar las Puercas bajo el amparo de los cañones de los baluartes de Santa Catalina y la Candelaria.

- Llegaremos de sobra, capitán -dice el segundo.

Es un individuo cetrino, de piel grasienta. Gorro de lana y barba de una semana. De vez en cuando se vuelve a vigilar, suspicaz, a los dos timoneles que manejan la rueda.

- Llegaremos -insiste entre dientes, como si rezara.

Pepe Lobo levanta a inedias una mano, prudente.

- Déjelo estar, piloto. Hasta que pasa el rabo, todo es toro.

Escupe el otro al mar, desabrido. Con mal talante.

- No soy supersticioso.

- Yo sí. De manera que cierre su cochina boca.

Una pausa breve. Tensa. Agua corriendo a lo largo del casco. Sonido de viento en la jarcia y crujir de mástiles y obenques en las cabezadas de la embarcación, cuando ésta machetea la mareta. El capitán sigue mirando en dirección al corsario. El segundo lo mira a él.

- Usted me maltrata. No estoy dispuesto a consentir…

- He dicho que cierre la boca. O se la cierro yo.

- ¿Me está amenazando, señor?

- Evidentemente.

Mientras habla con naturalidad, sin apartar la vista del otro barco, Pepe Lobo desabrocha los botones dorados de su chaqueta de paño azul. Sabe que cuantos tripulantes andan cerca se dan con el codo mientras aprestan oreja y pupila, sin perderse nada.

- Es intolerable -protesta el segundo-. Daré parte al llegar a tierra. Esta gente es testigo.

Se encoge de hombros el capitán:

- Confirmarán, entonces, que le levanto la tapa de los sesos por discutir órdenes con un corsario encima.

En la faja negra que le ciñe la cintura, ahora a la vista, reluce la culata de latón y madera de una pistola. El arma no está destinada al enemigo que se acerca, sino a mantener las cosas bajo control en su propio barco. No sería la primera vez que un tripulante perdiese la cabeza en mitad de una maniobra delicada. Tampoco lo sería si, llegado el caso, él resolviera la papeleta de modo contundente. Su segundo es un tipo inquieto, atravesado y respondón, que digiere mal no hallarse al mando de la polacra. Cuatro viajes pidiendo a gritos un tratamiento que pocos tribunales navales discutirían si se administra, como es el caso, a la vista del enemigo. Con la perspectiva de perder barco, carga, y acabar prisionero, no está el paisaje para charla de viejas.

El obenque al que se agarra Pepe Lobo cambia el ritmo de vibración. Más irregular ahora. Hay un leve rumor de lona suelta arriba.

- Haga su trabajo, piloto. Flamea el juanete de mesana.

En ningún momento, mientras habla, quita los ojos del falucho: unas cien toneladas largas, casco afilado ciñendo el viento a cinco cuartas, un palo inclinado a proa y otro a popa, con velas latinas y foque tenso como un cuchillo. Lleva las drizas desnudas, sin bandera de su nación -tampoco la arbola la Risueña -, pero no cabe duda de que es francés. Nadie vendría de tierra con tan claras intenciones como ese perro. De ser el corsario que lleva tiempo rondando la bahía y suele agazaparse en Rota, sus cañones y tripulación le permitirían hacerse con la polacra, si logra arrimarse lo suficiente. Ésta es una embarcación mercante de 170 toneladas, armada sólo con dos piezas de 4 libras, algunos mosquetes y sables: nada serio que oponer a las dos carronadas de 12 libras y los seis cañones de a 6 que, según cuentan, artilla el otro. Cuyas andanzas, a estas alturas, son conocidas. Sus últimas presas, antes de que la Risueña saliera hace tres semanas para Lisboa, eran un jabeque español con buena carga, entre ella 900 quintales de pólvora, y un bergantín norteamericano despistado que navegaba cerca de tierra, capturado a los treinta y dos días de salir de Rhode Island para Cádiz con tabaco y arroz. Por lo visto, las protestas de los comerciantes de la ciudad ante la impunidad con que actúa el corsario no han cambiado la situación. Pepe Lobo sabe que los pocos buques de guerra ingleses y españoles se emplean en proteger el interior del puerto y la línea defensiva, escoltan convoyes y llevan correos y tropas. En cuanto a las cañoneras y embarcaciones de pequeño porte, son inútiles con viento y marea entrante. Eso, cuando no están ocupadas protegiendo el paso del Trocadero, vigilando de noche la bahía o agregadas a convoyes que van a Huelva, Ayamonte, Tarifa y Algeciras. Sólo un místico español, el número 38, se emplea en crucero entre la broa de Sanlúcar y la ciudad de Cádiz, con pocos resultados. Así que es fácil para el corsario hacer la descubierta por la mañana, salir una legua de la boca del puerto o ensenada donde se guarece, dar caza y volver a protegerse con su presa, cuando la tiene, con rapidez y poco riesgo, en una costa que en toda aquella extensión pertenece a los franceses. Como una araña en el centro de su red.

Pepe Lobo mira por fin hacia proa, en dirección a la ciudad: murallas pardas a lo lejos e innumerables torres sobre las casas encaladas, con el castillo de San Sebastián, el faro y su aspecto de buque varado sobre la restinga.

Cuatro millas hasta las Puercas y el Diamante, calcula tras situarse con la mirada cruzando enfilaciones con la ciudad y la punta de Rota. Es una entrada sucia la de Cádiz, con mucha piedra y una vaciante peligrosa cuando baja fuerte la marea; pero el viento es favorable, y habrá pleamar cuando la polacra, sin cambiar de bordo, pase entre los bajos antes de orzar en demanda del interior de la bahía y el puerto, al amparo de las baterías y los navíos españoles e ingleses fondeados, cuyos palos pronto podrán advertirse en la distancia.

Aliados ingleses. Aunque España está en su cuarto año de guerra contra Napoleón, la palabra aliados referida a los británicos hace torcer el gesto al capitán de la Risueña: respeta a esa gente en el mar, pero los detesta como nación. De haber sido él mismo inglés, nada tendría que objetar: sería tan ladrón y arrogante como el que más, durmiendo a pierna suelta. Pero el azar que gobierna esas cosas lo hizo nacer español, en el apostadero naval de La Habana: padre gallego y contramaestre de la Real Armada, madre criolla, el mar ante los ojos y bajo los pies desde niño. Embarcado a los once años, la mayor parte de los treinta y uno que lleva a flote -paje, grumete en un ballenero, gaviero, piloto, patente de capitán con mucho trabajo y sacrificio- los ha pasado recelando de las piraterías y las tretas, siempre despiadadas, del pabellón británico. Nunca navegó mar alguno donde aquél no anunciase amenaza. Y a los ingleses cree conocerlos bien: los juzga codiciosos, soberbios, siempre dispuestos a encontrar la excusa oportuna para violentar, cínicamente, cualquier compromiso o palabra dada. El mismo tiene experiencia de ello. Que los vaivenes de la guerra y la política hayan dispuesto ahora a Inglaterra como aliada de la España que resiste a Napoleón, no cambia las cosas. Para él, en paz o a cañonazos, los ingleses fueron siempre el enemigo. De algún modo, todavía lo son. Dos veces ha sido su prisionero: una en un pontón de Portsmouth y la otra en Gibraltar. Y no lo olvida.

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