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Arturo Pérez-Reverte: El Asedio

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Arturo Pérez-Reverte El Asedio

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- ¿Tampoco ha sido él?… Pues gritaba como si lo fuera.

El comisario mira a la partera con dureza y ésta aparta la vista.

- Ten la boca cerrada, no sea que también grites tú.

La tía Perejil recoge trapo. Conoce a Tizón desde hace tiempo, suficiente para saber cuándo no está de humor para confianzas. Y hoy no lo está.

- Perdone, don Rogelio. Hablaba en broma.

- Pues las bromas se las gastas a la puerca de tu madre, si te la topas en el infierno -Tizón mete dos dedos en un bolsillo del chaleco y saca un duro de plata, arrojándoselo-. Largo de aquí.

Al marcharse la mujer, el comisario mira alrededor por enésima vez en lo que va de día. El levante borró las huellas de la noche. De cualquier manera, las idas y venidas desde que un arriero encontró el cadáver y dio aviso en la venta cercana, han terminado por embarullar lo que pudiera haber quedado. Durante un rato permanece inmóvil, atento a cualquier indicio que se le haya podido escapar, y al cabo desiste, desalentado. Sólo una huella prolongada, un ancho surco en uno de los lados de la duna, donde crecen unos pequeños arbustos, llama un poco su atención; así que camina hasta allí y se pone en cuclillas para estudiarlo mejor. Por un instante, en esa postura, tiene la sensación de que ya ocurrió otra vez. De haberse visto a sí mismo, antes, viviendo aquella situación. Comprobando huellas en la arena. Su cabeza, sin embargo, se niega a establecer con claridad el recuerdo. Quizá sólo sea uno de esos sueños raros que luego se parecen a la vida real, o aquella otra certeza inexplicable, fugacísima, de que lo que a uno le sucede ya le ha sucedido antes. El caso es que acaba por incorporarse sin llegar a conclusión alguna, ni sobre la sensación experimentada ni sobre la huella misma: un surco que puede haber sido hecho por un animal, por un cuerpo arrastrado, por el viento.

Cuando pasa junto al cadáver, de regreso, el levante que revoca al pie de la duna ha removido la falda de la muchacha muerta, descubriendo una pierna desnuda hasta la corva. Tizón no es hombre de ternuras. Consecuente con su áspero oficio, y también con ciertos ángulos esquinados de su carácter, considera desde hace tiempo que un cadáver es sólo un trozo de carne que se pudre, lo mismo al sol que a la sombra. Material de trabajo, complicaciones, papeleo, pesquisas, explicaciones a la superioridad. Nada que a Rogelio Tizón Peñasco, comisario de Barrios, Vagos y Transeúntes, con cincuenta y tres años cumplidos -treinta y dos de servicio como perro viejo y callejero-, lo desasosiegue más allá de lo cotidiano. Pero esta vez el encallecido policía no puede esquivar un vago sentimiento de pudor. Así que, con la contera del bastón, devuelve el vuelo de la falda a su sitio y amontona un poco de arena sobre él para impedir que se alce de nuevo. Al hacerlo, descubre semienterrado un fragmento de metal retorcido y reluciente, en forma de tirabuzón. Se agacha, lo coge y lo sopesa en la mano, reconociéndolo en el acto. Es uno de los trozos de metralla que se desprenden de las bombas francesas al estallar. Los hay por toda Cádiz. Éste vino volando, sin duda, desde el patio de la venta del Cojo, donde una de esas bombas cayó hace poco.

Tira al suelo el fragmento y camina hasta la tapia encalada de la venta, donde aguarda un grupo de curiosos mantenido a distancia por dos soldados y un cabo que el oficial de la garita de San José mandó a media mañana a petición de Tizón, seguro de que un par de uniformes a la vista imponen más respeto. Son criados y mozas de los ventorros cercanos, muleros, conductores de calesas y tartanas con sus pasajeros, algún pescador, mujeres y chiquillos del lugar. Delante de todos ellos, algo adelantado en uso del doble privilegio que le confiere ser propietario de la venta y haber dado aviso a la autoridad tras el hallazgo del cadáver, está Paco el Cojo.

- Dicen que no ha sido el de ahí dentro -comenta el ventero cuando Tizón llega a su altura.

- Dicen bien.

