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Arturo Pérez-Reverte: El Asedio

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- Pero ¿las bombas llegan a Cádiz o no llegan? quiso saber uno de los españoles, resumiendo el sentir general.

- En eso estamos, caballeros -Desfosseux miraba de reojo al ayudante Orsini, que había sacado un reloj del bolsillo y consultaba la hora-. En eso estamos.

Pegando un ojo al visor del micrómetro, el capitán de artillería contempla a Cádiz amurallada y blanca, resplandeciente entre las aguas verdiazules de la bahía. Cercana e inalcanzable -quizá otro hombre añadiría como una mujer hermosa, pero Simón Desfosseux no es de ésos-. En realidad, las bombas francesas llegan a diversos puntos de las líneas enemigas, incluida Cádiz; pero al límite de su alcance, y con frecuencia sin estallar siquiera. Ni los trabajos teóricos del capitán ni la aplicación y competencia de los veteranos artilleros imperiales han conseguido, hasta ahora, que las bombas sobrepasen las 2.250 toesas; distancia que, como máximo, permite llegar a las murallas de levante y la parte contigua de la ciudad, pero no más lejos. Y aun así, la mayor parte de esas bombas quedan inertes al haberse apagado la mecha de la espoleta durante el largo trayecto: una media de veinticinco segundos en el aire, entre disparo e impacto. Mientras que el ideal técnico acariciado por Desfosseux, el tormento que lo mantiene despierto de noche, haciendo cálculos a la luz de una vela, y el resto del día envuelto en una pesadilla de logaritmos, sería una bomba cuyo retardo fuese más allá de los cuarenta y cinco segundos, disparada por una pieza de artillería que permitiese sobrepasar las 3.000 toesas. Clavado en la pared de su barraca, junto a mapas, diagramas, tablas y hojas de cálculo, el capitán tiene un mapa de Cádiz donde registra los lugares de caída de las bombas: un punto rojo para las que estallan y un punto negro para las que caen apagadas. La cantidad de puntos rojos es desoladoramente escasa, agrupada además, como todos los puntos negros, en la parte oriental de la ciudad.

- A sus órdenes, mi capitán.

El teniente Bertoldi acaba de subir a la atalaya. Desfosseux, que sigue mirando por el micrómetro y mueve la ruedecilla de cobre calculando altura y distancia de las torres de la iglesia del Carmen, se aparta del visor y mira a su ayudante.

- Malas noticias de Sevilla -dice-. A alguien se le fue la mano con el estaño al fundir los obuses de a nueve.

Bertoldi arruga la nariz. Es un italiano pequeño, barrigón, de patillas rubias y expresión alegre. Piamontés, con cinco años de servicio en la artillería imperial. En torno a Cádiz, los sitiadores no hablan sólo la lengua francesa. Hay allí italianos, polacos y alemanes, entre otros. Sin contar las tropas auxiliares españolas que prestaron juramento al rey José.

- ¿Accidente o sabotaje?

- El coronel Fronchard dice que es sabotaje. Pero ya conoce al individuo… No me fío.

Sonríe a medias Bertoldi, lo que suele dar un aire juvenil y simpático a su rostro. A Desfosseux le cae bien el ayudante, a pesar de su afición excesiva al vino de Jerez y a las señoritas de El Puerto de Santa María. Llevan juntos desde que cruzaron los Pirineos hace un año, después del desastre de Bailén. A veces, cuando a Bertoldi se le va la mano con la botella, lo tutea por descuido, amistoso. Desfosseux nunca lo reconviene por ello.

- Yo tampoco, mi capitán. Al director español de la fundición, el coronel Sánchez, no le permiten acercarse a los hornos… Todo lo vigila Fronchard directamente.

- Pues se ha quitado la responsabilidad de encima por la vía rápida. El lunes hizo fusilar a tres operarios españoles.

Se acentúa la sonrisa de Bertoldi, que hace ademán de sacudirse las manos.

- Asunto resuelto, entonces.

- Exacto -asiente Desfosseux, cáustico-. Y nosotros, sin los obuses.

Bertoldi alza un dedo objetor.

- Cuidado. Todavía tenemos a Fanfán.

- Sí. Pero no es suficiente.

