Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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- Llegó, gracias a Dios. Dábamos por perdida la carga.

Sabe que a Alfonso le importa poco la suerte del Marco Bruto: vería con indiferencia que el barco estuviese en el fondo del mar o en un puerto francés. Pero se trata de Cádiz, y las maneras cuentan. De algo hay que hablar, aunque sea brevemente, cuando dos cuñados se encuentran en la calle Ancha, a la vista de toda la ciudad. Ningún negocio se sostiene aquí sin confianza y respeto social; y también ésos los dan las formas, o los quitan.

- ¿Cómo está Cari?

- Bien, gracias. Te veremos el viernes.

Se toca de nuevo Alfonso el sombrero y camina calle abajo, tras despedirse. Seco y tieso hasta la punta del bastón. Tampoco con su hermana Caridad tiene Lolita Palma relaciones cordiales. Nunca las tuvo, ni cuando eran niñas. La considera perezosa y egoísta, aficionada en exceso a vivir del esfuerzo ajeno. Ni siquiera las muertes del padre y de Francisco de Paula, el hermano, lograron acercarlas: duelo, luto y cada una por su lado. Ahora la madre es el único vínculo, aunque éste sea más formal, o social, que otra cosa; visita semanal a la casa de la calle del Baluarte, chocolate, café y merienda, sin otra conversación que una insípida charla sobre el estado del tiempo, las bombas de los franceses y las macetas de los balcones. Sólo cuando llega el primo Toño, un solterón jovial y simpático, se anima el ambiente. El matrimonio con Alfonso Solé -ambicioso y de relativos escrúpulos, padre importador de paño para los cuerpos de voluntarios locales, madre altanera y estúpida- acentúa las distancias. Ni Caridad ni su marido perdonaron nunca a Tomás Palma la negativa a permitir que el yerno interviniese en la empresa familiar, ni tampoco que zanjase los derechos de su hija menor con una simple dote y la casa de la calle Guanteros donde ahora viven los Solé: espléndida vivienda de tres plantas tasada en 350.000 reales. Con eso van que arden, decía el padre. En cuanto a mi hija Lolita, ésa tiene todo lo necesario para salir adelante. Mírenla. Lista y tenaz. Se basta sola y me fío de ella como de nadie; sabe cómo ganar dinero y sabe cómo no perderlo. Desde niña. Si un día decide casarse, no pasará el día leyendo novelas, o de cháchara en las confiterías mientras se desloma su marido. Creedme. Ella es de otra pasta.

- Siempre tan guapa, Lolita. Me alegro de verte… ¿Cómo sigue tu madre?

Emilio Sánchez Guinea tiene el sombrero en una mano y un grueso paquete de correspondencia y documentos en la otra: sexagenario, rechoncho, pelo blanco y escaso. Mirada sagaz. Viste a la inglesa, con doble cadena de reloj entre los botones y los bolsillos del chaleco, y tiene el punto apenas perceptible, un tanto fatigado, habitual entre los comerciantes de cierta edad y posición. En Cádiz, donde no existe peor inconveniencia social que el ocio injustificado, es de buen tono un levísimo toque de desaliño -corbata o corbatín ligeramente flojos, algunas arrugas en la ropa de buen corte y excelente calidad- que revela una intensa y honorable jornada laboral.

- Ya sé que ese barco llegó al fin. Un alivio para todos.

Se trata de un viejo y querido amigo, de toda confianza. Compañero de estudios del difunto Tomás Palma, asociado a la firma familiar en numerosas operaciones comerciales, también con Lolita comparte riesgos y negocios. Incluso aspiró hace algún tiempo a tenerla de nuera, casándola con su hijo Miguel, hoy asociado con él y esposo feliz de otra joven gaditana. La falta de alianza familiar nunca alteró las buenas relaciones entre las casas Palma y Sánchez Guinea. Fue don Emilio quien aconsejó a la joven en sus primeros pasos comerciales, a la muerte del padre. Todavía lo hace, cuando ésta se acoge a su opinión y experiencia.

- ¿Vas a tu casa?

- A la librería de Salcedo. Quiero ver si han llegado unos encargos.

- Te acompaño.