El mendigo rondaba hace tiempo el lugar, y la gente de los ventorrillos lo señaló al aparecer la chica muerta. Fue el mismo Cojo quien lo encañonó con una escopeta de caza, reteniéndolo hasta la llegada de los policías y sin permitir que lo maltrataran mucho: apenas unas bofetadas y culatazos. Ahora la decepción es visible en los rostros de todos; en especial los muchachos, que ya no tienen a quién arrojar las piedras con que se habían provisto los bolsillos.

- ¿Está usted seguro, señor comisario?

Tizón no se molesta en contestar. Contempla la parte de tapia destruida por el impacto de artillería francés. Pensativo.

- ¿Cuándo cayó la bomba, camarada?

Paco el Cojo se pone a su lado: los pulgares metidos en la faja, respetuoso y con cierta prevención. También él conoce al comisario, y sabe que lo de cantarada es una simple fórmula que puede volverse peligrosa en boca de alguien como él. Por lo demás, el Cojo no ha renqueado nunca, pero sí su abuelo; y en Cádiz los apodos se heredan con más certeza que el dinero. También los oficios. El Cojo tiene las patillas blancas y un pasado marinero y contrabandista de dominio público, sin excluir el presente. Tizón sabe que el sótano de la venta está abarrotado de géneros de Gibraltar, y que las noches de mar tranquila y viento razonable, a oscuras, la playa se anima con siluetas de botes y sombras que van y vienen alijando fardos. Hasta ganado meten, a veces. De cualquier modo, mientras el Cojo siga pagando lo que corresponde a aduaneros, militares y policías -incluido el propio Tizón- por mirar hacia otra parte, lo que en aquella playa se trajine seguirá sin traer problemas a nadie. Otra cosa sería que el ventero se pasara de listo o ambicioso, sisando de sus obligaciones, o que contrabandease para el enemigo, como hacen algunos en la ciudad y fuera de ella. Pero de eso no hay constancia. Y a fin de cuentas, desde el castillo de San Sebastián al puente de Zuazo, allí todo el mundo se trata de antiguo. Incluso con la guerra y el asedio sigue valiendo lo de vive y deja vivir. Eso incluye a los franceses, que llevan tiempo sin atacar en serio y se limitan a tirar de lejos, como para llenar el expediente.

- La bomba cayó ayer por la mañana, sobre las ocho -explica el ventero, indicando la bahía hacia el este-. Salió de allí enfrente, de la Cabezuela. Mi mujer estaba tendiendo ropa y vio el fogonazo. Luego vino el estampido, y al momento reventó ahí detrás.

- ¿Hizo daño?

- Muy poco: ese trozo de tapia, el palomar y algunas gallinas… Más grande fue el susto, claro. A mi mujer le dio un soponcio. Treinta pasos más cerca y no lo contamos.

Tizón se hurga entre los dientes con una uña -tiene un colmillo de oro en el lado izquierdo de la boca- mientras mira hacia la lengua de mar de una milla de anchura que en ese lugar separa el arrecife -éste forma península con la ciudad de Cádiz, con playas abiertas al Atlántico a un lado, y a la bahía, el puerto, las salinas y la isla de León por el otro- de la tierra firme ocupada por los franceses. El viento de levante mantiene limpio el aire, permitiendo distinguir a simple vista las fortificaciones imperiales situadas junto al caño del Trocadero: Fuerte Luis a la derecha, a la izquierda los muros medio arruinados de Matagorda, y algo más arriba, y atrás, la batería fortificada de la Cabezuela. -¿Han caído más bombas por esta parte?

El Cojo niega con la cabeza. Luego señala hacia el mismo arrecife, a uno y otro lado de la venta.

- Algo cae por la parte de la Aguada, y mucho en Puntales: allí les llueve a diario y viven como topos… Aquí es la primera vez.

Asiente Tizón, distraído. Sigue mirando hacia las líneas francesas con los párpados entornados a causa del sol que reverbera en la tapia blanca, en el agua y las dunas. Calculando una trayectoria y comparándola con otras. Es algo en lo que nunca había pensado. Sabe poco de asuntos militares y bombas, y tampoco está seguro de que se trate de eso. Sólo una corazonada, o sensación vaga. Un desasosiego particular, incómodo, que se mezcla con la certeza de haber vivido aquello antes, de un modo u otro. Como una jugada sobre un tablero -la ciudad- que ya se hubiera ejecutado sin que Tizón reparase en ella. Dos peones, en suma, con el de hoy. Dos piezas comidas. Dos muchachas.

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