Arturo Pérez-Reverte - El Asedio
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- Vaya -comenta Víctor-. Un individualista, por lo que veo. Tal vez nos mira por encima del hombro a los que sí ascendemos.
Otro silencio tenso. Lógico, por otra parte. Roto por una carcajada del mariscal. El toque Víctor.
- Bien, capitán. Haga su trabajo y recuerde lo de la bomba en San Felipe. Mi oferta de recompensa sigue en pie… ¿Ha pensado en otra que le cuadre más?
- Un mortero de catorce pulgadas, Excelencia.
- Fuera de aquí -el héroe de Marengo señala la puerta-. Quítese de mi vista, maldito cabrón.
El taxidermista entra temprano en la jabonería de Frasquito Sanlúcar. Ésta se encuentra en la calle Bendición de Dios, junto al Mentidero. Tienda oscura y fresca, estrecha, con ventana a un patio interior y mostrador al fondo, ante una cortina que lleva al almacén. Cajas apiladas, cajones con tapas de cristal mostrando las mercancías. Frascos para los productos finos. Colores y aromas, olor a jabones y esencias. En la pared, una estampa coloreada del rey Fernando VII y un viejo barómetro de barco largo y estrecho, de columna.
- Buenos días, Frasquito.
El jabonero viste guardapolvo gris. Es pelirrojo, con aspecto más inglés que español, pese a su apellido. Lleva lentes. Las manchas pecosas de la cara le ascienden por las entradas del pelo ensortijado y escaso.
- Buenos días, don Gregorio. ¿Qué se le ofrece?
Gregorio Fumagal -tal es el nombre del taxidermista- le sonríe al jabonero. Es cliente asiduo, pues los géneros de Frasquito Sanlúcar son los mejores y más variados de Cádiz: desde pomadas y jabones transparentes y finos de tocador, traídos del extranjero, hasta los españoles ordinarios de lavar.
- Quiero tinte para el pelo. Y dos libras del jabón blanco que me llevé el otro día.
- ¿Le pareció bueno?
- Estupendo. Y tenía usted razón. Limpia perfectamente la piel de los animales.
- Se lo dije. Sale mejor que el que le servía antes. Y más económico.
Dos mujeres jóvenes entran en la tienda. No tengo prisa, dice el taxidermista, y se aparta del mostrador mientras Sanlúcar las atiende. Son vecinas del barrio, clase popular: mantoncillos de lana basta sobre sayas de anascote, pelo recogido con horquillas, cestas de la compra al brazo. Desenvueltas como suelen ser las gaditanas. Una es menuda y bonita, de piel clara y manos finas. Gregorio Fumagal las observa mientras curiosean en las cajas y sacos de género.
- Ponme media libra de ese amarillo, Frasquito.
- Ni hablar. Ése no es para ti. Demasiado sebo, niña.
- ¿Y eso qué tiene de malo?
- Que es de mucha grasa. Algo cochinillo. Al poco de lavarse queda una poquita de olor… Te voy a poner de este otro, que es de sebo fino y aceite de sésamo. Un lujo.
- Seguro que también es más caro. Que te conozco.
Frasquito Sanlúcar pone cara de inocencia resignada.
- Una miaja más caro sí es. Pero tú mereces un jabón de reina mora. Alta calidad. Tronío. Por guapa. Este mismo, sin ir más lejos, es el que usa la emperatriz Josefina.
- ¿De verdad?… Pues para ella. Yo no quiero jabón de gabacha.
- Quieta ahí, niña. Que no he terminado. También lo usa la reina de Inglaterra. Y la infanta Carlota de Portugal. Y la condesa de…
- Tampoco tienes cuento ni nada, Frasquito.
El jabonero ha cogido una caja y se dispone a envolverla con papel de color. Cuando los clientes son mujeres, suele empaquetar los géneros en cajas vistosas con bonitos papeles y etiquetas. Un reclamo para la tienda.
- ¿Cuántas libras has dicho que te ponga, mi alma?
Al despedirse las dos jóvenes, Gregorio Fumagal se aparta para dejarles paso y se las queda mirando mientras salen.
- Disculpe, don Gregorio -lo atiende el jabonero-. Gracias por su paciencia.
- Veo que sigue teniendo buen surtido, a pesar de la guerra.