- Tendrá cosas más importantes que hacer.

Ríe jovial el viejo comerciante.

- Cuando te veo las olvido todas. Vamos.

Le da el brazo. De camino comentan la situación general, el estado de algún asunto cuyo interés comparten. La insurrección americana complica mucho las cosas. Más, incluso, que el asedio francés. La exportación de géneros al otro lado del Atlántico ha disminuido de modo alarmante, la llegada de caudales es mínima, falta metálico, y algunos caen en la trampa de invertir en vales reales que luego resulta difícil convertir en dinero. Sin embargo, Lolita Palma logra compensar la falta de liquidez con nuevos mercados: harina y algodón de Estados Unidos, recientes exportaciones a Rusia y la buena situación de la ciudad como depósito de mercancías en tránsito se completan con prudentes inversiones en letras de cambio y riesgos marítimos; especialidad esta última de la casa Sánchez Guinea, a cuyas operaciones suele asociarse la firma Palma e Hijos mediante anticipos de capital para viajes comerciales por mar, con reembolso que incluye interés, premio o prima.

Un instrumento financiero, éste, que la experiencia y sentido común de don Emilio hacen muy rentable, en una ciudad siempre necesitada de dinero en efectivo.

- Hay que hacerse a la idea, Lolita: algún día acabará la guerra, y entonces surgirán los verdaderos problemas. Cuando los mares se despejen será demasiado tarde. Nuestros compatriotas americanos se han acostumbrado a comerciar directamente con yanquis e ingleses. Y nosotros aquí, mientras tanto, regateándoles lo que pueden coger con su propia mano… El desbarajuste de España les permite comprender que no nos necesitan.

Lolita Palma camina cogida de su brazo, calle Ancha adelante. Se suceden portales amplios, buenas tiendas, casas de comercio. La platería de Bonalto tiene, como de costumbre, mucha clientela en el interior. Más corros de gente, nuevos saludos de transeúntes y conocidos. La doncella camina detrás, con los paquetes. Es la joven Mari Paz; la que canta coplas con linda voz mientras riega las macetas.

- Podremos recuperarnos, don Emilio… América es muy grande, y el idioma y la cultura no se rompen con facilidad. Siempre seguiremos allí. Y también hay nuevos mercados. Fíjese en los rusos… Si el zar declara la guerra a Francia, necesitarán de todo.

Mueve la cabeza el otro, escéptico. Son muchos años, dice. Y muchas canas. Esta ciudad ha perdido su fuerza, añade. Su razón de ser. Cuando en 1778 pusieron fin al monopolio del comercio con ultramar, se firmó la sentencia. Digan lo que digan, la autonomía de los puertos americanos es irreversible. A esos criollos ya no los sujeta nadie. Para Cádiz, las crisis sucesivas y la guerra son clavos en la tapa del ataúd.

- No sea cenizo, don Emilio.

- ¿Cenizo? ¿Cuántos desastres ha vivido la ciudad?… La guerra colonial de Inglaterra acabó perjudicándonos mucho. Luego vino la nuestra con la Francia revolucionaria, seguida por la guerra con Inglaterra… Ahí fue donde nos hundimos de verdad. La paz de Amiens trajo más especulación que negocio real: acuérdate de aquellas casas francesas de toda la vida, yéndose aquí al diablo… Después tuvimos la otra guerra con los ingleses, el bloqueo y la guerra con Francia… ¿Cenizo dices, hija mía?… Hace veinticinco años que vamos de la sartén a las brasas.

Sonríe Lolita Palma, oprimiéndole dulcemente el brazo.

- No quería ofenderlo, amigo mío.

- Tú no ofendes nunca, hija. Faltaría más.

En la esquina con la calle de la Amargura, junto a la embajada británica, hay una oficina comercial y un pequeño café frecuentado por extranjeros y oficiales de marina. El barrio está lejos de la muralla oriental, donde caen las bombas, y ninguna ha llegado nunca hasta aquí. Relajados, aprovechando el buen tiempo, algunos ingleses están en la puerta, leyendo periódicos viejos en su idioma: patillas rubias, chalecos atrevidos. Un par de casacas rojas de militares.

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