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Arturo Pérez-Reverte: El Asedio

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Arturo Pérez-Reverte El Asedio

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Puede haber relación, concluye. Él mismo, sentado ante una mesa del café del Correo, ha presenciado combinaciones más complejas. Incluso las ejecutó en persona, tras idearlas, o les hizo frente al desarrollarlas un adversario. Intuiciones como relámpagos. Visión súbita, inesperada. Una plácida disposición de piezas, un juego apacible; y de pronto, agazapada tras un caballo, un alfil o un peón cualquiera, la Amenaza y su Evidencia: el cadáver al pie de la duna, espolvoreado por la arena que arrastra el viento. Y planeando sobre todo ello como una sombra negra, ese vago recuerdo de algo visto o vivido, él mismo arrodillado ante las huellas, reflexionando. Si sólo pudiera recordar, se dice, sería suficiente. De pronto siente la urgencia de regresar tras los muros de la ciudad para hacer las indagaciones oportunas. De enrocarse mientras piensa. Pero antes, sin decir palabra, regresa junto al cadáver, busca en la arena el tirabuzón metálico y se lo mete en el bolsillo.

A la misma hora, tres cuartos de legua al este de la venta del Cojo, Simón Desfosseux, capitán adjunto al estado mayor de artillería de la 2. adivisión del Primer Cuerpo del ejército imperial, soñoliento y sin afeitar, maldice entre dientes mientras numera y archiva la carta que acaba de recibir de la Fundición de Sevilla. Según informa el supervisor de la fábrica de cañones andaluza, coronel Fronchard, los defectos de tres obuses de 9 pulgadas recibidos por las tropas que asedian Cádiz -el metal se agrieta a los pocos disparos- se deben a un sabotaje realizado en su proceso de fundición: una deliberada aleación incorrecta, que termina produciendo fracturas de las que en jerga artillera son conocidas como escarabajos y cavernas. Dos operarios y un capataz, españoles, fueron fusilados por Fronchard hace cuatro días, al descubrirse el hecho; pero eso no le sirve de consuelo al capitán Desfosseux. Tenía puestas ciertas esperanzas en los obuses ahora inutilizados. Y lo que es más grave: esas expectativas eran compartidas por el mariscal Víctor y demás mandos superiores, que ahora lo apremian para que solucione un problema que no está en su mano solucionar.

- ¡Batidor!

- A la orden.

- Avise al teniente Bertoldi. Estaré arriba, en la torre.

Apartando la manta vieja que cubre la entrada de su barraca, el capitán Desfosseux sale al exterior, sube por la escala de madera que conduce a la parte superior del puesto de observación y se queda mirando la ciudad lejana a través de una tronera. Lo hace con la cabeza descubierta bajo el sol, cruzadas las manos a la espalda sobre los faldones de la casaca azul índigo con vueltas rojas. Que el observatorio, dotado de varios telescopios y de un modernísimo micrómetro Rochon con doble prisma de cristal de roca, esté situado en una ligera elevación entre el fuerte artillado de la Cabezuela y el caño del Trocadero, no es casual en absoluto. Fue Desfosseux quien eligió la ubicación tras minucioso estudio del terreno. Desde allí puede abarcar todo el paisaje de Cádiz y su bahía hasta la isla de León; y con ayuda de catalejos, el puente de Zuazo y el camino de Chiclana. Son sus dominios, en cierto modo. Teóricos, al menos: el espacio de agua y tierra puesto bajo su jurisdicción por los dioses de la guerra y el Mando imperial. Un ámbito donde la autoridad de mariscales y generales puede plegarse, en ocasiones, a la suya. Un particular campo de batalla hecho de problemas, ensayos e incertidumbres-también insomnios- donde no se lucha con trincheras, movimientos tácticos o ataques finales a la bayoneta, sino mediante cálculos hechos sobre hojas de papel, parábolas, trayectorias, ángulos y fórmulas matemáticas. Una de las muchas paradojas de la compleja guerra de España es que tan singular combate, donde cuenta más la composición porcentual de una libra de pólvora o la velocidad de combustión de un estopín que el coraje de diez regimientos, se encuentra confiado, en la bahía de Cádiz, a un oscuro capitán de artillería.