- No me quejo. Con el puerto libre no falta de nada. Hasta género francés llega. Y menos mal, porque Cádiz es una ciudad hecha a lo de afuera, y el jabón español tiene mala fama… Se dice que lo adulteramos mucho.
- ¿También adultera usted?
Sanlúcar compone una mueca digna. Hay mezclas buenas y malas, responde. Y fíjese, añade señalando una caja de pastillas de un blanco inmaculado. Jabón alemán. Lleva mucha grasa porque allí no tienen aceite, pero la purifican hasta hacerla inodora. En cambio, nadie quiere jabones de tocador españoles. Ha habido mucha chapuza, y la gente no se fía. Al final siempre pagan -pagamos, se incluye el jabonero tras una pausa- justos por pecadores.
Suena un trueno sordo, distante. Bum. Apenas una vibración leve en el suelo de madera y el vidrio de la ventana. Los dos escuchan un instante, atentos.
- ¿Preocupan las bombas por aquí?
- No mucho -con aire indiferente, Sanlúcar envuelve en papel de estraza las dos libras de jabón y el frasco de tinte para el pelo-. Este barrio queda lejos. Ni siquiera llegan a San Agustín, las que más.
- ¿Cuánto le debo?
- Siete reales.
El taxidermista pone sobre el mostrador un duro de plata y espera el cambio, vuelto a medias en la dirección de la que vino el estampido.
- De todas formas, se acercan poco a poco.
- No demasiado, gracias a Dios. Esta mañana pegó una en la calle del Rosario. Es la que más próxima ha caído, y ya ve: a mil varas. Por eso mucha gente de ese lado, la que no tiene casas de parientes donde ir, empieza a pasar la noche en esta parte de la ciudad.
- ¿Al raso?… Menudo espectáculo.
- Y que lo diga. Vienen cada vez más, con colchones, mantas y gorros de dormir, y se meten en los portales que les dejan, y en donde pueden… Dicen que las autoridades pondrán barracas en el campo de Santa Catalina, para alojarlos. Detrás de los cuarteles.
Cuando Gregorio Fumagal sale de la jabonería con su paquete bajo el brazo, las dos mujeres jóvenes caminan delante de él, mirando las puertas de las tiendas. El taxidermista las observa de reojo, y dejando atrás el Mentidero se dirige a la parte oriental de la ciudad por las calles rectas y bien trazadas -de forma que corten el paso a vientos levantes y ponientes- próximas a la plaza de San Antonio. De camino se detiene en la botica de la calle del Tinte, donde compra tres granos de solimán, seis onzas de alcanfor y ocho de arsénico blanco. Después sigue hasta la esquina de Amoladores con el Rosario, donde varios parroquianos, sentados a la puerta de una tienda de montañés, despachan una botella de vino mientras contemplan el edificio alcanzado a las nueve de la mañana por una bomba. La casa ha perdido parte de su fachada. Desde la calle pueden verse tres plantas abiertas de arriba abajo, mostrando un destrozo vertical de vigas rotas, puertas que dan al vacío, alguna estampa o cuadro torcido en la pared, una cama y otros muebles milagrosamente en equilibrio sobre el desastre. Un paisaje de intimidad doméstica puesto al desnudo de forma casi obscena. Vecinos, soldados y rondines apuntalan los pisos y remueven escombros.
- ¿Ha habido víctimas? -pregunta Fumagal al montañés.
- Ninguna grave, gracias a Dios. No había nadie en la parte que se vino abajo. Sólo la dueña y una criada están heridas… La bomba cayó rompiéndolo todo, pero sin más desgracias.
El taxidermista se acerca al lugar donde un grupo de curiosos observa los restos del artefacto: fragmentos de hierro y de plomo entre los cascotes. El plomo son piezas finas de medio palmo, enroscadas como tirabuzones. Se trata, oye contar Fumagal, del domicilio de un comerciante francés, internado hace tres años en los pontones de la bahía. Los nuevos dueños lo convirtieron en casa de huéspedes. La patrona se encuentra en el hospital con las dos piernas rotas, después de ser rescatada entre los escombros. La criada escapó con algunas contusiones.
- Han vuelto a nacer -apunta una vecina, santiguándose.
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