Mientras habla, el capitán echa un vistazo por la tronera lateral hacia un reducto cercano, protegido por cestones y taludes de tierra, donde hay un enorme cilindro de bronce inclinado cuarenta y cinco grados y cubierto por una lona: Fanfán, para los amigos. Se trata -el nombre se lo puso Bertoldi regándolo con manzanilla de El Puerto- del prototipo de un obús mortero Villantroys-Ruty de 10 pulgadas, capaz de poner bombas de 80 libras de peso en las murallas orientales de Cádiz, pero ni una toesa más allá, de momento. Eso, con viento a favor. Cuando sopla poniente, los proyectiles sólo asustan a los peces de la bahía. Sobre el papel, los obuses fundidos en Sevilla se habrían beneficiado de las pruebas y cálculos efectuados con Fanfán. Ahora no hay modo de comprobarlo, al menos durante cierto tiempo.

- Confiemos en él -propone Bertoldi, resignado.

Desfosseux mueve la cabeza.

- Confío, ya lo sabe. Pero Fanfán tiene sus límites… Y yo también.

El teniente lo observa, y Desfosseux sabe que le está calibrando las ojeras. Su mentón mal afeitado tampoco ayuda mucho, se teme. A su imagen marcial.

- Debería dormir un poco más.

- Y usted -una mueca cómplice suaviza el tono severo de Desfosseux- debería ocuparse de sus asuntos.

- El asunto me compete, mi capitán. Tendré que vérmelas directamente con el coronel Fronchard, si usted enferma… Antes de que eso ocurra, me paso al enemigo. Nadando. Ya sabe que en Cádiz viven mejor que nosotros.

- Voy a hacer que lo fusilen, Bertoldi. Personalmente. Después bailaré sobre su tumba.

En el fondo, Desfosseux sabe que el revés de Sevilla no cambia mucho las cosas. El tiempo que lleva frente a Cádiz le permite concluir que, por las especiales condiciones del asedio, ni cañones convencionales ni obuses sirven para batir la plaza de modo conveniente. Él mismo, tras estudiar situaciones similares como el asedio de Gibraltar de 1782, es partidario de utilizar morteros de grueso calibre; pero ningún superior comparte la idea. El único al que tras muchos esfuerzos había logrado convencer, el comandante de la artillería, general Alexandre Hureau, barón de Senarmont, ya no está allí para apoyarlo. Distinguido en Marengo, Friedland y Somosierra, el general estaba demasiado seguro de sí mismo y despreciaba a los españoles - manolos los llamaba, como todos los franceses- hasta el extremo de que, durante una inspección a la batería Villatte, situada en el frente de la isla de León por el lado de Chiclana, se empeñó en probar unos nuevos afustes en compañía del coronel Dejermon, el capitán Pindonell, jefe de la batería, y el propio Simón Desfosseux, adscrito a la comitiva. El general exigió que los siete cañones del puesto hicieran fuego contra las líneas españolas, concretamente en dirección a la batería de Gallineras; y al argumentar Pindonell que eso atraería el fuego enemigo, que allí era potente, el general, que se las daba de artillero bravo, se quitó el sombrero y dijo que exactamente en él iba a recoger cada granada de Manolo que llegara.

- Así que dispare de una vez y no discuta -ordenó.

Pindonell, obediente, ordenó fuego. Y lo cierto es que Hureau erró el cálculo del sombrero por sólo unas pulgadas: el primer cañonazo que vino como respuesta reventó entre él, Pindonell y el coronel Dejermon, llevándoselos a todos por delante. Desfosseux se salvó porque se encontraba algo más lejos, buscando un lugar discreto donde orinar, junto a unos cestones llenos de tierra que amortiguaron los efectos. Los tres muertos fueron enterrados en la ermita chiclanera de Santa Ana, y con el barón de Senarmont bajó a la tumba la esperanza del capitán Desfosseux de que Cádiz fuese batida con morteros. Dejándole, al menos, el consuelo de poder contarlo.

- Una paloma -apunta el teniente Bertoldi.

Desfosseux escruta el cielo en la dirección que indica su ayudante. Es cierto. Volando en línea recta desde Cádiz, el ave acaba de cruzar la bahía, pasa de largo sobre el discreto palomar dispuesto junto a la barraca de los artilleros y sobrevuela la costa en dirección a Puerto Real.

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