Desde tierra, el conjunto enemigo es inexpugnable. Hasta donde Simón Desfosseux sabe, nadie ha osado decírselo al emperador con esas palabras; pero el término es exacto. La ciudad sólo está unida al continente por un estrecho arrecife de piedra y arena que se extiende casi dos leguas. Los defensores, además, han fortificado diversos puntos de ese paso único, cruzando enfilaciones de diversas baterías y fuertes dispuestos con inteligencia, que además se apoyan en dos lugares bien fortificados: la Puerta de Tierra, guarnecida con ciento cincuenta bocas de fuego, donde empieza la ciudad propiamente dicha, y la Cortadura, situada a medio arrecife y todavía en fase de construcción. Al extremo de todo eso, en la unión del istmo con tierra firme, se encuentra la isla de León, protegida por salinas y canales. A ello hay que sumar los barcos de guerra ingleses y españoles fondeados en la bahía, y las fuerzas sutiles de pequeñas lanchas cañoneras que actúan en playas y caños. Tan formidable despliegue convertiría en suicida cualquier ataque francés por tierra; de modo que los compatriotas de Desfosseux se limitan a una guerra de posiciones a lo largo de la línea, en espera de tiempos mejores o de un vuelco en la situación de la Península. Mientras llega ese momento, la orden es apretar el cerco intensificando los bombardeos sobre objetivos militares y civiles: sistema sobre el que los mandos franceses y el gobierno del rey José albergan pocas ilusiones. La imposibilidad de bloquear el puerto deja abierta a Cádiz su puerta principal, que es el mar. Barcos de diversas banderas van y vienen ante la mirada impotente de los artilleros imperiales, la ciudad sigue comerciando con los puertos españoles rebeldes y con medio mundo, y se da la triste contradicción de que viven mejor abastecidos los sitiados que los sitiadores.

Para el capitán Desfosseux, sin embargo, todo eso es relativo. O le importa poco. El resultado general del asedio a Cádiz, incluso el curso de la guerra de España, pesan menos en la balanza de sus sentimientos que el trabajo que realiza allí. Éste absorbe toda su imaginación y su talento. La guerra, a la que se dedica en serio desde hace poco tiempo -antes era profesor de Física en la escuela de Artillería de Metz-, consiste para él en la aplicación práctica de teorías científicas a las que, de un modo u otro, ahora de uniforme como antes de paisano, dedica la vida. Su arma, le gusta decir, es la tabla de cálculo y su pólvora la trigonometría. La ciudad y el espacio circundante que se extiende ante sus ojos no son objetivo a conquistar, sino desafío técnico. Esto último ya no lo dice en voz alta -le costaría un consejo de guerra-, pero lo piensa. La contienda privada de Simón Desfosseux no es un problema de insurrección nacional sino un problema de balística, donde el enemigo no son los españoles sino los obstáculos interpuestos por la ley de la gravedad, el rozamiento y temperatura del aire, la condición de los fluidos elásticos, la velocidad inicial y la parábola descrita por un objeto móvil -en este caso, una bomba- antes de alcanzar, o no, el punto al que intenta llegar con la adecuada eficacia. De mala gana, pero aceptando órdenes superiores, Desfosseux hizo amago de explicárselo hace un par de días a una comisión de visitantes españoles y franceses venidos de Madrid para comprobar la marcha del asedio.

Sonríe malicioso al recordar. Los comisionados vinieron en carruajes civiles desde El Puerto de Santa María, traqueteando por el camino que discurre a lo largo del río San Pedro: cuatro españoles y dos franceses, sedientos, cansados, con ganas de acabar aquello y temerosos de que el enemigo les diese la bienvenida con un cañonazo desde el fuerte de Puntales. Bajaron de los coches sacudiéndose el polvo de levitas, chaquetas y sombreros, mientras echaban ojeadas aprensivas alrededor, procurando sin demasiado éxito aparentar continente intrépido. Los españoles eran cargos oficiales del gobierno josefino; y los franceses, un secretario de la casa real y un jefe de escuadrón llamado Orsini, ayuda de campo del mariscal Víctor, que oficiaba de guía para los visitantes. Explicación sucinta del asunto, sugirió éste. Que los caballeros comprendan la importancia de la artillería en el asedio, y puedan contar en Madrid que las cosas, para hacerlas bien, deben hacerse despacio. Chi va piano, va lontano, añadió -además de corso, el edecán Orsini resultó ser un guasón -. Chi va forte, va a la morte. Etcétera. De manera que Desfosseux, captado el mensaje, se puso a ello. El problema, dijo recurriendo al profesor despierto bajo su uniforme, es similar al que se plantea al arrojar una piedra con la mano. Si no hubiera gravedad, la piedra seguiría una línea recta; pero la hay. Por eso los proyectiles empujados por la fuerza expansiva de la pólvora no siguen una trayectoria recta, sino parabólica, resultado del movimiento horizontal con velocidad constante que se les comunica en el momento de soltarlos, y de un movimiento vertical de caída libre que aumenta en proporción al tiempo que el proyectil está en el aire. ¿Me siguen? -era evidente que lo seguían a duras penas; pero, al ver asentir a un comisionado, Desfosseux resolvió incrementar la dosis-. La cuestión, caballeros, es conseguir la fuerza necesaria para que la piedra llegue lejos mientras reducimos al mínimo posible el tiempo que se encuentra en el aire. Porque el problema de nuestras piedras, señores, es que son bombas con mechas de retardo que tienen un tiempo límite para estallar, lleguen o no a su objetivo. Como dificultades añadidas tenemos el rozamiento del aire, el desvío por efecto del viento y todo lo demás: ejes verticales, distancias que aumentan con el cuadrado de los números enteros de acuerdo con la ley de la caída libre, etcétera. ¿Todavía me siguen? -comprobó con satisfacción que ya no lo seguía nadie-. En fin, ya saben. Cosas así.

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